domingo, 17 de enero de 2016

Tras lo nuevo

Estrenamos año, gobierno (aunque todavía no sepamos cuál) y, quien los haya hecho, propósitos, buenas intenciones que esperemos no tarden en materializarse. En este mundo consumista que cambia cada segundo, cuya constante renovación es la clave de su existencia, conviene recordar que nuevo no siempre es sinónimo de mejor, aunque al menos nos ofrezca una valiosa esperanza en el futuro, la ilusión de un mañana mejor que sólo podemos descubrir si damos el primer paso. Los que vivimos en el extranjero descubrimos cosas nuevas cada día, un hábito que se convierte en una adicción y que nos incita a seguir viajando, a conocer nuevos lugares y nuevas personas. Dependemos del bienestar que nos produce la novedad. Este movimiento constante nos hace sentir despiertos y vivos, pero ¿qué haremos cuando todo se ralentice o incluso se pare?

Una gran curiosidad me acompaña desde que tengo uso de razón y nunca me ha abandonado: la necesidad de hacer cosas nuevas, de probar lo desconocido, de sobrepasar mis límites, de aprender, de cambiar. Siempre me han gustado los viajes porque la curiosidad se ve más que nunca estimulada. Cambiamos de contexto, de lengua, de sabores, de olores e incluso de ideas. El mundo parece distinto, aunque no hayamos ido muy lejos. Por desgracia todos los viajes tienen un final y la vuelta a la rutina acaba imponiéndose tarde o temprano. Cuando llegué a Dijon, hace más de seis años, me encontré con la placentera sensación de vivir en un viaje sin fin.

Al principio la novedad nos hace descubrir cosas cada segundo. Lo más mundano se convierte en algo nunca antes visto u oído, en una sorpresa que parece saciar momentáneamente nuestra curiosidad, pero que en realidad es la pista que nos ayuda a seguir buscando. Poco importa lo que encontremos, pues lo más importante es seguir haciéndose preguntas: la curiosidad se convierte en una trampa imposible de abandonar. Con el tiempo las cosas se calman y la novedad se diluye, aunque nunca lo haga por completo. Por mucho que dominemos una lengua, siempre aprendemos palabras desconocidas, dichos y giros inesperados. Por mucho tiempo que pasemos en un país ajeno, siempre encontramos nuevas costumbres y nuevos amigos. El ritmo con que lo nuevo sale a nuestro paso se reduce, pero no se para.

Cuando vivimos fuera, nuestra falta de guías y ataduras nos hace más abiertos y permite acercarnos a personas que nunca conoceríamos en otro contexto. No tenemos elección, nos sentimos como el bebé que despierta en un mundo nuevo y se ve obligado a ver y tocar todo para construir su vida. Hace año y medio cambié de ciudad, Lyon por Dijon, y todo volvió a empezar. Todo volvió a ser nuevo. Todo quedó por descubrir.

Cuando vivimos fuera, reencontrar nuestra tierra y nuestras gentes se convierte en una obligación que cumplimos siempre que las vacaciones nos lo permiten. Los primeros regresos son ansiados y abrazamos a los nuestros con ganas de contar hazañas y descubrimientos. Siempre nos reconfortará volver a nuestras raíces y nos tranquilizará el hecho de que algo permanezca constante, aportándonos la seguridad necesaria para cargarnos de energía y seguir luchando al otro lado de la frontera. Más tarde, aunque los regresos sigan siendo muy esperados, nos entristecerá ver que los demás hagan su vida sin nosotros, como si nunca hubiéramos formado parte de ella, y nuestras cada vez más esporádicas apariciones no cambiarán sus rutinas. En los siguientes regresos comprobaremos, curiosos, que las tradiciones que menos nos han gustado se han convertido en momentos añorados. El hecho de haber perdido nuestras costumbres nos hará reencontrarlas con ganas. Los platos más triviales se convertirán en manjares exquisitos. Paisajes de los que estábamos cansados nos parecerán más bonitos y observaremos, sorprendidos, que nos hemos convertido en extranjeros en nuestra propia tierra. Los bares que frecuentábamos habrán cambiado de nombre o desaparecido y nos sentiremos desorientados en nuestra ciudad, donde todo nos parecerá nuevo, como el día en que llegamos por primera vez a un país extraño. Y llegará un momento en que todo habrá cambiado tanto que dejaremos de reconocernos en la tierra que nos vio nacer, transformada en un lejano recuerdo cada vez más difuso. Entonces nos asaltarán las ganas de hacer las maletas, aunque esta vez sea para volver definitivamente y redescubrir el lugar del que un día nos fuimos.

Lausana, Rolex learning center, 05/12/2010

Viajaba para escapar de la realidad y me encontré con un mundo que no llegué a imaginar.

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