domingo, 28 de mayo de 2017

Quien no vuelve es porque no quiere

Son fríos, van a lo suyo y se creen más de lo que son, pues tienen la capacidad de controlar muchas vidas bajo su tiranía. Aunque los números retratan la realidad de forma objetiva, las sucesiones de cifras no me dicen nada y las suelo olvidar con facilidad. Sin embargo, leyendo la prensa española, me he encontrado con una estadística que no me ha dejado indiferente: en el año 2015, 52.109 emigrantes españoles volvieron a casa, un 27% más que en 2014. Y a pesar del optimista dato, conservé mi habitual recelo hacia los números antes de seguir leyendo el artículo.

Es el mayor regreso que se ha producido desde el inicio de la crisis, pero durante el 2015 también salieron 94.645 españoles del país, la cifra más alta desde que hay datos, que ensombrece la anterior y confirma un saldo migratorio negativo. Así que ya estaba a punto de olvidar esos números cuando leí algo mucho más interesante: las medidas adoptadas para promover la vuelta de expatriados. Como la de volvemos.org, una plataforma creada por y para emigrantes, que relaciona a quienes quieren volver con empresas deseosas de contratar a alguien con experiencia en el extranjero. Otra iniciativa que merece ser aplaudida es la lanzada por el ayuntamiento de Valladolid, que otorga ayudas económicas a las citadas empresas, así como a los emigrantes interesados en volver (ayudándoles a iniciar un proyecto innovador o con los gastos de un alojamiento temporal).

No es la primera vez que menciono las ganas de regresar a la que se enfrenta todo emigrante tarde o temprano. He hablado de casos concretos, e incluso de mi propia experiencia, para acabar concluyendo que una vuelta masiva nunca será posible sin una ayuda de las instituciones públicas. Por eso no me ha sorprendido la lógica idea del ayuntamiento de Valladolid, gobernado por el PSOE con apoyo de Podemos, dicho sea de paso. Es la única manera de provocar el movimiento migratorio inverso, ya que frenar la huida de cerebros sigue siendo una utopía. Por eso me indigna la falta de ideas del gobierno central, que en lugar de fomentar y coordinar la distribución de este tipo de ayudas por todo el país, se dedica a promover la creación de contratos basura. Así que, tras casi ocho años viviendo en el extranjero, sólo puedo sentirme escéptico cuando leo los datos del INE. Pero pondré un ejemplo que ilustre mejor mi forma de ver las cosas, poniéndome en el lugar de quienes no tienen la suerte de ser vallisoletanos o de encontrar una solución en volvemos.org.

Digamos que se llama Pepe. Es ingeniero y hace diez años que se instaló en Suiza. Le gustaría volver, pero lo ve difícil, sobre todo cuando trabaja en una reconocida institución y gana cinco veces más que sus compañeros de promoción en España. Aunque los alquileres y el coste de la vida están por las nubes, consigue ahorrar bastante. Así que se pudo permitir una boda por todo lo alto y criar dos niños sin problemas económicos. Se va de viaje cuando tiene vacaciones, esquía en los Alpes en invierno y navega en el lago Lemán en verano. Vamos, que Pepe no vive nada mal.


Hasta que un día le llama un amigo suyo, que es un avispado político del gobierno central, y le dice que ya se puede volver a España, que la crisis es cosa del pasado y hay tanto trabajo como antes. Se acabó eso de desperdiciar talento español en el extranjero. "Vente a casa, Pepe, que aquí se está de lujo y hay más sol que en los Alpes". Pepe se interesa por el tema, está dispuesto a hacer sacrificios para volver y escucha ilusionado cómo su amigo le ofrece un puesto de camarero en un bar de tapas. Aunque se trata de un contrato temporal que tendrá que romper y volver a firmar cada vez que quiera coger vacaciones, le dice que con el tiempo podrá darle algo mejor, porque el país va realmente bien y el optimismo es desbordante. Pepe no parece convencido, pues con un sueldo seis veces inferior al actual no podrá mantener a su joven familia. Entonces su amigo le propone algo mejor: un puesto de camarero en un gastrobar, de ésos que ahora están de moda y salen como setas. Ante una nueva negativa de Pepe, el político insiste en que hay trabajo para dar y vender y, como en el país alpino ha aprendido francés e italiano, puede llegar a ser recepcionista en un hotel de lujo. Con un poco de suerte, piensa, acabará recibiendo a los que hoy son sus compañeros de trabajo, que van a España en busca de precios bajos, sol y playa. Pero Pepe acaba cansándose y le cuelga. El político no puede entender tal rechazo. "Si los emigrantes no vuelven es porque no quieren", predicará a partir de ese momento. Y lo peor es que habrá quien se lo crea. 

