domingo, 30 de diciembre de 2018

Soñar despierto

Lucas siempre sueña despierto, no porque le guste, sino porque no tiene elección. Pocos saben lo que realmente ven sus ojos o lo que su mente consigue interpretar del mundo al que solo él tiene acceso. Su mirada está perdida en un insondable lugar, tan alejado que su cuerpo parece una difusa proyección de su verdadero ser.

Sin duda es uno de los empleados más conocidos del aeropuerto. Había sido de todo, desde limpiador de aseos hasta dependiente de duty free. Las franquicias que vacían los bolsillos de incautos viajeros no tenían secretos para él. Sin embargo, ninguno de aquellos trabajos había durado demasiado. Cuando empezaba a asimilar las reglas y a desenvolverse bien, sucedía algo que alejaba la confianza de sus superiores. Pero siempre había quien volvía a contratarle, embaucado por sus inocentes ojos, y le daba una segunda oportunidad, tras la que venía una tercera, una cuarta… 

Una vez descuidó su puesto para unirse a la larga cola de una puerta de embarque. Cuando le pidieron el billete, hizo el amago de buscarlo y dijo que se le había caído en algún sitio. Aunque le apartaron para esperar a que pasaran todos los viajeros y comprobar que quedaran plazas libres, estaba lejos de ocupar alguna de ellas. Lucas repetía aquella operación cada vez que llegaba la hora de embarque en la puerta más cercana. Nunca había cogido un avión ni había salido de su país. Quería volar, viajar y cambiar de realidad, pues la vida no le había sonreído tanto como a quienes servía cada día. Tras varios intentos frustrados, un día llegó a eludir el control de embarque a paso rápido, obligando a los guardias a detener su decidida marcha.  

Acabó trabajando en una cafetería de la zona de llegadas, lejos de toda tentación. Mientras limpiaba las mesas, era testigo de un cambiante teatro de emociones. Tenía pocos clientes y podía soñar despierto sin que nadie le reprendiera. Quería saber lo que escondía la puerta automática tras la que surgía un interminable desfile de figuras cansadas. Frente a aquel mágico umbral, una barandilla metálica contenía la muchedumbre que esperaba reconocer un rostro amigo. En los días previos a la Navidad, un invisible entusiasmo rodeaba a quienes aguardaban con gorros de Papá Noel o carteles que felicitaban las fiestas. Impacientes, miraban el reloj antes de vigilar la puerta por enésima vez, ansiando el reencuentro. Cuando al fin se producía, llegaban los gritos, las carreras, los abrazos, las lágrimas… la alegría, en definitiva, de ver a quien volvía a casa para compartir unos escasos días de fiesta.

Entre los espontáneos grupos, Lucas no quitaba ojo de la línea que, en el suelo, delimitaba la zona prohibida de la que procedían los viajeros. Un guardia escoltaba esa frontera para evitar que fuera traspasada por exaltados familiares. Fascinado por el origen de tanta felicidad, Lucas corrió decidido, como si hubiera reconocido a alguien a lo lejos, mientras la puerta permanecía abierta. El guardia se abalanzó de inmediato sobre él. “No puedes entrar ahí, Lucas”. Le conocía y sabía que el joven tendría que dejar el aeropuerto si volvía a ser amonestado. “No se lo diré a nadie, pero tienes que volver a tu trabajo”. Su silencio fue su mejor regalo de Navidad.

Lucas tiene síndrome de Down y forma parte de un programa de inserción laboral. Lucha por ganar autonomía y alcanzar su objetivo de viajar a una ciudad desconocida. Pero a pesar de su gran determinación, no puede controlar los arrebatos en que sueño y realidad se funden durante unos instantes. Nunca estuvo tan cerca de la línea que contenía sus anhelos como aquel día. Mientras el guardia le arrastraba hasta la cafetería, pudo ver las cintas transportadoras donde el equipaje esperaba ser recogido. Pensó que algún día sería él quien volviera a casa por Navidad. Se vio a sí mismo arrastrando una maleta y esa imagen llevó su mirada a un familiar refugio en donde seguir soñando despierto, sin miedo a ser descubierto. 

domingo, 18 de noviembre de 2018

6 + 3 años lejos

Tarde o temprano llega el momento de recapitular. De mirar atrás y analizar el camino recorrido. De rendir cuentas, si se da el caso, y establecer la nueva estrategia que dirigirá nuestros próximos pasos. Solemos hacerlo al final de una etapa importante, durante fechas de obligado paso, que nos marcan aun cuando no queremos admitirlo y suelen ser motivo de alegría. En mi caso la fiesta es doble: cumplo tres años de blog y nueve de vida en el extranjero, sin saber cuál de los dos aniversarios hace que el tiempo pase más rápido. 

Sin estas recurrentes celebraciones, nos costaría medir el paso del tiempo. Unas veces son esperadas y otras nos hacen sentir tanto vértigo que deseamos que pasen lo antes posible. Aparte de las clásicas efemérides, ciertos guiños de la vida nos transportan con facilidad a otro tiempo. Son fugaces instantes que nos resultan familiares (un gesto, un olor o una forma de ver las cosas) y abren viejas cicatrices, permitiéndonos mirar a través de ellas para descubrirnos a nosotros mismos en otro momento y otro lugar. La distancia desaparece en cuestión de segundos y conseguimos analizar con ojo crítico lo que no pudimos hacer en su día. 

Dentro de doce meses cumpliré una década viviendo lejos y empiezo a notar un extraño cosquilleo. Si durante esta etapa he redefinido conceptos que creía conocer, como distancia, ausencia o patria, todavía me quedan definiciones por reescribir. La llegada de los dos dígitos se aventura distinta a cualquier otro cumpleaños, como si se cerraran puertas que ya nunca volverán a abrirse. Pase lo que pase, seguiré viviendo como lo he hecho desde que llegué a Francia, sin hacer planes más allá de los próximos tres meses. Porque la experiencia me ha enseñado que la vida se estructura siguiendo múltiplos de tres: la beca con la que llegué a Francia duró tres meses, me la prolongaron otros tres, mi primer contrato fue de seis meses y el segundo tuvo la misma duración. En el ámbito personal, me casé después de tres años de noviazgo y cuando nació mi hijo (todos sabemos que un embarazo dura nueve meses) seguí constatando que los grandes cambios se producen en múltiplos de tres. Así que, sin ser supersticioso, los aniversarios que ahora celebro (tres y nueve) parecen más especiales que de costumbre. 

Durante los últimos nueve más tres meses (curiosamente un año se divide en múltiplos de tres) ciertas cosas han cambiado en este blog, fiel reflejo de mi vida cotidiana. Cuando la maquinaria empieza a chirriar y amenaza con estallar en el momento menos pensado, hay que hacer una pausa. Los compromisos profesionales y personales me obligaron a parar, coger aliento y ver las cosas desde otra perspectiva: abrir espacios para que la intuición recuperara el terreno que había perdido. Ese descanso me sirvió para reconocer lo que realmente me importaba y confirmar que necesitaba seguir escribiendo, aunque fuera de otra manera. Si antes de ese paréntesis publicaba una entrada por semana en este blog, a partir de ahora lo haré una vez al mes. Siempre que pueda compaginarlo con mi cada vez más escaso tiempo libre. 

