domingo, 29 de noviembre de 2015

El último telediario

Proyectamos sobre el mundo lo que queremos ver, imaginamos que los demás nos tratan como nos gustaría ser tratados y creemos que la vida nos devuelve lo que nosotros le entregamos. Desgraciadamente la realidad difiere de nuestros sueños y tal vez sea mejor así. Nos enfrentamos cada día a una nueva batalla en la que pocas cosas salen como habíamos previsto. Dejando atrás la decepción inicial, no nos queda otra opción que luchar y demostrar a la vida que nuestra capacidad de adaptación es mucho más fuerte que todo obstáculo que el azar pueda poner en nuestro camino.

Los telediarios son una ventana abierta a un mundo cambiante, el baluarte donde observar la vida, las diarias decepciones y sorpresas que ésta nos prepara. En la era de internet la información es instantánea, pero también nos satura con ininterrumpidas alertas en el móvil o emails con resúmenes que casi nunca son leídos. Así que yo me quedo con los telediarios. Desde que vivo en Francia los sigo siempre que puedo, a las ocho de la tarde, pues el resto de Europa se mueve una o dos horas antes que nuestro país, aunque los relojes no lo reflejen. Bueno, más bien seguía las noticias francesas, pues tras demasiadas decepciones ya he visto mi último telediario.

Les enfants de la patrie tienen mucho que aprender de los noticiarios españoles y nunca oirán que destaquen por una información rigurosa y completa. Mención aparte merecen las emisiones especiales, que son bastante exhaustivas (sin ir más lejos la cobertura de los atentados de París fue excepcional, como no podía ser de otra manera). Por regla general los telediarios suelen dedicar unos escasos minutos a la actualidad del día para pasar a noticias que no tienen nada que ver con una información de actualidad. La crónica internacional brilla por su ausencia y sólo aparece brevemente cuando no se puede obviar, como la crisis de los refugiados o los problemas de Grecia. Así, tras los limitados primeros minutos de "interés general", veo sorprendido que aparecen crónicas de pueblos perdidos de la Francia profunda o reportajes que no tienen nada que ver con la esencia de un telediario y que ocupan la mayor parte de la emisión.

Como ejemplo, un día se dedicaron a hablar de personas que sólo compran productos "light". Llegaron a la conclusión de que se trata únicamente de una estrategia comercial (como ya sabíamos) y que ciertos productos son incluso peligrosos para la salud. Para justificarse, la "noticia" incluía un desfile de personajes inclasificables que habían convertido el consumo exclusivo de productos "light" en una dudosa forma de vida. Hay que reconocer que algunos reportajes son interesantes, pero quedarían mejor en cualquier programa de actualidad. Además, en los noticiarios franceses no hay espacio para la información deportiva. Rien de rien. Sin embargo, esta carencia me importa menos, pues está bien descansar de noticias españolas que van más allá de la enumeración de resultados deportivos para crear un periodismo que no queda muy lejos de la prensa del corazón.

Lo que para mí empezó como una simple decepción hacia los telediarios franceses acabó convirtiéndose en una gran indignación, pues en este país pagamos 150 euros anuales de "contribución al audiovisual público". Es decir, un impuesto obligatorio para todos los hogares que cuentan con una tele. En este contexto resulta inevitable preguntarse si se trata de un fenómeno de desinformación orquestado por el siempre chovinista gobierno francés, interesado en vender un mundo feliz sin excesivas preocupaciones. Para estar informado de lo que pasa en el extranjero, mis amigos franceses sólo han podido recomendarme una cadena de noticias 24 horas o abonarme a "le courrier international", una publicación muy interesante que traduce al francés una notable selección de artículos de prensa de cualquier país del mundo.

A pesar de todo, el otro día decidí darles otra oportunidad y cambiar de canal para ver si los periodistas franceses se habían puesto las pilas, pero me encontré con un reportaje sobre individuos que sólo compran productos de oferta en los supermercados (en cantidades industriales, además), presentando el tema como una nueva e importante patología a tratar. Así que mientras una mujer mostraba orgullosa su despensa con suficientes provisiones como para aguantar una guerra, yo me preguntaba lo que en esos momentos estaría pasando en Siria. Como decía, mi último telediario.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Marca España

Cerramos los ojos y las imágenes vienen a nuestra cabeza. De la misma manera que se forman los sueños, montamos fragmentos de realidad a partir de nuestra experiencia, de las películas que vemos, de los libros que leemos y de las historias que escuchamos en boca de amigos o conocidos. Es así como se forma la imagen de un país. No es objetiva, no es imparcial, pero tampoco es personal. Creemos que es nuestra, pero en realidad es una construcción colectiva que crean los otros, los que viven lejos del país retratado y que seguramente nunca lo hayan pisado. Es una representación que se forma a lo largo de los siglos, influenciada por los intereses económicos y políticos del momento, pero que sobrevive a todos ellos, que perdura en el tiempo y se instala de forma irremediable en el subconsciente colectivo.

