domingo, 31 de enero de 2016

Lo imparable

Aunque todo tenga un final, hay cosas que duran más tiempo del que en un principio hubiéramos imaginado. Conocidos que se convierten en grandes amigos, trabajos accidentales que pasan a ser indefinidos, relaciones pasajeras que acaban en boda, proyectos que se prolongan pidiéndonos más energía de la deseada, ideas que empiezan como una anécdota y terminan cobrando vida y teniendo personalidad propia. Empecé este blog describiéndolo como algo inevitable, pero con el tiempo ha pasado a ser algo imparable y sus historias le han dotado de una inercia que ya no puedo detener.

Si voy a seguir en esta aventura es en parte gracias a la comunidad lectora que imprevisiblemente ha surgido. Sé que una gran mayoría son seguidores incondicionales, pero también hay franceses que quieren conocer la impresión causada en un extranjero, españoles curiosos que buscan ir más allá de las historias felices de "españoles en el mundo" y, sobre todo, emigrantes que se hallan en la misma situación que yo y que, de una u otra manera, se sienten identificados. Cada semana repaso sorprendido la procedencia de los lectores para recorrer la geografía de la emigración española: Francia, Reino Unido, Irlanda, Bélgica, Italia, Alemania, Polonia, Estados Unidos, México, Panamá, Chile, Singapur e incluso Australia. No olvidemos que oficialmente somos más de dos millones de emigrantes y que una buena parte no figura en las estadísticas (yo mismo me inscribí en el censo de "españoles residentes en el extranjero" cuando ya llevaba cuatro años viviendo en Francia y lo hice sólo porque me vi obligado si quería casarme en el extranjero).

Hace poco soñé que me reencontraba con todos esos amigos que tengo perdidos en el mundo y que tan difícil me resulta volver a ver. Muchos de ellos también son arquitectos y coincidimos en un aeropuerto, terreno neutral donde los haya y punto de partida de nuestros divergentes caminos. Nos contamos las experiencias que la vida nos había deparado en cada destino y mientras hablábamos se unieron viejos amigos que también pasaban por allí. La conversación duró menos de lo que nos hubiera gustado, pues se acercó la hora de salida de nuestros aviones y cada uno volvió al país que le había llamado. Tal vez nos reencontremos en España algún día, en algún bar.

Me considero un exiliado más que un emigrante porque los motivos de mi partida, por encima de mi propia voluntad, fueron consecuencia de desafortunadas decisiones políticas. La incompetencia de nuestros gobernantes nos empujó a muchos a abandonar nuestro país no para hacer fortuna o por ánimo aventurero (como insisten en vender), sino para llevar una vida digna dedicándonos a una profesión en cuyo estudio empleamos mucho tiempo y esfuerzo y por la que un día nos prometieron un trabajo decente. Se trata de los mismos políticos que nos ponen mil obstáculos para votar desde el extranjero, sabiendo que nuestra opinión no les conviene. Se trata de los mismos políticos que se han olvidado de nosotros y no hacen nada para que volvamos, para recuperar unos trabajadores en los que han invertido dinero público en formar. Se trata de los mismos políticos que se vanaglorian de crear un empleo precario e insuficiente para hacernos volver.

Todo lo que cuento en este blog es real: son historias que he vivido en primera persona, aunque a veces los enredos de la vida las vuelvan difíciles de creer, y que describo sabiendo bien de lo que hablo. Son experiencias narradas en diagonal, que saltan la frontera entre Francia y España para enriquecerse del intercambio cultural. Son visiones formadas en los ojos de quien lleva ya más de seis años viviendo en el extranjero. Son opiniones respaldadas por el paso del tiempo.