Además, este periodo de reflexión me ha permitido crear un nuevo blog. Se llama “Cuaderno francés” y se encuentra en la web literaria Zenda. A pesar de que su leitmotiv es el mismo que el de “Todavía lejos” (contar anécdotas, descubrimientos o reflexiones de mi vida en Francia), lo abordo desde otra perspectiva. La literatura constituye un digno telón de fondo y se convierte en el hilo conductor que teje nuevas historias y dirige mis dedos cuando me abalanzo sobre el teclado. Para mí es todo un honor disponer de un pequeño espacio en Zenda, ese vasto territorio donde nos encontramos autores noveles, escritores consagrados, lectores ávidos y editores, con el único objetivo de leer y ser leídos, de compartir nuestra pasión a través de artículos, entrevistas, cuentos, poesías, fragmentos de libros, blogs, comentarios... Un afable lugar en donde escribiré cada tres semanas.  

A partir de ahora alternaré las publicaciones de “Cuaderno francés” con las de “Todavía lejos”, la personal vitrina que acoge cuanto pasa por mi cabeza, donde me dejo llevar por la intuición recuperada durante la larga pausa de este año. El ritmo ha cambiado, pero sigo conservando las ganas de quien se sentó hace tres años para escribir historias que suceden lejos de su país natal. En una tierra que no es ni mejor, ni peor que la suya, sino simplemente el lugar adonde le han llevado las circunstancias. Tan válido como cualquier otro para mirar la vida a los ojos.

domingo, 14 de octubre de 2018

No es lo mismo

Tras el estallido inicial, una energía de inimaginable poder lo envolvió todo. El sentimiento de júbilo se propagó de forma instantánea. Los goles de Griezmann, Pogba y Mbappé fueron pequeños adelantos que presagiaron el feliz desenlace. El último pitido del árbitro inició una reacción en cadena cuyas consecuencias durarán años. Salí a la calle para contagiarme de aquel estado de ánimo y, en medio de la vorágine, me pregunté qué parte de esa felicidad me correspondía realmente.

Fueron unas horas de enajenación colectiva, en las que todo estuvo permitido y la euforia se materializó de forma espontánea. Interminables hileras de coches cubrían el asfalto y pitaban escandalosamente. Querían reproducir conocidas melodías o solo hacer ruido, mientras banderas tricolores asomaban por sus ventanillas. Semejante atasco habría provocado retahílas de insultos en otras condiciones, pero esa tarde solo se veían rostros complacientes entre los automovilistas. De pronto, uno de los vehículos paró en seco, su conductor salió, se subió al techo pasando por el capó y empezó un extraño baile que acompañó con una gran bandera. Quienes vieron obstruida su marcha, no solo parecieron encantados con aquella improvisación, sino que empezaron a corear “on est champions, on est champions, on est, on est, on est champions” (el equivalente francés de nuestro “campeones, campeones, oé, oé, oé). En las aceras, el contacto físico era mayor y se sucedían los abrazos y besos entre desconocidos. Sonrisas, gritos de júbilo y felicidad contagiosa. Los bares no tardaron en sacar grandes altavoces para convertir la calle en una inmensa verbena. Caminar resultaba imposible y cada parón de la marea humana era una excusa más para felicitar efusivamente a quien tuviéramos al lado. Las preocupaciones y problemas cotidianos se desvanecieron durante unas horas en que nada importó más que manifestar una felicidad sin límites. 

Siempre he pensado que las celebraciones de victorias deportivas solo atañen a los jugadores que luchan por ellas y las hacen posibles. Sin embargo, cuando se trata de deportistas que representan a una nación, hay una identificación directa con quien juega al otro lado de la pantalla. Algo parecido sentí aquella tarde de julio, pues aunque no tuviera pasaporte francés, llevaba casi nueve años viviendo en el país galo y me sentía como uno más. Durante el mundial, mi corazón se dividió entre dos naciones y al principio seguí a ambos equipos con similar interés, sin poder evitar que mi corazón latiera más con el español. Pero tras los descafeinados partidos de nuestra selección y su consecuente eliminación, confié mi suerte a los franceses. 

Cuando aquella tarde me gritaron “somos campeones” quienes salieron a mi encuentro, pensé que aquel “somos” era más cierto que nunca. A veces necesitamos que alguien venga a confirmar lo que de algún modo ya intuimos. Sin embargo, no había dejado de ser español y no pude evitar acordarme del primer gran triunfo de la roja. Era junio de 2008 cuando mis compañeros de piso y yo dejamos el enclaustramiento de la época de exámenes para salir y descubrir el significado de la palabra histeria colectiva. Dos años después, cuando Iniesta paró el tiempo, yo me encontraba en el lugar equivocado. Si bien la alegría seguía en mi interior, las calles de Dijon estaban igual de vacías que cualquier otro domingo. Ni cánticos, ni pitidos, ni abrazos espontáneos, ni fuentes atestadas de improvisados bañistas. 

Tal vez la vida me haya devuelto ahora aquella celebración de un mundial que en su día no tuve, pero de todas maneras… no es lo mismo. Esa tarde de julio miré a mi alrededor con una nostálgica sonrisa y pensé: si ellos supieran… Si ellos escucharan a nuestros locutores de radio anunciando cada gol. Si ellos sintieran la pasión de un país en donde el fútbol es más que una religión. Mejor que no sepan lo que se están perdiendo y disfruten del presente como buenamente puedan.

domingo, 1 de julio de 2018

Cuanto quieren que veamos

Nos miramos a los ojos, perdemos los rasgos que nos distinguen y conservamos un envoltorio parecido a cualquier otro. Percibimos solo las sombras, lejos de un interior inescrutable, abocado al olvido en un mundo superficial y vacío. Al otro lado de la red, nuestro adversario muestra la mejor imagen que ha podido crear, listo para empezar el juego de máscaras. En el tenis, como en la vida, cuando las fuerzas de dos jugadores son similares, gana quien confía más en sí mismo, proyecta una imagen más sólida y gestiona mejor los momentos de tensión que amenazan el camino a la victoria.

Todo está en la mente. El futuro ganador se concentra mientras alarga el tiempo que precede al saque. Visualiza su estrategia para intentar imponer un ritmo que le favorezca. Él sabe que la realidad es un complejo baile de espejos. Cuanto vemos es una combinación de reflejos cruzados, de lo que aparentan los demás y lo que nosotros mostramos. Toda generalización se convierte en el mejor ejemplo de este cruel mecanismo. Si hacemos uso de estereotipos, no solo faltamos a la verdad, sino que cerramos la puerta a cuanto sale de lo comúnmente establecido y solo vemos lo que otros quieren que veamos. Entramos en el previsible mundo de las apariencias, donde nada es interesante y no hay espacio para la duda o la sorpresa. Lo que realmente importa sucede en la frontera, esa tierra de nadie donde todo es posible.

Me gusta el tenis porque las líneas que delimitan la pista tienen un importante rol. Son claras, pero también gruesas y dan forma a un lugar tan peligroso como atractivo. Los mejores golpes son aquellos que llegan hasta allí y no pueden ser devueltos. Son momentos que materializan la belleza de lo incontestable. A veces la pelota juega con el peligro y roza ligeramente la línea, con tono de burla: sabe que a pesar de haber caído fuera, tiene la misma validez que cualquiera de las conservadoras compañeras que caen dentro de los límites establecidos. Los mejores jugadores entrenan ese culto a la línea y saben que les puede sacar de más de un apuro, cuando la máscara definida por su táctica no basta para marcar la diferencia.

