domingo, 26 de junio de 2016

Abriendo el camino (III) : Una aventura personal

Aplastados por el peso de un trabajo demasiado presente en nuestras vidas, cegados por una profesión que utiliza la máscara de una pasión para invadir nuestro mundo personal, a veces olvidamos qué es lo más importante. Ignoramos los detalles capaces de justificar una existencia. Pasamos por alto las pistas que deberían guiar nuestro camino. A veces privilegiamos el éxito profesional y relegamos a un segundo plano lo más valioso que podemos encontrar: las personas que salen a nuestro paso y nos acompañan durante más o menos tiempo. Más allá de mi experiencia laboral en el extranjero, me quedo con una emocionante aventura personal que está lejos de acabar.

Cuando la beca "Eurodisea" me llevó a Dijon, lo hizo incluyendo el alojamiento, algo que facilita mucho la vida cuando no se conoce nada ni a nadie en el lugar al que se viaja. Tuve dos opciones: una residencia de estudiantes o una familia de acogida, aunque la elección no parecía ser una posibilidad. Yo prefería una residencia, pues buscaba libertad y empezar esta nueva etapa desde cero: quería demostrarme a mí mismo que podía desenvolverme solo. Durante mis estudios estuve en un colegio mayor y compartí piso, así que esta vez me apetecía cambiar. No quería depender de una familia desconocida ni plegarme a sus horarios y costumbres.

Como si el destino hubiera escuchado mis deseos y conspirado en mi contra, la beca me impuso una familia de acogida. Tras aceptar a regañadientes y conocer a mis anfitriones, comprendí cuán lejos mis prejuicios estaban de la realidad. Me encontré con una familia amable y simpática que me acogió calurosamente y me trató como a un hijo más. Con un carácter más que abierto, me facilitaron una inmersión total en la cultura francesa: no dudaron en corregir mi errores al hablar, en mostrarme sus lugares preferidos, en cocinar las especialidades locales y hacerme probar los vinos de los que más orgullosos estaban. Conviví con ellos durante casi ocho meses y continuamos manteniendo una buena relación cuando me fui a compartir piso con un amigo y cuando, un año después, me independicé finalmente y alquilé mi propio apartamento. Se convirtieron en mi familia francesa y siempre han estado ahí para todo lo que he necesitado.

La beca incluía igualmente un curso intensivo de francés durante un mes. Además de repasar las claves de la gramática, aprendimos todas aquellas palabras y expresiones que no figuran en ningún libro, pero que forman parte del argot la vida cotidiana. Y, por encima de todo, los becados formamos un grupo muy majo, que se convirtió en inseparable y al que nuestra profesora no dudó en unirse. Españoles, portugueses y rumanos, unidos por una misma situación, compartimos sentimientos similares, disfrutamos de una experiencia única e intensa, descubrimos juntos un nuevo país y nos abrimos paso en un complicado mundo laboral.

En lo que a trabajo se refiere, tuve la suerte de contar con simpáticos compañeros que se convirtieron en amigos y que continuaron guiándome en mi aventura francesa. Siempre me implico con intensidad en cada proyecto que realizo, empujándome a integrar en mi vida personal a quien encuentro por un motivo laboral. Como ejemplo, mientras trabajaba en el proyecto y dirección de obra de un crematorio, conocí a la familia de pompas fúnebres que ocuparía el edificio una vez acabado. A pesar del respeto inicial que me provocaba aquella profesión, descubrí a un equipo joven que me enseñó cuán humano y apasionante es su trabajo (sí, estoy hablando de una funeraria). Acabé haciéndome amigo del director del crematorio, que hasta fue testigo en mi propia boda.

Y así es como he ido aprovechando cualquier posibilidad que la vida me ha ofrecido para crecer personalmente y convertir cada encuentro en una buena historia que compartir. Me he dejado llevar, sin lógica aparente, por lo que de verdad importa. Si buscásemos la razón por la que dejamos al amor dirigir nuestras vidas, pronto nos rendiríamos. Guiado por el más irracional de los sentimientos, hace dos años dejé mi trabajo en Dijon para cambiar de ciudad, empezar un nuevo camino y llegar a otra fiesta empezada, de la mano de quien conoce al anfitrión. En Lyon encontré trabajo en otro estudio de arquitectura, demostrándome que siempre hay oportunidades para quien sabe buscarlas. Y aquí sigo, con la única seguridad de no saber a donde me lleva el camino.