Por esta razón resulta inútil cambiar esa imagen desde dentro del propio territorio. No podemos crear una marca España, pues ya existía antes de que llegáramos y seguirá estando allí cuando nos vayamos. Cuando estamos dentro de nuestras fronteras no pensamos en ella y eso nos puede llevar al error de querer cambiarla, pero cuando salimos nos enfrentamos a esa imagen y vemos que el esfuerzo personal no es suficiente para frenar una corriente que fluye con la fuerza que el tiempo le ha dado.

Desde mi salida de España me he dedicado a desmontar la falsa imagen que los franceses tienen de nuestro país. Me miraron con los ojos desorbitados cuando afirmé nunca haber ido a una corrida de toros (muchos se creen que vamos a los toros en lugar de ir al cine) y no saber tocar la guitarra. También les expliqué para su asombro que la verdadera paella no lleva chorizo, por citar algunos ejemplos representativos. Para que se hagan una idea de hasta dónde llegan los estereotipos, les contaré que una compañera de trabajo me llegó a definir como un "español alemán". Ya saben, los alemanes tienen fama de serios, organizados y trabajadores y los españoles de sociables, vagos y fiesteros. Al verme le costaba creer que un español pudiera trabajar tanto como cualquiera, pues se dice que como en nuestro país hace más calor, la gente prefiere beber gazpacho y dormir la siesta a ir al trabajo. Desgraciadamente el porcentaje de parados no ayuda a desmentirlo.

Sobre choques culturales podría escribir un libro, pues no sólo soy un español viviendo en Francia, sino que además mi mujer es de nacionalidad rumana. No lo nieguen, puedo ver la imagen formándose en sus cabezas, un reflejo muy deformado de la realidad. Incluso no les culparé si se preguntan por qué me casé con una rumana teniendo tantas francesas para elegir. La respuesta es bien sencilla: ¿y por qué no? Si algo he aprendido en mi estancia en el extranjero, es a no generalizar, a otorgar el beneficio de la duda a cualquiera, a dejar que construya su propia imagen a través de sus acciones, partiendo de cero, sin tener que romper las expectativas que una marca determinada le haya impuesto. Actualmente vivo entre tres países y para mí el concepto de patria es bastante abierto. La experiencia me ha enseñado que todos somos habitantes de una misma roca que gira irremediablemente alrededor del Sol, que las fronteras tienden a diluirse y que la idea de una marca España tiene tan poco sentido hoy en día como una marca Francia o una marca Cataluña. 

Así que ya saben, que no les engañen, que no les vendan Cervantes o Picasso cuando lo que quieren es Jordi Pujol, Rodrigo Rato o Iñaki Urdangarín (en Francia siguen muy de cerca su caso, afilando su conocida guillotina). Para qué conformarse con el jamón serrano de toda la vida cuando pueden disfrutar de un magnífico cinco jotas marca España. Tal vez ése sea nuestro mayor distintivo, ese carácter pillo o golfo que tarde o temprano sale a relucir. Para acabar, me gustaría hacer una humilde sugerencia al gobierno que saldrá de las próximas elecciones: dejen de malgastar el dinero público en crear una etiqueta que no sirve para nada e inviértanlo en acabar con los vergonzosos (por decirlo de un modo amable) datos del paro. Porque esa sí que es la verdadera marca España, la cifra que mejor nos define y que nos señala con el dedo no sólo en Europa, sino en el mundo entero. Bajar el paro no sólo nos llevaría a ganar el respeto de nuestros vecinos y lavar nuestra degradada imagen de una forma convincente y duradera, sino que además, y lo que es más importante, cambiaría las vidas de más de cuatro millones de personas.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Déjà vu

Todo se repite una y otra vez, sin que podamos evitarlo. Si algo nos ha enseñado la historia es que todo es cíclico. Todo ya ha pasado y, por desgracia o por fortuna (dependiendo de la situación a la que nos refiramos), todo volverá a suceder. El último y triste "déjà vu" lo vivimos anteayer, cuando 129 inocentes perdieron la vida en París en manos de viles terroristas. Otras imágenes de barbarie más familiares vinieron casi inmediatamente a mi cabeza para recordarme que crecemos y vivimos envueltos por el miedo a un nuevo atentado. Cuando era niño no entendía muy bien por qué lo hacían y hoy me sigo haciendo la misma pregunta.