Si observamos el mundo con los ojos de un tenista, vemos que los estereotipos equivalen a esa imagen que el jugador ofrece sobre la pista, resultado de su estrategia o de los errores que no ha podido evitar cometer. En la mayoría de los casos, los tópicos no son justos con la realidad y se utilizan como un arma arrojadiza que pretende abatir un objetivo concreto. Los clichés habituales suelen asociarse a naciones enteras, pero los hay para cada región, provincia, ciudad o pueblo. También están los más inmediatos, que utilizan el color de la piel, el sexo o cualquier otro rasgo físico para encasillar a todo hijo de vecino. Aunque intentamos ignorarlos o pensar que ya han sido superados, solo basta con cambiar de ciudad o de país para comprobar que siguen tan vigentes como el primer día. Tal vez porque la realidad absoluta no existe y depende de nuestra forma de ver las cosas, como individuo y como grupo. Vivir en Francia me ha permitido ver que las rancias ideas preconcebidas siguen bien arraigadas en el subconsciente colectivo y no juegan a favor del extranjero. Tampoco hay que ir muy lejos para constatarlo, pues en nuestro propio país se ha instalado una curiosa imagen de mi región natal, Murcia, convertida en blanco fácil para todo tipo de chistes desde hace unos años. La forma de hablar y las peculiaridades de mis paisanos han creado un nuevo lugar común y han sido motivo de innumerables mofas. 

Si participara en este juego de imágenes colectivas, aportaría mi personal visión del mes de junio, del que rescato la llegada del asfixiante calor veraniego, el tenis, Roland Garros, y las grandes victorias de Nadal. Incluso ese torneo sufre las consecuencias de las ideas generalizadas, que influyen en los locutores deportivos que dicen "Roland Garró" pensando que así pronuncian los franceses, olvidando que la regla de la "s" muda no se aplica en este caso y obviando la "a" nasal, tan difícil de articular para un español. La célebre competición es ampliamente seguida en Francia y la televisión pública le da una gran cobertura. Enciendo el televisor y veo cómo un jugador, gracias a un saque directo, acaba de ganar un partido en la arcilla de París. La pelota golpeó la línea y no dejó opción a su adversario, rendido ante la pureza de un gesto auténtico. Más allá de imágenes deformadas o ambigüas, la verdad se abre paso para acallar a quienes la atacan. 

domingo, 27 de mayo de 2018

Confiando en el cambio

El optimismo, más que una actitud, significa percibir una esquiva confianza en el futuro y reconocer la esperanza que siempre nos acompaña, aunque a veces esté tan enterrada que cueste demasiado esfuerzo sacarla a la luz. Cuando somos capaces de traspasar una frontera para vivir en el extranjero y salir airosos del reto, sentimos que todo es posible, que una poderosa energía viene en nuestra ayuda cuando la llamamos de forma sincera y que pocas cosas se nos pueden resistir si nuestra voluntad es lo suficientemente firme. 

Esos momentos de lucidez y lucha son los que justifican una vida y nos convencen de que otro mundo es posible. Incluso si los medios solo difunden desoladoras noticias que nos muestran cómo, poco a poco, todo se va yendo a pique (los valores más importantes, el sentido común, el respeto...) frente al auge del materialismo (el consumismo, la corrupción, las distracciones adoctrinadoras...). Pero en lugar de pensar que lo esencial se está perdiendo para siempre, prefiero imaginar que lo sepultamos bajo una tierra que un día será removida. No por nosotros, que no tenemos el tiempo necesario para desmontar un sistema que se afianza de forma irremediable, sino por nuestros hijos, si confiamos lo suficiente en ellos y, sobre todo, les damos las herramientas que necesitan. Ya lo he dicho en alguna otra ocasión: la educación es la única arma que nos puede salvar. Por eso, además de tratar a mi hijo como el padre que quiere lo mejor para él, lo hago como el ciudadano que sueña con un mundo nuevo. El año que viene irá al colegio por primera vez y discrepo de quienes piensan que esta temprana edad es menos importante en su formación. Al contrario, creo que cada paso ayuda a alcanzar toda meta y que hasta los seis años de edad vivimos en una mágica etapa en que la sociedad todavía no nos ha contaminado y todo es posible. 

Solemos tomar como referencia la reputada docencia escandinava, reconocida por su calidad, pero olvidamos que cada nación tiene iniciativas dignas de alabanza. Vivir entre tres países me permite comparar distintos sistemas educativos, que determinarán el tipo de sociedad que tendremos mañana. Del rumano, por ejemplo, me quedo con una curiosa estrategia de incentivos. Premian a los mejores de cada clase o curso. Si bien las recompensas son diversas, vale la pena mencionar que no son materiales. Se trata de experiencias que aportan al alumno un tipo de formación que no puede obtener en una anodina clase, como viajes de estudio, campamentos en plena naturaleza o estancias en el extranjero. 

Si nos fijamos en Francia, destaca su curioso ritmo escolar, que ofrece a los alumnos dos semanas de vacaciones por cada dos meses de clases. Además, parte la semana lectiva en dos, con un miércoles libre que permite a los chavales hacer otras actividades. Si bien podríamos pensar que, con tanto tiempo libre, los franceses no pasan mucho tiempo en el colegio, en realidad el horario lectivo de un curso se encuentra entre los más elevados de la Unión Europea. Una jornada de educación primaria dura seis horas en Francia, en lugar de las cinco a las que estamos acostumbrados en nuestro país. Pero tiempo y calidad no tienen por qué aumentar de forma proporcional, de modo que las más de 900 horas que los alumnos pasan frente a una pizarra durante un curso en Francia contrastan con las 700 que pasan en Finlandia.

De vuelta a España, donde la carga lectiva es similar a la francesa, comprobamos que motivar a los alumnos con recompensas se consideraría discriminatorio. Asistimos con tristeza a una degradación continua de la educación, que año tras año baja su nivel con el único objetivo de evitar el fracaso escolar. En lugar de exigir a los peores alumnos un mayor esfuerzo, se cambia todo el sistema para que aprueben sin problema. Una salida fácil que no deja de solucionar el gran problema de nuestro país, el segundo de Europa con una mayor tasa de abandono escolar, solo superado por Malta. Así que me pregunto qué harán en el futuro esos chavales que pasan de curso sin estudiar, insultando a sus profesores y abusando de la impunidad del ignorante. ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo? En vez de concebir un puente que nos permita superar las dificultades, construimos un pozo del que cada vez nos cuesta más salir. Solo espero que ese abismo no ahogue los gritos de quienes pedimos ayuda y sabemos que otro mundo es posible si luchamos lo suficiente por él.

domingo, 8 de abril de 2018

Carreras de obstáculos

Todos tenemos un punto de partida que nos es familiar, el origen de muchos sueños, que no esconde secretos para nosotros. Es el aeropuerto más cercano a nuestro domicilio, donde empezamos incontables viajes con paso firme. Sin embargo, cuando cogemos el avión de vuelta desde un lejano destino, el aeropuerto se convierte en un desconocido lugar en donde debemos desenvolvernos con rapidez si queremos llegar a buen puerto. La séptima edición de anécdotas viajeras de este blog va dedicada a esos momentos de desasosiego que ponen a prueba nuestra capacidad de reacción.