Singapur, 02/05/2015

Cuando abrimos los ojos, parpadeamos y, perplejos, nos preguntamos si seguimos soñando, significa que hemos llegado en el momento justo, al lugar indicado.

domingo, 19 de junio de 2016

Abriendo el camino (II) : Decidiendo el recorrido

Hace tiempo que la fiesta ha empezado y ahí estamos nosotros. Hemos llegado atraídos por la música, la buena comida y el alegre gentío, con la única intención de pasar un buen rato. Nadie nos ha invitado, así que todos nos miran de un modo extraño. Nos analizan de arriba a abajo, se preguntan de dónde hemos salido y qué hemos hecho para llegar hasta allí. Algunos son amables, nos dan la mano y empiezan a hablar con nosotros, mientras otros observan sorprendidos cómo nos sirven una copa y vaciamos sus bandejas de aperitivos. Muchos vienen atraídos por la novedad que amenaza con cambiar sus aburridas vidas, aunque sólo sea para ver cómo aleteamos cual pez fuera del agua. Y ahí en medio estamos nosotros, emigrantes en un país desconocido, obligados a convencer a nuestros anfitriones de que vale la pena mirar a los ojos y confiar en lo inesperado.

Desembarcar en una nación ajena significa cuestionar muchas cosas que dábamos por sentadas y descubrir nuevos significados para viejas palabras. El fondo es el mismo que el del lugar que dejamos atrás, pero la forma cambia por completo. Así es como empieza el arduo trabajo de asociar lo nuevo a lo ya conocido para dibujar un plano que pueda orientarnos en el futuro. La clave está en la comprensión de las costumbres locales y en cómo las vamos haciendo nuestras, sin renunciar a las que traemos con nosotros. Se trata de mezclar en lugar de sustituir, de enriquecernos con lo que aprendemos, pero aprovechando nuestra experiencia para aportar un valor añadido que nos convierta en algo insustituible, un principio aplicable a cualquier aspecto de la vida.

Cuando hace seis años y medio llegué a Dijon, comprobé que las reglas del juego no eran las mismas y que tendría que analizarlas y saber utilizarlas si quería avanzar en el tablero. Para ejercer mi profesión debía seguir un camino distinto al que ya conocía y que nadie me enseñaría si no empezaba a recorrerlo solo. Descubrí extrañas leyes, como la que obliga a recurrir a un arquitecto sólo cuando la superficie de una casa es superior a ciento setenta metros cuadrados (el año pasado bajaron el límite a ciento cincuenta, como si fuera un gran avance). En España resulta inconcebible construir cualquier cosa sin un profesional formado para ello, pero tal vez nos alivie pensar que la mayoría de nuestros políticos se gana la vida haciendo algo de lo que no tiene la más remota idea. O tal vez no. El caso es que tras el romántico principio de que cualquiera pueda construir su propia casa (o llegar a presidente del gobierno), se esconde una desoladora realidad: urbanizaciones atestadas de viviendas iguales realizadas sin ningún criterio de calidad más allá de una evidente economía (aunque esto también suceda en nuestro país y con la firma de un arquitecto, además).

Para combatir esa decepcionante imagen, en Francia existen asociaciones públicas como los C.A.U.E. (Consejos de Arquitectura, Urbanismo y Entorno), que ofrecen consejos gratuitos a todas aquellas personas que quieren ahorrarse un arquitecto sin renunciar a un espacio diseñado según criterios lógicos. Ahí fue donde llegué a parar cuando aterricé en Dijon por primera vez. Con un equipo de arquitectos, urbanistas, paisajistas y documentalistas, se dedican a fomentar el interés por una arquitectura de calidad a través de la sensibilización. Intervenciones en colegios e institutos, proyecciones de documentales, exposiciones, publicaciones para valorizar la arquitectura local y consejos profesionales gratuitos completan un variado programa en el que me sentí muy a gusto. No pudieron contratarme, pero me ofrecieron prolongar mi beca dos meses.


Mi experiencia allí me abrió muchas puertas en Dijon, una ciudad relativamente pequeña, y me facilitó la búsqueda de un trabajo en un estudio de arquitectura, uno de esos sitios en donde se piensa el mundo en que viviremos mañana, el que más nos conviene o más nos merecemos. Empecé esa apasionante aventura en un simpático estudio que me acogió durante cinco años con los brazos abiertos. Tras dos contratos sucesivos de seis meses, acabaron proponiéndome uno indefinido, algo con lo que ni siquiera me permitía soñar en mi país de origen. Así fue como coloqué una a una las piedras que formaron mi camino y lo guiaron durante un tiempo. Habría sido demasiado fácil dejarse llevar por la rutina, por las tendencias que poco a poco acaban definiendo nuestro destino, pero un día decidí dejar esa existencia segura y bien encauzada por la incertidumbre de un futuro inesperado. ¿Por qué? Porque el trabajo no es lo único que cuenta en esta vida. [Continuará]

