Estrenamos
año, gobierno (aunque todavía no sepamos cuál) y, quien los haya
hecho, propósitos, buenas intenciones que esperemos no tarden en
materializarse. En este mundo consumista que cambia cada segundo,
cuya constante renovación es la clave de su existencia, conviene
recordar que nuevo no siempre es sinónimo de mejor, aunque al menos
nos ofrezca una valiosa esperanza en el futuro, la ilusión de un
mañana mejor que sólo podemos descubrir si damos el primer paso.
Los que vivimos en el extranjero descubrimos cosas nuevas cada día,
un hábito que se convierte en una adicción y que nos incita a
seguir viajando, a conocer nuevos lugares y nuevas personas.
Dependemos del bienestar que nos produce la novedad. Este movimiento
constante nos hace sentir despiertos y vivos, pero ¿qué haremos
cuando todo se ralentice o incluso se pare?
Una
gran curiosidad me acompaña desde que tengo uso de razón y nunca me
ha abandonado: la necesidad de hacer cosas nuevas, de probar lo
desconocido, de sobrepasar mis límites, de aprender, de cambiar.
Siempre me han gustado los viajes porque la curiosidad se ve más que
nunca estimulada. Cambiamos de contexto, de lengua, de sabores, de
olores e incluso de ideas. El mundo parece distinto, aunque no hayamos ido muy lejos. Por desgracia todos los viajes tienen un final y
la vuelta a la rutina acaba imponiéndose tarde o temprano. Cuando
llegué a Dijon, hace más de seis años, me encontré con la
placentera sensación de vivir en un viaje sin fin.
Al
principio la novedad nos hace descubrir cosas cada segundo. Lo más
mundano se convierte en algo nunca antes visto u oído, en una
sorpresa que parece saciar momentáneamente nuestra curiosidad, pero
que en realidad es la pista que nos ayuda a seguir buscando. Poco
importa lo que encontremos, pues lo más importante es seguir
haciéndose preguntas: la curiosidad se convierte en una trampa
imposible de abandonar. Con el tiempo las cosas se calman y la
novedad se diluye, aunque nunca lo haga por completo. Por mucho que
dominemos una lengua, siempre aprendemos palabras desconocidas,
dichos y giros inesperados. Por mucho tiempo que pasemos en un país
ajeno, siempre encontramos nuevas costumbres y nuevos amigos. El
ritmo con que lo nuevo sale a nuestro paso se reduce, pero no se
para.
Cuando
vivimos fuera, nuestra falta de guías y ataduras nos hace más
abiertos y permite acercarnos a personas que nunca conoceríamos en
otro contexto. No tenemos elección, nos sentimos como el bebé que
despierta en un mundo nuevo y se ve obligado a ver y tocar todo para
construir su vida. Hace año y
medio cambié de ciudad, Lyon por Dijon, y todo volvió a empezar.
Todo volvió a ser nuevo. Todo quedó por descubrir.
Cuando
vivimos fuera, reencontrar nuestra tierra y nuestras gentes se
convierte en una obligación que cumplimos siempre que las vacaciones
nos lo permiten. Los primeros regresos son ansiados y abrazamos a los
nuestros con ganas de contar hazañas y descubrimientos. Siempre nos
reconfortará volver a nuestras raíces y nos tranquilizará el hecho
de que algo permanezca constante, aportándonos la seguridad
necesaria para cargarnos de energía y seguir luchando al otro lado
de la frontera. Más tarde, aunque los regresos sigan siendo muy
esperados, nos entristecerá ver que los demás hagan su vida sin
nosotros, como si nunca hubiéramos formado parte de ella, y nuestras
cada vez más esporádicas apariciones no cambiarán sus rutinas. En
los siguientes regresos comprobaremos, curiosos, que las tradiciones
que menos nos han gustado se han convertido en momentos añorados. El
hecho de haber perdido nuestras costumbres nos hará reencontrarlas
con ganas. Los platos más triviales se convertirán en manjares
exquisitos. Paisajes de los que estábamos cansados nos parecerán
más bonitos y observaremos, sorprendidos, que nos hemos convertido
en extranjeros en nuestra propia tierra. Los bares que frecuentábamos
habrán cambiado de nombre o desaparecido y nos sentiremos
desorientados en nuestra ciudad, donde todo nos parecerá nuevo, como
el día en que llegamos por primera vez a un país extraño. Y
llegará un momento en que todo habrá cambiado tanto que dejaremos
de reconocernos en la tierra que nos vio nacer, transformada en un
lejano recuerdo cada vez más difuso. Entonces nos asaltarán las
ganas de hacer las maletas, aunque esta vez sea para volver
definitivamente y redescubrir el lugar del que un día nos fuimos.
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Lausana, Rolex learning center, 05/12/2010
Viajaba para escapar de la realidad y me encontré con un mundo que no llegué a imaginar.
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