Se trataba de ETA. Es un recuerdo más de mi infancia: vivir pensando que unos enmascarados podían poner una bomba en cualquier lugar. Con el tiempo descubrí la causa que había detrás, pero poco importa cuando son las armas las que están delante. Recuerdo cuando asesinaron a un policía en mi ciudad natal, Murcia. Era 1992 y tenía siete años cuando descubrí el verdadero significado de la palabra miedo. Ya no sucedía únicamente al otro lado de la televisión, sino que ocurría sobre la misma tierra que pisaba todos los días. Diez años más tarde, ETA colocó una bomba en una hamburguesería de Torrevieja, a tan sólo cincuenta metros del piso en el que pasaba el verano con mi familia. Nadie resultó herido, pero el miedo volvió a entrar en mi vida.

Hoy los rostros y las siglas han cambiado, pero detrás de ellos se esconde lo mismo: la imposición de ideologías por la fuerza y, ante todo, el desprecio hacia la vida humana. Da igual que hablemos de ETA, Al Qaeda o Estado Islámico. Todos nos emocionamos con el ultimátum a Miguel Ángel Blanco, a todos se nos encogió el corazón cuando vimos caer las Torres Gemelas, todos salimos a la calle a manifestarnos cuando el 11M, todos fuimos Charlie. Vivimos en una guerra constante, con atentados que suceden con más o menos frecuencia, más o menos cerca. Podemos rechazarla, gritar que no acabará con nuestras libertades, que nunca cambiará nuestra forma de vivir, pero la hoguera de la amenaza seguirá estando ahí, avivada por extremismos de uno y otro lado, retándonos a quemarnos de un momento a otro, consciente de la imposibilidad de extinguirla por completo.

Hace seis años que llegué a Francia, donde me sorprendió la generalmente pacífica convivencia con la población de origen árabe. No siempre fue así, y aún hoy en día el desprecio y la marginación siguen haciendo acto de presencia. Sin embargo fueron ellos mismos, mucho más numerosos de lo que en un principio pude imaginar (el 7% de la población), los que se ganaron el respeto de sus semejantes, lejos de las tensiones que todavía no hemos superado en España, donde a veces se nos olvida que ellos, durante siete siglos, también fueron españoles. En cambio ahora son mirados con recelo mientras esperan en una gasolinera a que cualquier agricultor les elija para hacer lo que nosotros no queremos. En Francia, en cambio, están bien integrados y ocupan cualquier tipo de trabajo, más o menos cualificado. Ellos también son franceses, han nacido en Marruecos, Argelia o Túnez o son hijos de los que se fueron. Los cruzo muy a menudo por la calle, en el metro o en el autobús, paseando con su familia, hablando entre ellos en árabe o en francés, cambiando de una lengua a otra con sorprendente facilidad. He trabajado con ellos y algunos son amigos.

Son ingenieros, jefes de obra, pintores o cualquier cosa que se propongan. Se llaman Nabil, Saadia, Oualid, Hamza, Samira o Nízar. Tienen la piel oscura y sus rasgos les delatan, pero poco importa, pues tienen una mirada lúcida, son alegres, familiares, simpáticos y generosos. Cuando comemos juntos es inútil servirles vino y suelen preguntar si la carne del menú es Halal. Les cuesta trabajar más durante el Ramadán, pero cuando acaba no dudan en celebrarlo como nadie, rodeados por toda su familia, como siempre lo han hecho. Siguen las tradiciones que han aprendido de sus padres y que ellos inculcan a sus hijos. Yo les respeto y admiro profundamente por ello, por defender sus orígenes sin querer imponer nada, respetando la cultura del país en el que viven y que les ha permitido prosperar. Sólo espero que mañana puedan ir a trabajar sin que la gente les mire con desconfianza, asignándoles etiquetas que ellos mismos son los primeros en aborrecer y condenar. Saldrán y se manifestarán con nosotros, codo a codo, bajo la misma pancarta, defendiendo la vida que tanto les ha costado ganar, soñando como todos con un mundo de paz y libertad.        