Cae la noche en Pekín. Nuestro vuelo sale de madrugada y no conseguimos averiguar a qué hora cierra el metro, que asegura la conexión con el aeropuerto. En una ciudad desconocida, el arte de estimar el tiempo que podemos perder en los medios de transporte se aproxima a un juego de azar. Y como en todo juego, conviene controlar al máximo cuanto depende de nosotros y gestionar con rapidez e inteligencia las variables que se nos presentan de improvisto. Cuando viajamos tan lejos, los vuelos son tan largos y sus precios tan elevados, que las nefastas consecuencias que conlleva su pérdida se multiplican. Así que preferimos no arriesgar y confiar en la recepcionista del hotel, que reservó un taxi. Era un buen coche, pero no tenía el pequeño letrero con las clásicas luces, ni el taxímetro en el salpicadero. Antes de subir ya conocíamos el precio de la carrera (bastante elevado respecto al nivel de vida local) y yo empezaba a olerme algo raro, aunque la recepcionista nos dijo que era un hombre de confianza y solía dar aquel servicio a los huéspedes del hotel. Mis sospechas se confirmaron cuando llegamos al aeropuerto o, mejor dicho, cuando estuvimos en los alrededores. El conductor, que no hablaba inglés, nos explicó como pudo que no llegaría hasta la puerta, pero que nos dejaría cerca. Paró en medio de la oscura carretera que llevaba al aeropuerto, nos señaló las luces que marcaban la entrada y desapareció. Si te he visto, no me acuerdo. Como suponía, se trataba de un taxista ilegal que no quería ser inculpado por los profesionales del oficio, que esperaban, pacientes, la llegada de nuevos viajeros. Seguramente habíamos pagado el doble que una carrera habitual, gracias al negocio que hotel y conductor llevaban entre manos. Poco importaba ya, pues de nada servía el arrepentimiento.

No tardamos en llegar al desierto vestíbulo. Nunca habíamos visto un aeropuerto tan vacío, así que nos temimos lo peor. Analizamos, ávidos, las pantallas, para comprobar que el último vuelo había salido a las doce de las noche. Salvo las luces que iluminaban todo, no encontramos signo de vida alguno a nuestro alrededor. Los huérfanos mostradores de facturación nos hacían imaginar que éramos los únicos supervivientes de una catástrofe nuclear o nos encontrábamos en un sueño. ¿Nos habíamos equivocado de día? ¿Habíamos confundido la madrugada con la tarde y nuestro avión ya había salido? Uno de los taxistas que se encontraba en la puerta adivinó nuestra angustia y se nos acercó. Tras una extraña conversación (quien haya estado en el país del sol naciente sabe que el inglés no está muy extendido), comprendimos que estábamos en la terminal de vuelos nacionales. El hombre aprovechó para decirnos que nuestro verdadero destino (las salidas internacionales) estaba muy lejos, que tardaríamos unos tres cuartos de hora en llegar a pie y que perderíamos nuestro vuelo. A aquellas horas los autobuses que conectaban las terminales ya no pasaban y no teníamos otra opción que subirnos a su taxi. Si una cosa habíamos aprendido en el bien llamado gigante asiático, es que todo es desmesuradamente grande: las calles, las plazas, los edificios..., así que no nos sorprendía que el aeropuerto de la capital tuviera unas dimensiones descomunales. Después recordamos el timo del taxi que nos llevó hasta allí, sin ni siquiera especificar que había varias terminales ni preguntar adónde íbamos, y no quisimos repetir experiencia. Lo último que necesitábamos era que alguien más se aprovechara de nuestra mala fortuna. Todavía teníamos cierto margen hasta la hora del despegue y decidimos andar. No tardamos en ver los habituales carteles que indican el tiempo restante a pie: quince minutos para llegar a nuestra terminal.


La situación volvía a estar bajo control, respiramos aliviados y redujimos el alocado ritmo de los últimos minutos. Recordamos que a veces conviene llegar con bastante antelación al aeropuerto, aunque solo sea para dejar un hueco a las carreras de obstáculos de última hora y tener algo más que contar al volver a casa.     

domingo, 1 de abril de 2018

Un extraño reflejo

Si fueran humanos no serían amables, pero tampoco antipáticos. Serían fríos y altaneros, pues su aséptica condición es tajante y no admite dudas. Son los números que nos rodean y engrosan las estadísticas encargadas de analizar el mundo. Las cifras no me dicen nada, sobre todo cuando superan las cantidades con que solemos estar familiarizados, y prefiero utilizar sentimientos y experiencias propias para describir la realidad de la emigración. Aun así, hoy hago una excepción al recurrir a verdades objetivas, a datos contundentes que diseccionan mi entorno con la precisión de un cirujano.

Para entrar en este imparcial terreno utilizaré el término "migrante" a secas, sin prefijo. Poco importa que la palabra empiece por "e" o por "in", pues en el fondo alude al mismo colectivo de personas que cambian de país en busca de una vida mejor. Según un informe de Eurostat (oficina europea de estadística), la migración internacional está "influenciada por una combinación de factores económicos, medioambientales políticos y sociales: ya sea en el país de origen (factores impulsores) o en el país de destino (factores motivadores)". En las pirámides de población que facilita este organismo europeo, podemos observar que el grupo de migrantes con edades entre los 20 y los 30 años destaca sobre el resto, con un curioso pico en el número 25. Precisamente yo tenía esa edad cuando dejé mi país. Algo pasa en ese especial momento de nuestras vidas en que cada decisión es crucial para el resto de nuestra existencia. Antes de traspasar el umbral de la madurez, se nos concede una última licencia: arriesgar antes de que sea demasiado tarde y la sociedad nos aplaste con su alienante maquinaria. Muchos se sirven de esa carta blanca para partir, aunque solo sea durante unos meses o años, y volver a tiempo para recuperar el cauce de sus vidas.

Si seguimos leyendo el informe, que analiza los datos de 2015, veremos que en ese año hubo 4,7 millones de migrantes en Europa, de los cuales 1,4 millones se movieron entre países de la Unión y 860.000 lo hicieron para regresar a su lugar de origen (grupo que incluye tanto a los migrantes retornados, como a su descendencia, nacida en el extranjero). Si queremos usar prefijos y hacer distinciones, comprobaremos que Alemania encabeza la lista de los países con más inmigrantes, seguida por Reino Unido, Francia, España e Italia. Sin embargo, parece que la prosperidad de la nación germana, que atrae a tanta gente, no es motivo suficiente para mantener a su población entre sus fronteras, pues también lidera el ranking de las que tienen más emigrantes. En este caso España pasa a un segundo puesto, seguida por Reino Unido, Francia y Polonia, y entra, además, en el grupo de 17 estados con un número de emigrantes superior al de inmigrantes.