Cuando empecé este blog me comprometí a escribir durante sólo tres meses porque un cambio importante había sido programado para enero. El cambio ya ha llegado y he aprendido una vez más que las cosas, sobre todo las más esperadas, nunca suceden como pensamos. Mi vida acaba de cambiar drásticamente (ya dedicaré un artículo a ello) y aunque ahora tenga menos tiempo para escribir, todavía tengo muchas historias que contar y ganas de continuar. Para celebrar estos tres meses he encontrado una foto tomada en Lyon que muestra los guiños que la vida nos da de vez en cuando. Una pequeña bocanada de aire para recobrar las fuerzas necesarias que nos permitan seguir adelante y no olvidar que debemos cuidar lo que hacemos, pues sus consecuencias son imparables.
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domingo, 24 de enero de 2016

Una cuestión de respeto

No podemos evitar ser juzgados, sucede cada día con todo desconocido que encontramos, pero podemos esperar que el veredicto no se base en cuestiones arbitrarias como nuestro físico o nuestra nacionalidad, aun cuando juegan un papel determinante en nuestra personalidad. Podemos pedir ser tratados con el respeto que merecemos. Nadie elige donde nace. Nadie elige la imagen que se formará en los ojos de otro. Que nadie nos lo tenga en cuenta y, menos aún, nos lo reproche.

En la esfera personal no doy importancia a los prejuicios, pues cada uno es libre de pensar como quiera. De igual manera yo soy libre de elegir a quien quiero tratar y de ignorar a quien no me aporta nada. Sin embargo, en el mundo profesional las cosas son distintas y a menudo nos vemos obligados a tratar con gente que desconocemos, hacia la que no sentimos ninguna afinidad pero cuya opinión sobre nosotros puede influir seriamente en nuestro trabajo. Es una cuestión de confianza, de crear el ambiente propicio para que un cliente se sienta satisfecho y se deje llevar, para que nuestro superior nos delegue tareas cada vez más importantes, para que nuestros subordinados se sientan apreciados y necesarios. Es una cuestión de respeto.

En este contexto los prejuicios nunca ayudan y pondré como ejemplo la imagen que los franceses tienen de España. Si bien la mayoría piensa que es un país donde se vive muy bien y no dudan en elegirlo para ir de vacaciones, no creen que España sea sinónimo de trabajo bien hecho. Aunque no me guste generalizar, el sentimiento de superioridad de los franceses hacia nuestro país está muy extendido. Siempre he intentado evitar que esta degradada imagen influya en el juicio que otros puedan tener sobre mi trabajo. En las primeras reuniones con gente que no conozco intento ser discreto, hablar lo justo para no desenmascarar mi acento, dejar que mi propio trabajo defina el concepto que los demás tendrán de mí. Cuando ya me he ganado su confianza, algunos no tardan en preguntarme de dónde viene mi acento, aunque a muchos no les importa y ni siquiera se interesan. A veces me gusta jugar y dejar que lo adivinen para comprobar hasta dónde llegan las imágenes preconcebidas. Han pensado que vengo del sur de Francia, de Italia o hasta de Argentina, pero no muchos aciertan y se sorprenden cuando les comento cuál es mi país de origen. Entonces no tardan en hablar de sus vacaciones, sobre todo cuando eran niños, y descubrimos que hemos pisado los mismos lugares y nos hemos bañado en las mismas playas. Murcia, La Manga, Torrevieja, Alicante, El Campello o Benidorm. Nos damos cuenta de lo pequeño que es el mundo, empezamos a hablar de paisajes compartidos en nuestra memoria y en unos minutos parecemos viejos amigos.