Chatellenot, Francia, 19/06/2010

Tenemos la obligación de pintar la vida del color que más nos guste y la capacidad de elegir, después, qué partes merecen cambiar de tonalidad.

domingo, 12 de junio de 2016

Abriendo el camino (I) : Punto de partida

Tras siete meses combatiendo la nostalgia a golpe de tecla con este blog, ha llegado el momento de explicar el porqué de esta aventura en el extranjero. La razón por la cual mi despertador suena cada día, a mil doscientos kilómetros de mi ciudad natal, es la misma que ha empujado a más de dos millones de españoles al exilio indefinido. Se trata del sueño de llevar una vida digna, de trabajar en lo que un día estudiamos, de tener un empleo en el que seamos respetados y de gozar de derechos sociales a los que nuestro país de origen renunció y que ahora parecen irrecuperables.

Conviene recordar el contexto que provocó nuestra partida, sobre todo cuando unas elecciones generales se acercan y muchos prometen lo que fueron incapaces de hacer en su día. Uno de los privilegios que concede el paso del tiempo es la posibilidad de mirar atrás y poner a cada uno en su sitio. Cuando la crisis se instalaba a sus anchas en España, nuestros siempre brillantes políticos decían que estábamos en la "champions league" de la economía. Meses más tarde empezaron a hablar de "desaceleración económica", pero ya era demasiado tarde para todo. Por aquel entonces nuestro país se hallaba en lo más profundo de un abismo escondido bajo toneladas de demagogia barata, la misma a la que nuestro actual gobierno acude para hablar de "recuperación económica". Más que osado, parece temerario referirse de ese modo a una alarmante cantidad de contratos basura, pues significa legitimar condiciones laborales inaceptables en otros países europeos.

Volviendo al pasado, en medio del enrarecido ambiente de una crisis en pañales obtuve mi sufrido título de arquitecto, que este mes cumple siete primaveras. A la euforia por haber culminado muchos años de intenso trabajo, se unió una amarga decepción: el diploma que acababa de conseguir no servía para mucho más que para enmarcarlo. Y como no soy de los que les gustan colgar papeles firmados en la pared, ni siquiera para eso podía utilizarlo. Todavía recuerdo la indignación que sentí tras haber pasado tanto tiempo estudiando una carrera que no me garantizaba nada. Así fue como pasé un verano agridulce, contento por disfrutar de un merecido descanso, pero preocupado por un futuro inexistente. Poco a poco empecé a asumir que la única opción razonable, si quería ser consecuente con mi vida y aprovechar mis años de estudio, era cambiar de país.

Aunque soy un viajero incansable, comprar un único billete de ida es algo muy serio que no se puede tomar a la ligera, ya que implica rechazar muchas cosas y aceptar otras tantas: un cambio absoluto no apto para cardíacos. Con poco dinero en el bolsillo, decidí presentarme a todas las becas habidas y por haber. Al final conseguí una bastante desconocida: se llama "eurodisea" y se basa en convenios con regiones de distintos países de Europa, que cambian dependiendo de la ciudad en que se resida. El programa está abierto a candidatos ya diplomados y suele incluir tres meses de prácticas remuneradas precedidos de un mes de curso intensivo del idioma en que se trabajará. Yo quería un destino donde hablar inglés y me propusieron Noruega y Suiza. El país del salmón me parecía un lugar estupendo para ir de vacaciones, pero no tanto como para pasar un invierno entero (la beca empezaba en noviembre), así que acabé eligiendo el estado alpino.


Desgraciadamente, unas complicaciones me cerraron esa puerta cuando empezaba a sentir en mi estómago el característico hormigueo que precede toda nueva etapa. Los responsables de la beca vieron en mi currículum que sabía francés y me hicieron otra proposición. En un mundo que gira en torno al inglés, conocer una lengua menos hablada abre muchas más puertas de las que se pueda imaginar. Como ejemplo, el destino francés de la beca llevaba mucho tiempo vacante y no encontraba ningún candidato. Fue cuando llegó a mis oídos el nombre de Borgoña y su capital, Dijon, que sólo conocía por su afamada mostaza. No pasaron muchos días antes de recibir una de esas llamadas capaces de cambiar una vida: una entrevista telefónica con el director del C.A.U.E. de Côte-d'Or. No se trataba de un estudio de arquitectura, pero se dedicaba a la sensibilización sobre esa disciplina. Aunque se alejaba de lo que estaba buscando, era mucho mejor que quedarme con los brazos cruzados o con un trabajo no remunerado. Durante unos días caí en el abismo que existe entre la imagen de lo que deseamos y la realidad, pero salí y acabé aceptando aquel viaje de cuatro meses que se convirtieron en seis años y medio. La aventura acababa de empezar. [Continuará]