Vale la pena destacar el poco conocido fenómeno de los "inmigrantes nacionales", es decir, quienes vuelven a su país de origen. El mismo informe hace otra clasificación de países, teniendo en cuenta la proporción relativa de este colectivo dentro del número total de inmigrantes. El nuevo podio lo componen Lituania, Rumanía y Polonia, con tasas del 74, 66 y 50% respectivamente. Al final de la tabla, con menos del 10%, figuran Italia, España, Luxemburgo, Austria y Alemania. Para ilustrar mejor esta cifra me he dirigido al INE, el Instituto Nacional de Estadística, donde este tipo de migrante se denomina RER: Residente en el Extranjero Retornado (tal vez con este largo nombre pretendan evitar el carácter peyorativo con que se suele utilizar la palabra inmigrante). Los datos recogidos son las bajas consulares de españoles residentes en el extranjero y muestran que en 2016 regresaron 56.144 personas, el doble que hace tres años. A pesar de esta positiva tendencia, nuestro saldo migratorio sigue siendo negativo: vuelven muchos menos de los que se van.


Pero estos datos son solo abstracciones de una realidad que se aventura demasiado compleja como para reducirla a tablas y gráficos. Las matrículas consulares hacen referencia a los emigrantes registrados en un consulado y, por experiencia propia, puedo afirmar que se trata de una minoría. Yo lo hice cuando llevaba 3 años viviendo en Francia, solo porque lo necesitaba para casarme. Por eso conviene dar a las estadísticas una importancia relativa. Como cuando nos ponemos frente a un espejo que deforma nuestra imagen. Al volver a vernos con nuestros propios ojos, pensamos que nunca es tarde para cambiar y evitar convertirnos en aquel extraño reflejo.  

domingo, 25 de marzo de 2018

La revolución silenciosa

La explosiva mezcla está lista para estallar. Ha sido preparada de forma metódica durante años, añadiendo moderadas dosis para no hacer peligrar la estabilidad del conjunto. Aunque la máquina se forzó durante demasiado tiempo, los buenos resultados obtenidos fueron el mejor argumento para seguir echando leña al fuego. Algunos pensaron que cuanta más pólvora se añadiera, más fuerte sería la explosión final, pero otros se dieron cuenta de que, sin mecha, es imposible que alguien prenda fuego a distancia. Y los que están suficientemente cerca como para detonar la bomba, evitan cualquier movimiento brusco que les pueda poner en peligro. Si la triste situación política de nuestra corrupta España no cambiará nunca, es porque nadie está dispuesto a provocar la chispa que haga explotar todo.

Siempre me he preguntado por qué en España todavía no ha estallado una revolución. Los escándalos se han multiplicado desde que unas penosas decisiones políticas provocaran el difícil contexto económico que acabó empujándome fuera de mi país. Innumerables recortes, vergonzosos casos de corrupción, un rescate económico, un año sin gobierno, una declaración unilateral de independencia... La lista es larga y detallarla es un necesario ejercicio de humildad que nuestros políticos deberían hacer, sin excepción. De forma tardía surgió la indignación: el movimiento del 15-M, un atisbo de ganas de cambiar las cosas. El resto del mundo siguió de cerca, expectante, esa "spanish revolution", pero acabó dándole la espalda por simple aburrimiento, ante el inmovilismo de los supuestos revolucionarios. Y yo me pregunto qué ha pasado, porque las razones que provocaron aquel sentimiento de malestar siguen vigentes, incluso si los medios pretenden silenciar cuanto sucede en la calle, en los hogares de la gente humilde que está lejos de salir de la crisis. Nos dicen que lo peor ha pasado y hablan de recuperación y crecimiento económico. Como si, de un día para otro, nos hubiéramos despertado en un lugar ideal en donde nunca hubo corrupción, todos tienen trabajo y viven en la abundancia. He podido comprobar ese contraste en "comando actualidad", el programa de reportajes, cámara en mano, de Televisión Española. Si durante la crisis pusieron frente al objetivo a familias que tenían a todos sus miembros en el paro y vivían gracias a la pensión de los abuelos, hace un par de semanas se dedicaron a mostrar los pisos con los alquileres más elevados. Unos años atrás comprar una vivienda se convirtió en un sueño inalcanzable, pero hoy parece que alquilar sea una solución demasiado cara. O bien me he perdido algo, o bien hay una clara voluntad de pasar página, como si al ignorar los problemas los hiciéramos desaparecer. Nos sobran los motivos para seguir indignándonos, reclamar un cambio y construir un mundo mejor.

Sin embargo, para que esta nueva revolución sea efectiva, es necesario que se imponga de forma natural, sin forzar las cosas. El cambio deseado será tan necesario y evidente, que se llevará a cabo sin hallar resistencia, gracias al sentido común. Tan incuestionable, que incluso quienes hoy se oponen no tendrán más remedio que dejar sus intereses a un lado y rendirse por el bien de todos. Porque si caemos en el error de imponer las ideas por la fuerza, la nueva situación nunca será legitimada. Algo así se está viviendo en Cataluña, donde muchos piensan que el fin justifica los medios. No todo vale con tal de alcanzar un mundo ideal, que allí llaman república independiente. Podía haber sido un sueño generalizado o el motivo para negociar con el gobierno central un verdadero cambio, pero el hecho de forzar las cosas e imponer ideas lo ha convertido en una causa perdida. Hay ciertas normas que nos ayudan a convivir, que nos ha costado demasiado tiempo y esfuerzo lograr y que se no se pueden obviar, por muy noble que sea el objetivo final.


Sigo pensando que necesitamos una revolución, cambiar muchas cosas antes de que todo salte por los aires, pero ésta debe hacerse paso en silencio, poco a poco, convenciendo a los más reacios. Sin violencia, sin imposiciones, sin repetir los errores del pasado. No lo conseguirá ella sola, pues cada uno de nosotros debe contribuir a su avance, algo difícil en este país conformista que siempre espera que los demás muevan ficha antes, en donde se prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer. Solo espero que cuando la mayoría se dé cuenta de la necesidad de cambiar, no sea demasiado tarde para reaccionar.   

domingo, 18 de marzo de 2018

Un juego de intuición

Si nos alejamos lo suficiente como para ver el conjunto, distinguimos algo que une las desordenadas y distintas piezas. Aunque no sabemos qué es, nuestra intuición ve cierta armonía en el caos: una identidad que trasciende, va más allá de cada individuo y se abre paso de forma inevitable. Una vez confirmada su existencia, miramos hacia nuestro interior para ver si nos identificamos con ella, con el miedo de descubrir que no todo lo que nos define depende de nosotros.

Observo de nuevo los rostros que se agolpan en el vagón de metro, tantos que no sé por dónde empezar. Me concentro en los más cercanos y analizo sus rasgos. Color de piel, ojos, pelo. Mi mente se afana en compararlos con los ya archivados en una personal base de datos. Luego vienen los gestos, los ademanes, encargados de desvelar aspectos escondidos de la personalidad, pero me detengo antes de ir más lejos. Como suelo hacer a menudo, intento adivinar la nacionalidad de cada cara. Además de confiar en mi manera de asociar rasgos físicos, lo hago en mi intuición, que me dice si he dado con la excepción que confirma la regla. Después busco una confirmación, el mínimo indicio capaz de delatar el origen de la persona en cuestión. Unas veces es fácil, pues suena su teléfono y al responder escucho su lengua materna, o se encuentra conversando con un grupo. Otras veces las pistas son más sutiles y recurro al idioma del libro que está leyendo o de la pantalla de su móvil. Y en la mayoría de los casos el silencio se prolonga hasta que las puertas del vagón se abren en la siguiente parada y la persona se funde en la muchedumbre, dejándome con las manos vacías. Suelo acertar a menudo, sobre todo cuando se trata de algún paisano. Aunque franceses y españoles somos muy parecidos, más allá de todo tópico sobre nuestra talla y color de piel o pelo (no somos ni más bajos, ni más morenos), hay algo que me permite hallar a los míos con facilidad. Tienen un "aire", como se suele decir, algo difícil de describir, que la intuición encuentra a primera vista. Es la extraña sensación de poder confiar en una persona sin haber hablado nunca con ella.