Lyon, Place des Terreaux, homenaje a las víctimas de los atentados de París, 08/12/2015

Murieron para que valoráramos más la vida, para que supiéramos que la seguridad es una ilusión creada por quienes saben que no existe, para mostrarnos que debemos asumir riesgos si queremos vivir plenamente.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Vacaciones perdidas

Todos necesitamos un cambio controlado, unos días que nos saquen de la rutina y hagan más soportable nuestra vida. Los llamamos vacaciones y el simple hecho de contar con ellos nos da fuerzas para seguir adelante y soportar momentos difíciles, incluso si su presencia se convierte en un lujo difícil de alcanzar y su imagen se diluye en el más improbable de los sueños. Siempre nos quedarán los recuerdos de cuando éramos niños, de cuando la cuenta atrás para las navidades se volvía insoportable, de los largos meses de verano que tanto nos costaba ocupar, de la angustia de la vuelta al cole. Vivir sin vacaciones nos resultaba inconcebible y estábamos lejos de imaginar el mundo de escasos descansos al que la sociedad nos estaba preparando.

Por esa época no sabía lo que me estaba perdiendo por no haber nacido en Francia. En este país los niños no pueden ir al colegio / instituto más de dos meses seguidos. Como lo han leído, cada dos meses necesitan dos semanas -ni más ni menos- de vacaciones. Si tenemos en cuenta además que los miércoles por la tarde los colegios e institutos franceses están cerrados a cal y canto, terminamos de completar el cuadro. Y, agárrense, hace unos dos años la jornada del miércoles completamente libre para los escolares era sagrada en toda Francia. Se ve que alguien del gobierno se cansó de que sus homólogos europeos le ridiculizaran en cada reunión de Bruselas.

A mi también me entró la risa floja cuando una compañera de trabajo me explicó cómo funcionaba el sistema educativo galo. No pude contenerme tras haber pasado unos cuantos meses desmontando la generalizada imagen de España como un país de vagos que se paraliza todos los días a la hora de la siesta y que después de dormir tiene pocas ganas de trabajar... Para qué nos sirve tener en los genes a Cervantes, Velázquez o Picasso si las palabras "fiesta" y "siesta" son las únicas que todo extranjero reconoce como ibéricas sin dudar. Marca España, ya saben.

Diferencias culturales aparte, imagínense ahora a los padres de las afortunadas criaturas haciendo malabarismos en sus respectivos trabajos para ocuparse de ellas. Sirviéndose con cuentagotas de las cinco semanas anuales de vacaciones pagadas a las que todo asalariado francés tiene derecho. Aunque los abuelos estén ahí para arrimar el hombro, no pocos tendrán que pagarse una guardería o una niñera para salir del trance. También están los que aprovechan el momento para hacer un pequeño viaje con la familia y disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Para que el país entero no se vea paralizado cada dos meses, las regiones se reparten en tres zonas que nunca están de vacaciones al mismo tiempo, evitando que las carreteras se colapsen y demostrando una buena organización que en España estamos lejos de ver.

Pero no todas las historias tienen un final feliz. Los padres que no tengan más remedio se verán obligados a coger unos días no remunerados para ocuparse de los peques y apretarse el cinturón a final de mes. Existen unos tipos de contrato que prevén situaciones como ésta y cuentan con todos los miércoles libres, por ejemplo, o con horarios más flexibles que permitan a las familias adaptarse a los ritmos escolares. No hace falta explicar que los sueldos acusan la disminución de las horas de trabajo. Generalmente son las mujeres las que se ven obligadas a optar por esta alternativa, como prueba de que el camino de la igualdad laboral todavía está lejos de nuestro alcance.

Todo esto viene a cuento porque en Francia acaban de terminar las vacaciones de "todos los santos". Si el curso empieza en septiembre, no les hará falta hacer muchas cuentas para calcular que halloween siempre pilla a los críos en casa. Tampoco se vayan a pensar que la vida de los escolares es un camino de rosas, pues las jornadas son más largas que en España y los descansos son bien merecidos (por ejemplo, los chavales pasan en el instituto mañana y tarde e incluso los sábados por la mañana). Durante estos períodos de dos semanas la ciudad entera cambia: hay menos gente por la calle, más tiendas cerradas, los horarios del transporte público se alteran y todos se toman las cosas con más calma. A menudo veo pasar familias enteras en bicicleta por la calle y el niño que todavía llevo dentro les dirige una sonrisa triste, pensando que el pasado nunca vuelve, que esos momentos efímeros de felicidad no se olvidan y que ya nadie le podrá devolver tantas vacaciones perdidas.