domingo, 21 de mayo de 2017

Nuevos bocados

Como una zambullida en agua helada, notamos que una nueva sensación nos asalta y lleva a un mundo desconocido. Una vez allí será difícil volver al lugar de donde venimos, o al menos llevará más tiempo de lo esperado. Es el efecto del primer bocado. Con el segundo vendrá la certeza de haber iniciado un proceso sin fin, que comienza cada vez que probamos un nuevo plato. Es la forma más sencilla de conocer el país al que acabamos de llegar o de viajar sin cambiar de ciudad.

La gastronomía nos facilita la inmersión en un lugar determinado. Es capaz de enseñar aspectos de la tradición local, de la sabiduría popular o de la historia de una región, que sería difícil conocer de otra manera. Todo ello en un solo instante, haciendo trabajar nuestro gusto y olfato de forma placentera. Pero no tienen por qué gustarnos esos nuevos sabores, que nos enfrentarán a situaciones incómodas y forjarán nuestra personal opinión. ¿Qué decir cuando un buen anfitrión nos prepara con orgullo una delicia local y no pasamos del tercer bocado? Nos guste o no, un buen plato nos habla de los productos de la tierra que visitamos y su peculiar forma de combinar sabores conforma la personalidad de ese lugar. Además, los rituales en torno a la mesa (el orden de los platos o la forma de comerlos) también participan en esa forma de interpretar el mundo que nos rodea.

Al llegar a Francia tuve la suerte de aterrizar en Dijon, capital de la Borgoña, una de las regiones en donde mejor se come, y en el seno de una familia que se esmeró en mostrarme los platos locales. Un país reconocido por su tradición culinaria no me decepcionó, pero me deparó más de una sorpresa. La primera fue un plato que no deja indiferente a nadie: los caracoles de Borgoña. Aunque una potente salsa a base de mantequilla, ajo y perejil deja el sabor de los moluscos a un lado. Prueba superada. Otro plato peculiar, característico de toda Francia, son las ancas de rana. Con un sabor parecido al pollo, el principal inconveniente son los abundantes huesecillos. Pero yo me quedo con el "boeuf bourguignon", un exquisito estofado que combina dos productos representativos de esta región: la carne de buey y el vino tinto. Mención especial merecen también el "jambon persillé" (jamón cocido con perejil, ajo y vino blanco) y la "fondue bourguignonne" (que consiste en meter pequeños cubos de carne de buey en un cazo con aceite caliente para luego mezclarlos con numerosas salsas, entre las que destacará la clásica mostaza de Dijon).

Cuando, cinco años más tarde, me instalé en Lyon, me lancé a descubrir la región de Auvergne- Rhône-Alpes y los sabores cambiaron radicalmente. Si bien se trata de otro lugar donde se come muy bien, hay que reconocer que la primera impresión resulta sorprendente, pues el principal ingrediente de muchos platos es la casquería. Así nos enfrentamos de buenas a primeras con sabores contundentes, como la "andouillette" (una gruesa salchicha rellena de tripas), que no todo el mundo soporta. El menú lo completarán todo tipo de salchichas y embutidos, pero también las deliciosas "quenelles", hechas con una pasta de harina mezclada con mantequilla, huevos, leche y pequeños trozos de carne o pescado, entre otros platos. Tampoco podemos olvidar que Lyon es la ciudad del célebre Paul Bocuse, fundador de la "nouvelle cuisine" o cocina moderna, origen de los llamados "restaurantes gastronómicos" y de las florituras a las que ya estamos acostumbrados. Razón de más para elegir a Lyon como capital de la gastronomía francesa, galardón que comparte con Dijon, merecido reconocimiento a la tradición y al alto nivel de cualquier brasserie de ambas ciudades.