Después está el inevitable baile de la lengua. Las palabras españolas saltan sobre las francesas en el saturado metro. En este caso no hago ningún esfuerzo y es mi oído el que me pone alerta, siguiendo un acto reflejo, y distingue esa familiar melodía, por muy lejos que se encuentre. Me concentro un poco más para aislar fragmentos de frases y localizar su origen. Giro la cabeza y ahí está: un pequeño grupo, de tres o cuatro personas, que intercambia opiniones. Sigo la conversación, indiscreto, para ver si se trata de temporales turistas, de jóvenes estudiantes o de tenaces trabajadores que, al igual que yo, intentan hacerse un hueco en otro país. Entonces llega el juego de los matices, cuando intento asignar un área geográfica a los acentos que creo escuchar. Viajo a América para distinguir mexicanos de venezolanos o argentinos. Y vuelvo a España para separar andaluces de madrileños o murcianos, porque los gallegos, vascos o catalanes se desmarcan con sus propias lenguas o su particular forma de pronunciar el castellano. A veces veo cómo utilizan la ventaja de quien habla una lengua que la mayoría desconoce y critican, por ejemplo, a quien tienen al lado por haberles empujado sin disculparse, como si fueran invisibles y pudieran insultarle sin que se diera por aludido. Hay que reconocer que lo exótico genera siempre cierta curiosidad. Yo mismo lo he vivido en más de una ocasión: cuando contesto una llamada que procede de mi país o hablo con algún amigo español y veo cómo los rostros se giran a mi alrededor, acusadores, buscando al intruso que se delata utilizando una extraña jerga. Suelen ser gestos contrariados y ceños fruncidos. Caras de pocos amigos que, a veces, parecen esforzarse por entender lo que escuchan. Y acaban esbozando una sonrisa cuando comprenden que el grupo de ruidosos españoles está poniendo a parir al tipo que ha entrado en el vagón como un elefante en una cacharrería.


Fuera del metro, lejos de la condensación humana, es difícil distinguir caras o voces familiares. Por eso me gusta frecuentar los lugares más turísticos de la ciudad, donde las nacionalidades se multiplican y puedo retarme a mí mismo en este juego donde no siempre gano. Algunos casos son difíciles de resolver y, por mucho tiempo que miro un rostro, mi intuición no logra establecer ningún nexo. Entonces me alegro por haber perdido. Porque cada derrota me demuestra que los estereotipos no son universales, que si generalizamos siempre nos equivocamos y que la riqueza se esconde en lo distinto, en las piezas, únicas e irrepetibles, que no encajan en el rompecabezas.

domingo, 11 de marzo de 2018

El poder de la voz

Hay cosas que no se pueden ver, ni tocar: solo se sienten. Aún así intentamos objetivarlas, desmontarlas para subirlas a internet y compartirlas con tanta gente como sea posible. Todo ello permite que no se olviden: que alguien, en cualquier momento y lugar, componga esos pedazos y dé una nueva vida al conjunto. El problema llega cuando no obtenemos lo que esperábamos y nos preguntamos, incrédulos, qué ha fallado. Cuando pensábamos que el método era infalible.

Todos hemos experimentado esa sensación alguna vez. Seguimos al pie de la letra los pasos y utilizamos las cantidades exactas de la receta, pero, a pesar de todo, el resultado deja mucho que desear. No es el sabor que buscábamos, ése que nos recuerda a nuestra infancia o que los medios venden como el más exquisito e innovador. En el fondo necesitamos una sensación que nos sacuda por dentro, cual descarga eléctrica, y nos recuerde que estamos vivos. Tal vez por eso nos atraen tanto las emisiones culinarias y está de moda ver a gente comiendo, ya sea en la tele o en youtube. Quién nos iba a decir que salivaríamos al ver a un tipo llenar su boca en directo. El primer plano se cierra frente a su cara, mientras intenta masticar sin que salga un hilo de salsa entre los labios y compone un gesto patético. Se hace el silencio y la espera se prolonga demasiado. El espectador aguarda el veredicto, así como quien ha preparado el plato, que sonríe mientras el tipo se esfuerza en tragar cuanto antes y mostrar de la forma más evidente posible el placer que invade su cuerpo. Buenísimo. Acaba afirmando, como si pudiera decir otra cosa. La cámara se aleja para mostrar en un mismo plano al periodista extasiado y al cocinero satisfecho. Y frente a la pantalla, el espectador se pregunta qué sentido tiene este falso teatro o qué habría sucedido si el comensal hubiera dicho que tampoco era para tanto o que las lentejas de su madre le gustan más...

Hace más de una década, antes de que esta búsqueda del éxtasis carnal invadiera los medios, empecé mi personal intento por retener las sensaciones que me eran familiares y quería que me acompañaran siempre. Por aquella época, los estudios me llevaron a compartir piso y a hacer mis primeros pinitos en la cocina. Empecé aprendiendo recetas clásicas y sencillas, que metí en mi maleta cuando, unos años más tarde, aterricé en Francia, donde mi tortilla de patatas cosechó cierta fama. Lo aposté todo a una carta ganadora, pues los extranjeros en general, y los franceses en particular, tienen debilidad por nuestro plato más internacional. Sin embargo, otras recetas se me resistieron y pasaron sin pena ni gloria por mi cocina. A pesar de haberlas anotado con rigor, siguiendo los pasos dictados por mi madre o mis amigos. Mi objetivo siempre ha sido volver con cada bocado a mi país de origen, diluir la distancia o, al menos, hacerla más llevadera. Cerrar los ojos y dejarme llevar. Pero en algunos de esos viajes me he quedado a mitad de camino. Es lo que me sucede con uno de mis platos favoritos, pues, aunque consigo hacer algo comestible, es incomparable con el sabor que ha marcado mi infancia y sigue vivo en mi memoria: el del arroz de mi madre. El resultado cambia si cocino con una vitrocerámica o con un fuego a gas, claro está, y si el tipo de paellera también influye, hay un factor que pesa más que ninguno. Mi madre, como tantas otras, mide las cantidades a ojo y utiliza los ingredientes siguiendo su intuición, respetando proporciones que sólo ella conoce y que proceden de una tradición oral.