Hay otra imagen complementaria a ese eterno país de vacaciones low cost que también he podido ver de cerca. En el estudio de arquitectura donde trabajo solemos recibir currículums cada semana y muchos de ellos son españoles. Una vez, en uno de esos emails, el interesado reconocía no tener idea de francés y afirmaba estar dispuesto a trabajar incluso sin recibir nada a cambio, poniendo de manifiesto no sólo la precariedad de la arquitectura española, sino la desesperación de todo un país en donde el empleo es un bien escaso. Yo ya conocía aquella situación, pero mi jefe me miró, incrédulo, y me dijo: "no sé cómo hacéis en España, pero aquí lo que me está proponiendo es ilegal y no puedo arriesgarme a tener a alguien sin contrato". Tenía razón y aquel email suponía un paso atrás en la lucha diaria que mantengo por ganar el respeto de los franceses y demostrar que se puede confiar en nuestro país. Me entristeció leer aquella candidatura y ver que mi compatriota antepusiera la posibilidad de trabajar gratis a sus propios méritos, que de cara afuera nos hayamos convertido en un simple país de mano de obra barata. Hay principios por los que debemos luchar y nunca abandonar. Si renunciamos a ellos en la primera batalla, la guerra estará perdida de antemano.

Hace unas semanas escribí mi opinión sobre la conocida "marca España" que nuestro antiguo gobierno se afanaba en vender, pero puede que no haya sido lo bastante claro. Pondré un ejemplo muy explícito para que cualquier político pueda entender con facilidad la verdadera imagen de nuestro país en el extranjero. La marca "España" es algo así como la marca "Hacendado": la gente la elige atraída por el precio, después comprueba que la calidad es buena, pero, que no se engañe nadie, si la elige una segunda y hasta una tercera vez, sigue siendo por el precio.   

domingo, 17 de enero de 2016

Tras lo nuevo

Estrenamos año, gobierno (aunque todavía no sepamos cuál) y, quien los haya hecho, propósitos, buenas intenciones que esperemos no tarden en materializarse. En este mundo consumista que cambia cada segundo, cuya constante renovación es la clave de su existencia, conviene recordar que nuevo no siempre es sinónimo de mejor, aunque al menos nos ofrezca una valiosa esperanza en el futuro, la ilusión de un mañana mejor que sólo podemos descubrir si damos el primer paso. Los que vivimos en el extranjero descubrimos cosas nuevas cada día, un hábito que se convierte en una adicción y que nos incita a seguir viajando, a conocer nuevos lugares y nuevas personas. Dependemos del bienestar que nos produce la novedad. Este movimiento constante nos hace sentir despiertos y vivos, pero ¿qué haremos cuando todo se ralentice o incluso se pare?

Una gran curiosidad me acompaña desde que tengo uso de razón y nunca me ha abandonado: la necesidad de hacer cosas nuevas, de probar lo desconocido, de sobrepasar mis límites, de aprender, de cambiar. Siempre me han gustado los viajes porque la curiosidad se ve más que nunca estimulada. Cambiamos de contexto, de lengua, de sabores, de olores e incluso de ideas. El mundo parece distinto, aunque no hayamos ido muy lejos. Por desgracia todos los viajes tienen un final y la vuelta a la rutina acaba imponiéndose tarde o temprano. Cuando llegué a Dijon, hace más de seis años, me encontré con la placentera sensación de vivir en un viaje sin fin.

Al principio la novedad nos hace descubrir cosas cada segundo. Lo más mundano se convierte en algo nunca antes visto u oído, en una sorpresa que parece saciar momentáneamente nuestra curiosidad, pero que en realidad es la pista que nos ayuda a seguir buscando. Poco importa lo que encontremos, pues lo más importante es seguir haciéndose preguntas: la curiosidad se convierte en una trampa imposible de abandonar. Con el tiempo las cosas se calman y la novedad se diluye, aunque nunca lo haga por completo. Por mucho que dominemos una lengua, siempre aprendemos palabras desconocidas, dichos y giros inesperados. Por mucho tiempo que pasemos en un país ajeno, siempre encontramos nuevas costumbres y nuevos amigos. El ritmo con que lo nuevo sale a nuestro paso se reduce, pero no se para.

Cuando vivimos fuera, nuestra falta de guías y ataduras nos hace más abiertos y permite acercarnos a personas que nunca conoceríamos en otro contexto. No tenemos elección, nos sentimos como el bebé que despierta en un mundo nuevo y se ve obligado a ver y tocar todo para construir su vida. Hace año y medio cambié de ciudad, Lyon por Dijon, y todo volvió a empezar. Todo volvió a ser nuevo. Todo quedó por descubrir.