Pero la cocina que más importa no es la que probamos en un restaurante, sino la que hacemos todos los días. Es en nuestra propia casa donde, de esa manera, se materializan las raíces de la cultura local. Desde mi llegada a Francia he intentado hacer mías esas costumbres y cocinar según la tradición del lugar en que vivo, aconsejado por mis amigos franceses. Así fue como descubrí que le ponen panceta y queso a casi todo (ellos suelen decir de nosotros que abusamos del aceite de oliva y del ajo), desde la quiche lorraine hasta la salade lyonmaise. Y en mi casa, respetando la tierra de la que procedo, estos dos típicos ingredientes conviven de forma natural con las patatas de nuestra tortilla o el arroz de la paella. Es mi manera de demostrar que la mezcla, lejos de resultar indigesta, rompe la mordaza de la monotonía, despierta aletargadas partes de nuestra personalidad y nos hace sentir más vivos que nunca.

domingo, 14 de mayo de 2017

Cansancio

Un buen día nos levantamos, miramos a nuestro alrededor y vemos que estamos hartos de todo. El motivo es una situación que se ha vuelto incómoda con el paso del tiempo o la frustración de vivir en una realidad que no podemos cambiar. Cargamos con una mochila que pesa cada día más y nos obliga a parar en un momento dado. Es la gota que colma el vaso: tras su caída no podemos ver el mundo con los mismos ojos. Intuimos que debemos cambiar algo en nuestras vidas, pero no sabemos exactamente qué o nos resistimos a admitirlo. Es algo que motiva a muchos a hacer las maletas e instalarse, de forma temporal o permanente, en otro país.

Ese cansancio es el motor que hace avanzar el mundo, o nuestra civilización al menos. Nos gustaría creer que cambiamos por el simple hecho de querer mejorar y llegar más lejos, pero casi nunca sucede así. Lo hacemos cuando el hastío nos supera y no nos deja otra elección, cuando la confortable situación en que vivimos se vuelve insostenible. Porque la noción de riesgo inherente a todo cambio es más fácil de soportar cuando nos convencemos de que no hay otra salida. La posibilidad de fracasar se asume entonces sin reparo, pensando, por error, que no podemos ir a peor.

Es fácil encontrar ejemplos de esta forma de actuar. Si echamos mano del arte y de la arquitectura, el mundo en que me muevo habitualmente, vemos que muchos movimientos surgieron como contestación de sus predecesores. Cansados del auge de la industrialización y la producción en serie, el Art Nouveau o el Modernismo se ocuparon de reivindicar el trabajo manual con creaciones únicas y exuberantes. Encontraron en la naturaleza la inspiración que necesitaban para superar la tiranía de la racionalización y la línea recta. Sin olvidar el Impresionismo, que perdió el interés en retratar fielmente la realidad, prefirió dejar ese trabajo a la fotografía y se centró en plasmar un instante determinado de forma libre, olvidándose de reglas impuestas.

Hay muchos más casos que demuestran el carácter cíclico del cansancio. Por mucho que cambiemos, tarde o temprano acabaremos cansándonos y buscando algo nuevo o simplemente distinto. Y así volvemos a situaciones que creíamos haber superado o de las que no aprendimos lo suficiente. No avanzamos de forma lineal y nos empeñamos en contradecir la teoría de la evolución, tomando decisiones que nos acaban perjudicando (aun sabiéndolo) y repitiendo los mismos errores cuando el tiempo los borra de nuestra memoria. Aunque ese tedio que nos obliga a cambiar nos haga retroceder, no hay que olvidar que es un proceso fundamental e inevitable. Cuando falla es porque no somos capaces de aprender de viejos errores y los seguimos viendo como una posibilidad interesante.

Emigrar es una difícil decisión motivada muchas veces por el cansancio. Aparece como la única opción ante un complicado contexto político o económico, ante una situación profesional o personal difícil de aguantar. Y, como cualquier elección, no es sinónimo de éxito. Puede suponer un remedio a corto plazo, una bocanada de aire fresco que nos muestre posibilidades que nunca habíamos considerado. Pero al final acaba enseñándonos que en todos sitios cuecen habas: si los problemas de los que huimos no existen en ese nuevo lugar, aparecerán otros equivalentes.


Cuando me vine a Francia, estaba cansado de unos políticos que habían hecho mal su trabajo y habían dilapidado el futuro de los españoles. Hace un año tuvimos la oportunidad de expresar nuestro malestar y cambiar. Sin embargo, nuestros políticos no estuvieron a la altura de las circunstancias, vivimos una penosa situación de bloqueo y nos conformamos con "lo malo conocido". Ahora Francia se enfrenta a una encrucijada similar, aunque con diferentes resultados. Hoy toma posesión un presidente que, supuestamente, ha acabado con el bipartidismo. Los franceses han osado y han castigado en las urnas a los partidos que dejaron al país en una delicada posición. Pero los titulares hablan más de una derrota de la ultraderecha que de un futuro esperanzador. Evitar el "mal mayor" no significa que haya soluciones para los verdaderos problemas. Y eso es lo más preocupante, porque demuestra que poco importa el lugar en que nos encontremos si no sabemos cambiar sin aprender de nuestros errores.