Dijon, 20/11/2009

En medio de un mundo material estamos nosotros, preguntándonos cuál es nuestro sitio, si todavía existe, si nos queda algún derecho que reclamar o si ya lo hemos perdido todo.

domingo, 5 de junio de 2016

Orígenes

Tiene su pasaporte en las manos y lo mira con indiferencia. Pertenece a un país que nunca ha pisado, así que intento razonar y explicar para qué lo necesita. Reconozco que resulta demasiado difícil cuando uno no cree en el concepto de nación y sueña con un mundo libre, sin fronteras, sin los problemas que derivan de ellas, en donde a nadie le importe el origen de quien tiene a su lado. ¿Cómo le hablo entonces de nacionalismos y de guerras empezadas en nombre de una bandera? Si mi idea de pertenencia a un estado empezó a relativizarse desde mi llegada a Francia, se devaluó cuando me casé con una mujer rumana y acabó por desaparecer cuando tuve un hijo apátrida.

Nació en Francia y no fue fácil encontrar una respuesta cuando nos preguntamos qué nacionalidad tenía. Hijo de padres extranjeros, no podía reclamar la del país que le había visto nacer. Nos hubiera gustado que fuera español y rumano para no renunciar a ninguno de sus orígenes, pero España sólo contempla la doble nacionalidad con países iberoamericanos, Andorra, Portugal, Guinea Ecuatorial o Filipinas. Aunque al final decidimos que fuera español, oficialmente fue un apátrida durante los dos meses que pasaron antes de tener su primer pasaporte. A pesar de lo que diga un papel con su fotografía, su corazón es tan español como rumano o francés. En nuestra casa hablamos tres idiomas de una forma muy natural, a veces incluso en la misma frase, pues hay palabras que estamos habituados a usar en determinado contexto y lenguas que permiten expresar unos sentimientos mejor que otras. Las culturas de tres países se entrelazan rompiendo barreras, sin importar cuán altas sean. Estamos acostumbrados a mezclar en vez de separar, y no sólo no es difícil, sino que, además, nos hace felices.

En los medios españoles he oído últimamente palabras como "estado plurinacional" y me pregunto si mi casa es un "hogar plurinacional" o si estas distinciones son necesarias. Todos y cada uno de nosotros somos diferentes, dependiendo de cómo hayamos sido educados, de lo que hayamos leído y aprendido, de lo que hayamos visto y oído: de nuestra cultura, en definitiva. He viajado lo suficiente como para tener amigos en muchos países de Europa y en otros continentes y puedo decir que, en lo básico, en lo más importante, todos somos iguales. Y nuestras diferencias nos unen aún más, pues estimulan la curiosidad y nos empujan a visitar otros lugares y conocer otras costumbres.

Todo nacionalista o independentista se justifica con argumentos derivados de una cultura local (entorno, lengua, carácter...), que le es propia y le distingue del resto. Es un razonamiento indiscutible, pero hace aguas cuando se utiliza como arma arrojadiza para separar y romper una convivencia ya deteriorada de por sí. La existencia de rasgos distintivos se puede aplicar a todas las escalas: no sólo nuestras comunidades autónomas difieren unas de otras, sino que cada ciudad de una misma región conserva un particular carácter, cada barrio de una misma población se rige por hábitos distintos y los habitantes de cada calle se reconocen por los mismos lugares que frecuentan. Cambiando de escala, podemos pasar por encima de evidentes diferencias para encontrar rasgos comunes entre países de un mismo continente: el bien definido carácter europeo se distingue del asiático, del americano o del africano. Pero, ¿para qué diferenciar territorios cuando en el fondo somos todos iguales y compartimos el mismo patrimonio genético? Como creo que estamos muy lejos de llegar a convertir la anterior pregunta en una afirmación, sólo me queda soñar que algún día mi familia, dividida entre tres países, podrá compartir el mismo pasaporte europeo y olvidar que un tiempo atrás la gente se peleaba y moría simplemente por haber nacido en un sitio distinto.

¿Por qué dejamos que papeles sin sentido dirijan nuestras vidas y no permitimos que los sentimientos se ocupen de lo que de verdad importa? ¿Por qué no podemos pertenecer al lugar donde nos enamoramos por primera vez, donde descubrimos el significado de la felicidad o donde lloramos y encontramos un hombro en el que secar nuestras lágrimas? ¿Acaso no guardamos lazos invisibles con los sitios donde vivimos experiencias inolvidables? ¿Acaso no es suficiente un vínculo afectivo tan poderoso? Tal vez no lo sea porque esos sentimientos no se pueden demostrar. A veces olvidamos que las cosas más importantes de la vida no se pueden etiquetar y, menos aún, explicar. Sólo se sienten. Y todo el mundo tiene derecho a ellas.