Cuando vivimos fuera, reencontrar nuestra tierra y nuestras gentes se convierte en una obligación que cumplimos siempre que las vacaciones nos lo permiten. Los primeros regresos son ansiados y abrazamos a los nuestros con ganas de contar hazañas y descubrimientos. Siempre nos reconfortará volver a nuestras raíces y nos tranquilizará el hecho de que algo permanezca constante, aportándonos la seguridad necesaria para cargarnos de energía y seguir luchando al otro lado de la frontera. Más tarde, aunque los regresos sigan siendo muy esperados, nos entristecerá ver que los demás hagan su vida sin nosotros, como si nunca hubiéramos formado parte de ella, y nuestras cada vez más esporádicas apariciones no cambiarán sus rutinas. En los siguientes regresos comprobaremos, curiosos, que las tradiciones que menos nos han gustado se han convertido en momentos añorados. El hecho de haber perdido nuestras costumbres nos hará reencontrarlas con ganas. Los platos más triviales se convertirán en manjares exquisitos. Paisajes de los que estábamos cansados nos parecerán más bonitos y observaremos, sorprendidos, que nos hemos convertido en extranjeros en nuestra propia tierra. Los bares que frecuentábamos habrán cambiado de nombre o desaparecido y nos sentiremos desorientados en nuestra ciudad, donde todo nos parecerá nuevo, como el día en que llegamos por primera vez a un país extraño. Y llegará un momento en que todo habrá cambiado tanto que dejaremos de reconocernos en la tierra que nos vio nacer, transformada en un lejano recuerdo cada vez más difuso. Entonces nos asaltarán las ganas de hacer las maletas, aunque esta vez sea para volver definitivamente y redescubrir el lugar del que un día nos fuimos.

Lausana, Rolex learning center, 05/12/2010

Viajaba para escapar de la realidad y me encontré con un mundo que no llegué a imaginar.

domingo, 10 de enero de 2016

Dos bodas y media (II) : Que no nos corten las alas

A veces resulta difícil escapar de las garras de la tradición. A veces cuesta demasiado salir de los prejuicios habituales que nos envuelven. A veces el precio por evitar los dictados de la sociedad es demasiado alto. Rechazamos los convencionalismos por el simple hecho de haber sido impuestos sin preguntarnos antes, sin dejarnos elegir. Huimos de todo aquello que no depende de nosotros y limita nuestra libertad. Cuando nos obligan a bajar la cabeza y asentir, tenemos derecho a pedir explicaciones a cambio. Que no nos corten las alas sin haber volado antes. Que nos dejen alzar el primer vuelo antes de encerrarnos, pues será nuestra única arma para reclamar lo que nos deben.

Desde nuestra llegada a Rumanía supimos que no iba a ser fácil salir del camino establecido: nadie entendía por qué no queríamos hacer lo que todo el mundo hacía. Nos deshicimos en explicaciones que se perdieron en el aire, pues es imposible convencer a quien nunca ha ido más allá de las imposiciones y a quien le han robado la curiosidad. Fueron precisamente las imposiciones locales y mi curiosidad las que nos empujaron a celebrar una boda tradicional rumana, pero los hábitos no tardaron en asfixiarnos y no fuimos capaces de seguir todas las costumbres.