domingo, 7 de mayo de 2017

Maletas llenas

La cremallera no da más de sí y parece que nunca se cerrará. La maleta ha dicho basta y se resiste una vez más. No queda más remedio que volver a abrirla, redistribuir su contenido y decidir qué se queda fuera. Todas las vacaciones acaban igual: pesando nuestro equipaje para no llevarnos una desagradable sorpresa en el mostrador de facturación. Al final nos vemos obligados a hacer una lista de prioridades para no dejar atrás lo que más nos importa. ¿Con qué llenamos nuestras grandes maletas cuando volvemos de un viaje a nuestro país de origen? ¿Qué necesitamos llevar cuando nos alejamos de nuestra tierra durante un tiempo indefinido?

Sensaciones. La respuesta es sencilla, pero tiene un doble sentido. Ese concepto ideal, que nos debería acompañar sin ocupar espacio, necesita un apoyo material: algo que le permita manifestarse en cualquier lugar. Queremos sentirnos como en casa allá donde vamos y por eso nos rodeamos de objetos que significan algo para nosotros y evocan buenos momentos. Nos animan cuando tenemos un día difícil o nos supera una imprevisible situación, porque nos devuelven a donde siempre nos sentimos seguros. Curiosamente muchos de esos objetos son comestibles y nos trasladan de forma inmediata, gracias a un simple bocado, en el tiempo y en el espacio.

La experiencia me ha enseñado que, si viajamos sin billete de vuelta, debemos llenar nuestras maletas con toda la comida que podamos. Hay que hacerlo de forma selectiva, empezando por aquellos alimentos que no podremos encontrar en nuestro destino y significan algo para nosotros. Sería un error pensar que sólo necesitamos ropa para viajar, pues siempre existe la posibilidad de comprarla en cualquier lugar, lo que no sucede cuando queremos recuperar un sabor que no volveremos a probar en mucho tiempo. Nuestro equipaje se convierte entonces en una especie de despensa móvil y nos obliga a llevar cuidado con los alimentos perecederos, que podrían sufrir durante el viaje o verse aplastados por culpa de un movimiento impredecible. El estado en que los encontremos al llegar a nuestro destino dependerá de la forma en que los hayamos colocado en la maleta, que a veces es sometida a más fuerzas que una cápsula espacial entrando en la atmósfera.

Todavía recuerdo la primera vez que mis padres vinieron a verme a Francia, cuando recorrieron mil seiscientos kilómetros en coche con un maletero lleno de melones, jamón, lomo ibérico, aceite de oliva (ese oro líquido que tan caro resulta en el extranjero), pasteles de carne, empanadas murcianas, salteadores, ensaimadas y otros manjares. Me preguntaron qué necesitaba y la respuesta pareció una lista de la compra. Cargaron el coche con otras cosas, pero nada me pareció tan imprescindible como el reencuentro con esos sabores.

Tampoco podré olvidar un viaje a la casa de mis suegros, de donde regresamos con un preciado cargamento de botes de mermelada casera, dulces, quesos y embutidos que caracterizan ese lado de los Cárpatos. Mi suegra envolvió los frascos de vidrio con bolsas de plástico y los protegió con papeles de periódico. Los colocamos de forma que la ropa amortiguara cualquier golpe y llenamos las maletas hasta llegar al límite reglamentario, pensando que las ruedas harían más llevadera su carga. Desgraciadamente no contamos con las escaleras mecánicas estropeadas del metro, donde me prometí a mí mismo, con una maleta de veintidós kilos en cada mano, que nunca volvería a hacer algo semejante, aun sabiendo que sería incapaz de mantener mi palabra. Una vez en casa, comprobamos que las precauciones no habían bastado y uno de los tarros se había roto, dejando casi toda la ropa manchada de mermelada de frambuesa...

Más allá del peso o de los contratiempos que puedan surgir, siempre hago lo mismo cuando vuelvo a casa por vacaciones: voy ligero de equipaje y regreso con todo lo que tanto echo de menos. Con la merienda que tomaba cuando salía del colegio y las preocupaciones no existían, con la comida de los domingos, o los días de fiesta, o con el sabor de los desayunos antes de ir al instituto. Y para que el ejercicio sea efectivo, a veces hago dos listas: una con las cosas que llenarán mi maleta y otra con las que no cabrán y que deberé reencontrar durante la corta estancia en mi tierra. Las sensaciones que calman la nostalgia y me hacen sentir como en casa.