Si
hace diez años alguien me hubiera dicho que acabaría emigrando y
casándome dos veces en dos países distintos, le habría dicho que
se equivocaba de persona, que el truco de leer la mano no funciona
conmigo. Y sin embargo aquí estoy, probando que quien está
dispuesto a todo y no tiene miedo a correr riesgos, debe aceptar
consecuencias inesperadas. A veces no es necesario dar muchas vueltas
a las cosas y lo más importante es dejarse llevar, obtener el
impulso suficiente que nos permita dar el salto. Cuando crucemos la
frontera, nuestra nueva condición de emigrantes nos atraerá de
forma irremediable hacia toda persona que se encuentre en la misma
situación que nosotros. No vale la pena oponer resistencia, pues es
algo inevitable a lo que nos enfrentaremos tarde o temprano. Nos
encontraremos rodeados de amigos de cualquier nacionalidad y no hará
falta mucho tiempo para descubrir a personas con historias más o
menos difíciles y empezar una amistad intensa. Más tarde veremos
que quien está frente a nosotros nos devuelve la misma profunda
mirada y entonces será demasiado tarde para volver atrás.
Formalizar la relación será un mero trámite, un humilde intento de
crear algo estable en medio de un mundo donde el cambio es la única
constante.
Fue
así como acabé casándome con mi mujer, de nacionalidad rumana,
como una simple provocación del destino, para demostrar que podemos
ser libres, vivir donde queramos y, sobre todo, con quien queramos.
Sabíamos que no sería nada fácil, que luchar contra la burocracia
de un país es más difícil que romper prejuicios, pero también
sabíamos que nadie puede parar a quien está dispuesto a todo. Nos
armamos de valor para participar en una carrera de obstáculos que
sería larga y tediosa, pero no imposible de acabar. Nos parecía
lógico casarnos en el país en que vivimos, en la ciudad que unió
nuestros caminos y donde vivíamos en aquel momento, Dijon, como
igual de natural nos pareció hacer otra celebración en el país de
la novia. La carrera ya había empezado.
Una
visita al ayuntamiento bastó para obtener la lista de documentos
necesarios para dos extranjeros que deciden casarse en Francia. Sólo
diré que no es corta y que dos de los papeles más curiosos son la
"déclaration de coutume", que versa sobre las leyes que
conciernen el matrimonio en el país de cada cónyuge y el
"certificat de célibat", que debe demostrar que estamos
legalmente solteros antes de la boda. Estos documentos los expide el
consulado de cada país. Vale la pena mencionar que la obtención de
casi todos los documentos españoles es gratuita (excepto el
certificado de coutume, por el que desembolsé 35€), mientras que
Rumanía obliga a pagar 50€ por cada papelito, algo que resulta
difícil de comprender en un país donde el salario medio es de tan
sólo 500€ al mes y que acentúa la desigualdad entre sus
habitantes, ya demasiado presente.
Uno
de los papeles más importantes es el certificado de nacimiento y en
el ayuntamiento de Dijon insistieron en que sólo aceptarían un
documento expedido en mi ciudad natal y correctamente traducido (que
no es barato, claro está). En
Francia dos más dos son cuatro y no vale la pena malgastar tiempo
explicando al funcionario de turno que seis menos dos también son
cuatro, porque no pondrá el más mínimo interés en entenderlo. Así
que hice como me indicaron, todo para que en el consulado me dijeran
que ellos podían haber expedido el mismo documento directamente en
francés y gratis, además. Bueno es saberlo...
Visto lo visto, con tales problemas de coordinación y desigualdad
entre unos y otros países, uno se pregunta cuánto tendremos que
esperar para ver una nacionalidad europea que simplifique toda esta
burocracia y nos haga un poco más libres.
Tras
superar los problemas administrativos nos concentramos en la
celebración, que queríamos fuera lo más nuestra
posible, aunque fuera sinónimo de atípica.
Acabamos reuniendo a españoles, rumanos, italianos, mexicanos,
peruanos, portugueses, mauricianos, ucranianos y una gran mayoría de
franceses, personas muy especiales. No todos se conocían entre ellos
y más tarde nos confesaron que la boda fue el punto de partida de
buenas amistades, agradeciéndonos la enriquecedora mezcla de
rostros, lenguas, países e historias que confluyeron aquel día.
Nuestro espíritu inquieto, curioso y viajero no nos dejó demasiado
tiempo para descansar, pues al día siguiente cogimos un avión que
nos llevó a Rumanía, donde celebraríamos una boda religiosa
tradicional, aunque lo que viviríamos sería imposible de incluir en
la definición española del término... (Continuará)
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Lyon, 18/05/2016 |
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