Hay cosas que no se pueden reproducir de forma literal, por mucho que nos esforcemos. Cuando le pedí a mi madre que me enseñara sus recetas, no solo lo hice para poder desenvolverme fuera de casa o viajar a mi país cada vez que preparo un arroz, sino para perpetuar un centenario saber. Para no perder un patrimonio inmaterial que no entiende de fronteras y nos acompaña a donde vamos. Para recuperar los sabores que conforman nuestra cultura, que se perderá si no la cuidamos, cuando la gente se canse de ella y no quede nadie para transmitirla y desafiar al paso del tiempo. Para captar el alma de las cosas, ésa que no queda plasmada en los libros o en las páginas web. Porque la eficacia de la comunicación escrita o audiovisual nos decepciona a veces. Sobre todo cuando es incapaz de reflejar de forma fiel el saber popular, el que nos muestra quiénes fuimos y, tal vez, seguimos siendo. Solo la calidez de la voz y el dictamen de la experiencia permiten conservar los decisivos matices que nos definen y que pueden desaparecer con facilidad. Porque cuando la voz se apaga, solo queda el silencio o el eco de una canción cuya letra olvidamos con el tiempo. 

domingo, 4 de marzo de 2018

Siempre lejos

El tiempo se ha parado en un lejano e ilusorio lugar. Antes fue algo real: el mundo donde vivimos un día, durante una larga temporada. Nuestro país de origen, ése que acabamos dejando atrás y llevamos a cuestas desde que pusimos un pie fuera. Intentamos engañarnos, pensar que las agujas seguían girando y podíamos saber la hora si mirábamos el reloj. Pero todo quedó congelado y, cuando nos damos la vuelta para tocar una de las inamovibles figuras creadas por el frío, el hielo se agrieta y rompe en nuestras manos.

Cuando vivimos en un país extranjero y nos preguntan por nuestra tierra de origen, la evocamos tal y como era en el momento en que la dejamos. Obviamos que la ciudad y la nación de donde venimos forman parte de un mundo en constante evolución. Aunque nos cueste reconocerlo, o no lo consideremos como una posibilidad, el lugar que abandonamos ya no existe. Cuando pensamos en él, vemos una imagen idealizada. Es una realidad paralela en que creemos ciegamente y hasta soñamos que un día volveremos. Todo emigrante vive en una permanente comparación entre el mundo que descubre en su país de acogida y la irreal imagen de su tierra natal. Y cuanto más tiempo pasa lejos, más se desequilibra la balanza.

Esta diferencia fue flagrante durante la dictadura franquista. Quienes partieron de España en los años sesenta encontraron un país radicalmente distinto cuando regresaron en los ochenta, como pudimos ver en la película "Un Franco, 14 pesetas". Salvando las distancias con la actualidad, la reciente crisis económica ha afectado de diferente manera a cada nación y ha abierto una gran herida que llevará mucho tiempo curar. Las nuevas tecnologías, su rápida evolución y democratización también han contribuido a cambiar nuestro país. La forma en que nos relacionamos ahora no es la misma que antes. Cuando me fui, hace más de ocho años, no existían ni whatsapp, ni twitter. Facebook, los smartphones o el comercio online estaban en pañales. Cada vez que vuelvo a mi ciudad de origen por vacaciones, veo ese cambio en el ambiente: en los locales que abren o cierran, en las agachadas cabezas pegadas a las pantallas de teléfonos móviles. Aparecen nuevas costumbres que me desorientan. Si me cuesta seguir el nuevo ritmo, es porque no esperaba encontrarlo y tengo que adaptarme a él.

De vuelta a Francia, por muy bien que me haya integrado, no podré evitar que los demás me vean como un inmigrante, alguien venido de fuera, que no tiene el mismo dominio de la lengua o la misma relación con las tradiciones locales. Como denunciaba una obra de la última Bienal de arte de Lyon, en que el artista componía grandes figuras a partir de sellos que estampaban la frase "forever immigrant". Si el mundo del que venimos ya no existe y en donde vivimos no tenemos suficientes lazos con que identificarnos, ¿adónde pertenecemos realmente? La pregunta que muchos emigrantes se hacen no tiene respuesta y la única forma de olvidarla es superar el sentimiento de pertenencia a un lugar determinado. Debemos desarraigarnos, asumir que pertenecemos al mundo, en general, y a cada sitio que visitamos, en particular. Solo el desapego nos puede liberar de las cadenas de los nacionalismos. Solo si nos reconocemos en el cambio, podemos superar la nostalgia.

Más difícil lo tienen las segundas generaciones de emigrantes: nuestros hijos. Han nacido en el país de acogida de sus padres, dominan su lengua y se identifican con sus costumbres, pero algo les distingue de los demás. Es su apellido, el idioma que hablan en su casa o el color de su piel. A pesar de que creemos vivir en una sociedad tolerante, estas diferencias todavía cuenta y tal vez tengamos que esperar a una tercera generación para asimilarlas con más naturalidad. Nosotros, sus padres, siempre podremos volver a nuestros lugares de origen, por mucho que hayan cambiado, pues nuestra memoria se reaviva en ellos. Sin embargo, esos sitios les serán ajenos a nuestros hijos, que no podrán establecer los mismos lazos que nosotros. Me pregunto si permaneceré siempre lejos, perdido en este limbo de quien no pertenece a ningún lugar, adonde he traído a mi hijo. En realidad no me preocupa. Lo más importante es ser consciente de este continuo cambio y saber adaptarse a la situación que nos toque vivir, sin intentar retener o prolongar lo que, tarde o temprano, acabará desapareciendo. 


domingo, 25 de febrero de 2018

Terceras partes

La realidad desmontó mis prejuicios cuando entré en la comisaría. Con cada paso que daba se esfumaba el halo de misterio que siempre ha envuelto el mundo de los casos por resolver. Aquel no era el mítico lugar que el cine y la literatura habían grabado en mi subconsciente, sino un anodino edificio de oficinas. La decepción calmó mi nerviosismo mientras seguía las instrucciones que me dieron en la entrada. Ascensor. Segundo piso. Pasillo de la izquierda. El despacho del agente que llevaba mi caso estaba vacío, así que me senté en una sala contigua. Eran las siete de la mañana y en la desierta planta no encontré a nadie a quien preguntar.

La anécdota sucedió hace tres años y vino a mi memoria la semana pasada, cuando relaté las segundas partes de algunas historias de este blog y muchas se quedaron en el tintero. Así, a pesar de que desvelé quién apuntó con un láser a una escuela judía en “unos centímetros a la izquierda” (19/2/2017), no conté las consecuencias de la inspección policial de mi domicilio descrita en “agitado, pero no revuelto” (12/2/2017). El agente responsable de la misma dijo que debía declarar para confirmar mi versión de los hechos, pero, al no tener nada concluyente que aportar, intenté escurrir el bulto. Sin embargo, la policía no pensaba lo mismo y no tardé en recibir la llamada que me convocó a un interrogatorio en comisaría.

Elegí aquella temprana hora para no dar explicaciones en el trabajo. No quería ensombrecer la buena relación que tenía con mi jefe, con quien trabajaba desde hacía apenas cuatro meses. El agente apareció con cara de sueño y una taza de café en la mano. Las preguntas que siguieron a una grave descripción de los hechos fueron tan previsibles como aburridas, espaciadas por silencios que permitían al hombre teclear mis respuestas. No solo estaban relacionadas con la noche del fatídico martes en que alguien apuntó con un láser al militar que hacía guardia frente a la escuela judía, sino que pretendían averiguar qué tipo de persona era yo. Además me sirvieron para comprobar cuán aburrida era mi vida, pues a la hora de los hechos me encontraba durmiendo desde hacía un buen rato. Acabé conversando con el agente, descubriendo que era de Dijon y que, curiosamente, ambos habíamos pasado allí el último fin de semana. Imprimió la declaración, la firmé y ya no volví a saber nada más del tema. Le pregunté si tenían otros sospechosos, pero no desveló nada y se limitó a decir que la investigación avanzaba a buen ritmo. La comisaría dejó de ser para mí el lugar donde se resuelven intrigantes casos y se convirtió en la aburrida oficina donde se registran declaraciones de quien no tiene nada interesante que decir.