Entre esos ritos procedentes de la religión, de supersticiones y de un inefable saber popular, destacaré que la boda duró tres días. En el primero, la familia de la novia nos invitó a una simpática fiesta para "marcar" el domicilio familiar con unas ramas de abeto colocadas en la puerta, que bendijimos con una mezcla de vino y agua y los cánticos habituales. El día de la boda mis padrinos me vistieron y aprovecharon para gastar todo tipo de bromas, afeitándome con crema chantilly y una espada u ofreciéndome ropa que no era la mía... Acompañado por mi séquito, volví a la casa de la novia para pedir su mano a su madre, que me rechazó dos veces. Como a la tercera va la vencida (no sólo en Rumanía), acabó cediendo y tuve que buscar a la novia en la casa, aunque, gracias a la aprobación de mi suegra, ya no fue difícil. Para seguir con las tradiciones partieron una tarta sobre la cabeza de la novia (sí, fue tan extraño como parece) y nos dirigimos a la iglesia, siempre acompañados por un abeto, símbolo de protección y fertilidad. La ceremonia religiosa siguió el rito cristiano ortodoxo y nos sorprendió a todos los españoles por su solemnidad y belleza. Ya en la celebración, lo más destacado fue la interminable sucesión de comida, bailes tradicionales, comida y más bailes (en este orden además) hasta bien entrada la madrugada. Y, cómo no, a medianoche la novia fue secuestrada para comprobar hasta dónde podían llegar mi desesperación y capacidad de negociación. Siguiendo con las costumbres, al día siguiente la familia de la novia nos ofreció una estupenda comida que sería el final perfecto para tres intensos días difíciles de olvidar.

No me detendré en explicar por qué no hicimos una tercera boda, española esta vez. Sencillamente pensamos que dos bodas en dos países distintos y en menos de una semana serían suficientes. A pesar de todo se me ocurrió la genial idea de, ya puestos, formalizar las cosas también en mi país de origen, pensando que la carrera de obstáculos había terminado. Así de confiado llegué al consulado español de Lyon, donde la responsable del registro civil sacó el formulario correspondiente y todo parecía ir bien, hasta que mencioné la nacionalidad de mi mujer. "Bueno, bueno, esto va a ser muy complicado", me soltó, insinuando las ventajas que ella podía obtener de la nacionalidad española y que no creo sirvan de mucho mientras vivamos en Francia. Mi indignación aumentó por momentos y antes de romper mi pasaporte delante de ella y salir corriendo para pedir la nacionalidad francesa, le dije que ya nos habíamos casado en Francia, donde no habíamos tenido ningún problema. "No he dicho que fuera imposible -continuó-, pero usted comprenderá que éste no es el caso del españolito cualquiera que se casa con una de su pueblo. Tendrá que rellenar este formulario, entregarlo con los documentos requeridos y esperar la decisión del cónsul". Así que respiré hondo, me preparé para el sprint final y volví unos meses después con todo lo necesario bajo el brazo.

Unas semanas más tarde mi mujer me preguntó si el papeleo español se había terminado y contábamos con el beneplácito del cónsul o tendríamos que organizar otra boda. Yo le contesté que ni había comprobado la validez de los papeles españoles, ni lo haré nunca. Ya no importaban las trabas que la burocracia o la sociedad pusiera frente a nosotros, ya nadie podía cortarnos las alas.  

Funeral en Bali (Indonesia), 06/05/2015

No podemos dejar que los lugares, las costumbres y las formas de ver el mundo que nos separan, escondan los gestos, las miradas y las reacciones que nos unen.

domingo, 3 de enero de 2016

Dos bodas y media (I) : Formalizando lo informalizable

Si hace diez años alguien me hubiera dicho que acabaría emigrando y casándome dos veces en dos países distintos, le habría dicho que se equivocaba de persona, que el truco de leer la mano no funciona conmigo. Y sin embargo aquí estoy, probando que quien está dispuesto a todo y no tiene miedo a correr riesgos, debe aceptar consecuencias inesperadas. A veces no es necesario dar muchas vueltas a las cosas y lo más importante es dejarse llevar, obtener el impulso suficiente que nos permita dar el salto. Cuando crucemos la frontera, nuestra nueva condición de emigrantes nos atraerá de forma irremediable hacia toda persona que se encuentre en la misma situación que nosotros. No vale la pena oponer resistencia, pues es algo inevitable a lo que nos enfrentaremos tarde o temprano. Nos encontraremos rodeados de amigos de cualquier nacionalidad y no hará falta mucho tiempo para descubrir a personas con historias más o menos difíciles y empezar una amistad intensa. Más tarde veremos que quien está frente a nosotros nos devuelve la misma profunda mirada y entonces será demasiado tarde para volver atrás. Formalizar la relación será un mero trámite, un humilde intento de crear algo estable en medio de un mundo donde el cambio es la única constante.

