La
frontera se diluye, es invisible en ciertos tramos e imposible de
trazar sin que nos tiemble el pulso. Separa dos mundos tan
antagónicos como complementarios, cuyo equilibrio es esencial para
sobrevivir. Algunos piensan que no la necesitan e ignoran que cuida
nuestra salud mental y nos ayuda a encontrar un sentido a lo que nos
rodea. Su reivindicación es un gesto lógico y forma parte de un
ejercicio de coherencia. La delimitación de las vidas laboral y
personal cambia en cada país, depende de la cultura local, pero,
sobre todo, de cada uno de nosotros.
Los
principios no deberían ser fáciles de olvidar. Tener una escala de
prioridades ayuda a tomar decisiones, pues basta con respetar los
escalones superiores de la jerarquía. El problema viene cuando
perdemos nuestro sentido de la orientación, nos dejamos llevar por
la corriente y nos convertimos en carne de cañón para quienes
deciden nuestro modelo de sociedad. Nos dicen que tenemos que
trabajar para ganar dinero y comprar lo que nos venden como
necesario. Contribuir a la sociedad por medio de una ocupación es
bueno, pero fácil de tergiversar para quienes imponen sus intereses
y utilizan el trabajo como un medio de control que llega a anular la
personalidad.
Olvidamos
que trabajamos para vivir, para descubrir el mundo junto a las
personas que queremos y encontrar un sentido a nuestra corta
existencia. Lo más importante sucede cuando llegamos a casa y nos
enfrentamos a la verdadera vida, en la que nos cuesta desenvolvernos
porque nuestros sentidos han sido aletargados por una excesiva carga
laboral. A veces nuestro trabajo coincide con nuestra pasión, la
frontera que lo separa de la vida personal desaparece y los que saben
que ésa es nuestra debilidad, la utilizan contra nosotros. En ese
contexto es difícil recordar que la finalidad de todo empleo es
obtener dinero para hacer realidad nuestros sueños, los que nacen de
nosotros y no han sido impuestos por nadie.
España
es uno de los países europeos donde más horas se trabajan y menos
productivas son. Lo que más daño hace es el arraigado subconsciente
colectivo que asocia la holgazanería a trabajar menos, cuando en
realidad se pueden hacer más cosas en menos tiempo. Sólo hace falta
mejorar la concentración y suprimir el aperitivo, el café o el
cigarrillo de turno; dejar de ver el whatsapp, el facebook,
el tuiter o la última distracción que se haya inventado con
el único objetivo de alejarnos de lo que de verdad importa. Y en
lugar de optimizar nuestro preciado tiempo, toleramos insólitas
competiciones para ver quién se queda hasta más tarde en la oficina
y se gana el favor del jefe.
A
nuestros políticos se les llena la boca de promesas cuando hablan de
conciliación laboral y familiar, pero ni siquiera saben lo que es.
Yo tuve la oportunidad de descubrirla cuando empecé a trabajar en
Francia y vi que una jornada laboral de siete horas me dejaba la
tarde libre para hacer lo que quisiera. Además, los contratos que
exceden las treinta y cinco horas semanales tienen que dar al
asalariado un día libre cada dos semanas. Esas jornadas se llaman
RTT (reducción de tiempo de trabajo) y pueden dar lugar a
interesantes fines de semana de tres días. También están los
contratos a media jornada o al ochenta por ciento. Estos últimos
permiten disfrutar de un día libre a la semana, generalmente el
miércoles, y ocuparse de los hijos (recordemos que los niños
franceses no tienen clase los miércoles por la tarde). Lo más
curioso es que esa preocupación por el bienestar y el tiempo
personal aumenta conforme viajamos al norte. En Dinamarca, por
ejemplo, está mal visto salir tarde de la oficina y el jefe se
siente culpable por privar a sus empleados de una fundamental vida
familiar. Así, no pocos prefieren trabajar menos horas y ganar menos
dinero, si a cambio tienen más tiempo que dedicar a su familia o a
sus aficiones personales.
Aunque
en estos casos los sueldos son más holgados que los españoles,
nuestro país tiene mucho que aprender en lo que a conciliación
laboral y familiar se refiere. Desgraciadamente forma parte de esas
cosas que se valoran cuando ya es demasiado tarde. Cuando, al final
de nuestra vida, nos arrepentimos por no haber pasado mucho tiempo
con las personas que apreciamos, por no haber viajado tanto como
quisimos o por no haber hecho todo lo que deseamos hacer. Pero, en
ese triste momento, nunca nos lamentaremos por no haber trabajado más
de lo estrictamente necesario.