Otra tercera parte que no quiero olvidar es la del artículo “encuentros rutinarios” (4/9/2016), en que describí a los personajes que me acompañaron cada día en mi antiguo barrio de Lyon. Uno de ellos no entró en la página, pero merece un pequeño y digno hueco. Dignidad es, precisamente, la mejor palabra con que puedo aludir a aquella mujer. Su arrugado y poco agraciado rostro delata una avanzada edad. Aunque su pequeño y esquelético cuerpo carga con más de ochenta años, luce los modelos más extravagantes. Colores estridentes, sombreros enormes, pañuelos estampados con todo tipo de motivos, pulseras y collares de grandes tamaños, combinaciones improbables... Las prendas son de calidad y nunca la vi repetir una, por lo que deduje que no le falta dinero ni espacio en su personal ropero. La curiosidad me hizo reparar en ella la primera vez. Cautivado por su original presencia, me fue fácil distinguirla de forma cotidiana y descubrir que en ella había algo más que una marcada personalidad. Muchas veces la vi esperando al tranvía o al autobús y llegué a pensar que aquella distracción le permitía exhibirse durante más tiempo. Como si ejecutara una memorizada coreografía, la vi coger un autobús para bajar en la siguiente parada y esperar al próximo que llegara. Después cruzaba la calle y hacía lo propio con el bus que iba en sentido contrario. Así pasaba sus días, siempre en el mismo barrio, siempre en las mismas calles, como si su brújula interior se hubiera desorientado y estuviera condenada a repetir los mismos movimientos para no perderse. 

En sus ojos encontré una mirada perdida en un lejano lugar, incapaz de reconocer su entorno inmediato. Aunque durante un tiempo pensé que estaba loca, acabé imaginando que estaba más despierta que quienes la miramos con escepticismo. Tal vez sus ojos vean un mundo al que los nuestros no llegan. Como tantos genios juzgados por la incomprensión, cuya visionaria actitud solo fue apreciada por las siguientes generaciones. Ahora que ya no vivo en el mismo barrio, me gustaría coger un autobús para volver a encontrarla en una parada, bajar y hacer más amena su espera. Para preguntarle qué ven sus ojos y averiguar por qué los míos no ven lo mismo.


domingo, 18 de febrero de 2018

Segundas partes

Cuando decimos que segundas partes nunca fueron buenas, nos referimos a la continuación de una obra que pensábamos acabada. La siguiente página era una hoja en blanco o el próximo fotograma empezaba una interminable lista de nombres. La llegada de una continuación nos alegraba o decepcionaba, dependiendo de la calidad de la misma. Las series, sin embargo, utilizan la prolongación para profundizar en los personajes y acercarse a nuestra forma de percibir la realidad. Porque la vida no se para tras un supuesto final y siempre sigue, inconmovible, a nuestro pesar o a nuestro favor. Por eso quiero mostrar hoy las segundas partes de historias que relaté un día en este blog y que siguieron vivas después de su publicación.

Si en “la biblioteca del emigrante” (5/11/2017) hablaba de la curiosa existencia de la “partagère” (también llamada “givebox”), una estantería que, en medio de una plaza, facilitaba el intercambio de cualquier objeto de segunda mano, hoy tengo que lamentar su desaparición. En la pasada nochevieja, un desaprensivo quemó parte de la misma. Tras el triste acontecimiento, los vecinos de mi barrio no tardaron en movilizarse para desmontarla, repararla y darle así una segunda vida. En la página de facebook “Givebox Saint Louis La Partagère” podemos seguir el estado de la restauración y contribuir a la causa aportando madera o pintura. Resulta emocionante ver cómo el espíritu de la partagère sigue presente a pesar de su ausencia. Los bancos cercanos se han convertido en el nuevo e improvisado soporte de la humana necesidad de compartir. Aunque apena ver los libros, la ropa o los objetos de turno expuestos a la lluvia de este húmedo invierno, en su favor diré que el cambio de dueño no dura mucho tiempo.

En mi antiguo barrio de Lyon, del que me mudé hace exactamente un año, no existía semejante iniciativa. A pesar de haber dedicado a aquel familiar rincón tres artículos, “encuentros rutinarios” (4/9/2016), “agitado, pero no revuelto” (12/2/2017) y “unos centímetros a la izquierda” (19/2/2017), muchas cosas se quedaron en el tintero. Como, por ejemplo, que el piso en donde viví durante dos años y medio fue alquilado antes por otra pareja multicultural, francés él y española ella. Les resultamos simpáticos y nos eligieron como sus sucesores entre todas las visitas que recibieron. Además, descubrí que ella era de Alicante y habíamos estudiado en la misma universidad, aunque en distintas épocas y facultades. Estaba embarazada, razón por la que dejaron el piso, y la siguiente vez que la vimos iba acompañada por su hijo. Fue cuando nos recomendó su pediatra, que antes le recomendaron otras amigas. Era alguien que trataba muy bien a los niños y se tomaba el tiempo necesario para aclarar cualquier duda y responder cada llamada de los desesperados padres. Con tales referencias, no dudamos en contactarle cuando nació nuestro hijo. Esta singular red de relaciones siguió tejiéndose cuando descubrí que mi socio llevaba a sus hijos al mismo pediatra, pero sobre todo cuando el propio médico nos confesó que su mujer era arquitecta y buscaba un estudio en donde hacer una temporada de prácticas para validar su título. Nosotros necesitábamos a alguien que nos echara una mano y no nos lo pensamos dos veces.       


Así fue como descubrimos que la pareja era de origen sirio (imposible reconocerlo en el perfecto francés que habla el marido) y acabé dedicando un artículo a la mujer, “que no nos lo cuenten otros” (9/7/2017), en que hablaba de la triste suerte del colectivo sirio. La casualidad, llamémosla así, quiso que otro becario sirio, que también mencioné en el artículo, llamara a nuestra puerta. Lo que no dije fue que, para nuestra sorpresa, apenas duró una jornada en el estudio. Nos preocupamos cuando no dio señales de vida al día siguiente: llamamos varias veces a un móvil, que parecía apagado, y acabamos recibiendo un mail en donde explicaba que no podía compatibilizar el ritmo del estudio con un trabajo de verano. Si bien hemos tenido becarios de todo tipo, ninguno es comparable al que hizo las prácticas más cortas de la historia y nos dejó un amargo sabor de boca, una mezcla de falta de seriedad y escasa motivación. Su compatriota, la mujer del pediatra, deploró la imagen que el joven dio de su país, que poco me importó, pues no soy de los que generalizan fácilmente. Ella nos dejó unos meses más tarde, al término de su contrato. Tal vez vuelva algún día, si el trabajo del estudio lo permite, para demostrar que las segundas partes, buenas o malas, son meras conexiones con el complejo y vasto mundo que nos rodea, tan inesperadas como inevitables.