jueves, 31 de diciembre de 2020

Cuando no se vuelve a casa por Navidad

 Muchas veces nada sucede como habíamos planeado y queremos forzar la situación para satisfacer ese deseo que, en nuestro interior, reclama un protagonismo perdido. Entonces nos preguntamos si realmente tiene sentido ese esfuerzo, si esa imposición es justificada o si procede de un niño al que le cuesta frenar la inercia de sus propios caprichos y aceptar la realidad.

 

Dadas las circunstancias, este año no he podido saciar el común anhelo de volver a casa por Navidad, como tampoco han hecho miles de expatriados que viven lejos de sus familias de origen. No es la primera vez que no vuelvo, pues quienes tenemos la oportunidad de crear una familia añadimos otras casas a las que volver. Sin embargo, sí es la primera vez que no vuelvo a ninguna casa y me quedo donde estoy, en ese hogar que he creado tras once años de vida en el extranjero.

 

Desde que resido lejos de mi país, mi vida ha seguido el ritmo dictado por esos regresos a la casilla de salida. Al principio la frecuencia se fijó de forma natural en tres meses, siguiendo esa inercia que se imprime en nosotros desde niños, cuando las vacaciones condicionan nuestra forma de percibir el tiempo. Y aunque esas limitaciones ya no existían, me seguí sirviendo de ellas, pues Navidad y Semana Santa, a pesar de haber perdido el sentido religioso que tuvieron para mí en un principio, seguían siendo las épocas perfectas para reencontrar a familia y amigos, para revivir esas celebraciones tan presentes en mi recuerdo.

 

Eso me permitió descomponer el tiempo en fragmentos soportables, capaces de mantener la nostalgia a raya. Siempre había una meta, un objetivo que movía todo lo demás: revivir esas sensaciones que nos llenan de energía, esa fuerza de voluntad que nos impulsa a seguir adelante y a levantarnos de la cama cada mañana. Las ganas de que llegara el viaje me hacían contar las semanas que lo precedían y programar cuanto haría en cada momento de esas esperadas vacaciones. Como si del final de una etapa se tratara, me afanaba en atar cabos, en acabar lo que había empezado o en acelerar lo que duraba demasiado. Tras haber estado en mi tierra y apaciguado el viento interno, la agitación dejaba paso a un tiempo de calma que aprovechaba para programar el próximo viaje y comprar los nuevos billetes de avión. Y entre ambos periodos, la vida pasaba más rápida que nunca.

 

Pero no tardé en descubrir que no tenía tantas vacaciones como deseaba y los periodos de tres meses se alargaron a seis, e incluso más, hasta llegar a un viaje de regreso al año cuando las obligaciones (tanto profesionales como económicas) no dejaban otra salida. Digamos que dejé de hacer pie para nadar durante cada vez más tiempo por mis propios medios.

 

Y en este hogar que hemos creado lejos de nuestras respectivas familias, sentimos que el tiempo pasa de otra manera, que los meses se convierten en semanas, como si todo se acelerara o cada instante adquiriera más densidad que el anterior. Eso no quiere decir que no siga fantaseando con esos momentos de regreso, que al ser más escasos son más esperados. Con esas llegadas al aeropuerto cargadas de una emoción sincera, con sus abrazos interminables, con sus besos incontables y con sus lágrimas incontenibles.

 

Así que este artículo va dedicado a un colectivo del que ya apenas se habla en los medios. A todos esos migrantes que viven lejos de sus familias y a quienes estos tiempos de incertidumbre les han dejado fuera de juego. A quienes, acostumbrados a reservar con antelación cada billete de vuelta (porque cada euro ahorrado ahora supone viajar más mañana) no han podido lidiar con las cambiantes restricciones que la pandemia impone. A quienes no pueden fijar en el calendario la próxima vez que verán a sus seres queridos. A todos ellos, a todos nosotros, feliz año nuevo. Que el 2021 nos traiga más viajes y la seguridad de que, tarde o temprano, volveremos a reencontrarnos.