Fue así como acabé casándome con mi mujer, de nacionalidad rumana, como una simple provocación del destino, para demostrar que podemos ser libres, vivir donde queramos y, sobre todo, con quien queramos. Sabíamos que no sería nada fácil, que luchar contra la burocracia de un país es más difícil que romper prejuicios, pero también sabíamos que nadie puede parar a quien está dispuesto a todo. Nos armamos de valor para participar en una carrera de obstáculos que sería larga y tediosa, pero no imposible de acabar. Nos parecía lógico casarnos en el país en que vivimos, en la ciudad que unió nuestros caminos y donde vivíamos en aquel momento, Dijon, como igual de natural nos pareció hacer otra celebración en el país de la novia. La carrera ya había empezado.

Una visita al ayuntamiento bastó para obtener la lista de documentos necesarios para dos extranjeros que deciden casarse en Francia. Sólo diré que no es corta y que dos de los papeles más curiosos son la "déclaration de coutume", que versa sobre las leyes que conciernen el matrimonio en el país de cada cónyuge y el "certificat de célibat", que debe demostrar que estamos legalmente solteros antes de la boda. Estos documentos los expide el consulado de cada país. Vale la pena mencionar que la obtención de casi todos los documentos españoles es gratuita (excepto el certificado de coutume, por el que desembolsé 35€), mientras que Rumanía obliga a pagar 50€ por cada papelito, algo que resulta difícil de comprender en un país donde el salario medio es de tan sólo 500€ al mes y que acentúa la desigualdad entre sus habitantes, ya demasiado presente.

Uno de los papeles más importantes es el certificado de nacimiento y en el ayuntamiento de Dijon insistieron en que sólo aceptarían un documento expedido en mi ciudad natal y correctamente traducido (que no es barato, claro está). En Francia dos más dos son cuatro y no vale la pena malgastar tiempo explicando al funcionario de turno que seis menos dos también son cuatro, porque no pondrá el más mínimo interés en entenderlo. Así que hice como me indicaron, todo para que en el consulado me dijeran que ellos podían haber expedido el mismo documento directamente en francés y gratis, además. Bueno es saberlo... Visto lo visto, con tales problemas de coordinación y desigualdad entre unos y otros países, uno se pregunta cuánto tendremos que esperar para ver una nacionalidad europea que simplifique toda esta burocracia y nos haga un poco más libres.

Tras superar los problemas administrativos nos concentramos en la celebración, que queríamos fuera lo más nuestra posible, aunque fuera sinónimo de atípica. Acabamos reuniendo a españoles, rumanos, italianos, mexicanos, peruanos, portugueses, mauricianos, ucranianos y una gran mayoría de franceses, personas muy especiales. No todos se conocían entre ellos y más tarde nos confesaron que la boda fue el punto de partida de buenas amistades, agradeciéndonos la enriquecedora mezcla de rostros, lenguas, países e historias que confluyeron aquel día. Nuestro espíritu inquieto, curioso y viajero no nos dejó demasiado tiempo para descansar, pues al día siguiente cogimos un avión que nos llevó a Rumanía, donde celebraríamos una boda religiosa tradicional, aunque lo que viviríamos sería imposible de incluir en la definición española del término... (Continuará)  

Lyon, 18/05/2016

El cielo se rompe y surge lo inesperado, que llama a nuestra ventana para invitarnos a abrirla, sentir la lluvia en nuestra cara y recordar que vivimos en un mundo único.