domingo, 26 de febrero de 2017

Cajas de cartón

Metida en cajas de cartón, la vida ocupa más espacio del que imaginamos. Muchas mudanzas, como tantas cosas en la vida, tienen su origen en una idea feliz, llena de buenas intenciones. Después la realidad va más allá de cualquier expectativa, nos desborda y nos obliga a improvisar. No nos queda otra salida que tomar decisiones con rapidez, sin reflexionar ni considerar sus consecuencias, que no tardarán en amontonarse junto a esas cajas que nos impedirán avanzar en nuestra nueva etapa.

Hace una semana que vivimos entre cajas, sorteándolas por la mañana, antes de ir a trabajar, y vaciándolas por la noche, en nuestro escaso tiempo libre. Todo empezó con la idea de cambiar de piso, acercarnos a nuestros respectivos lugares de trabajo y disfrutar de más espacio o comodidades que nos faciliten la vida. Encontramos, al fin, el apartamento que reúne las condiciones impuestas y nos afanamos en preparar la mudanza, motivados por llegar a esa esperada meta. Llegó el momento de hacer una necesaria selección, de prescindir de las cosas que utilizamos poco o nunca (cubiertas por una espesa capa de polvo), de tirar esa triste caja que sigue cerrada desde la última mudanza y de reemplazar todo lo que se acerque a su fecha de caducidad o ya la haya superado. Pero el proceso se revela demasiado largo y nos enfrenta a decisiones un tanto incómodas, porque no es fácil desprenderse de determinadas cosas o encontrar un digno sustituto. El tiempo apremia, pues la fecha del traslado no ha cambiado, y acaba llegando el día decisivo, en que una legión de fieles amigos desembarca para ayudarnos a arramblar con todo y cargar con esas cosas de las que no tuvimos el valor de deshacernos.

Cuando todo queda bien estibado en el camión alquilado para la ocasión, me embarga una curiosa sensación. Toda mi vida se encuentra sobre esas cuatro ruedas y podría llevarla a cualquier sitio. Mi corazón piensa en un lugar mucho más al sur, pero mi cabeza sabe que todavía no ha llegado el momento y debo conformarme con otro barrio de mi misma ciudad. Es la cuarta vez que cambio de casa desde mi llegada a Francia y cada mudanza resulta más difícil que la anterior, con más objetos que transportar y más peso que cargar. Pienso en la vida nómada del emigrante, incapaz de encariñarse demasiado con un lugar, obligado a echar raíces sólo en la superficie y evitar así que sean cortadas en el próximo transplante. Por eso tiene que poner alerta todos sus sentidos y anticiparse al instante en que todo pese demasiado como para transportarlo una última vez. Será el momento de tomar esa decisión definitiva, durante tanto tiempo postergada, antes de que el excesivo lastre impida alzar el vuelo.

Una vez en la nueva casa empieza el curioso, y largo, ejercicio de volver a pensar toda una vida. Se trata de abrir con cuidado cada caja, tirar lo que se rompió durante el traslado, decidir de qué nos desharemos y asignar un lugar nuevo a cada objeto que seguirá a nuestro lado. Necesitaremos varios intentos antes de encontrar la mejor manera de amaestrar ese lugar vacío y hostil. También nosotros mismos tendremos que encontrar nuestro sitio en ese mundo nuevo, adaptarnos a ese barrio donde casi todo nos resulta ajeno. Buscaremos las comercios que más nos interesen y probaremos qué caminos nos permiten llegar a ellos recorriendo la menor distancia. La mudanza se convertirá en un estímulo necesario para mantenernos despiertos y vivos.


Pasado este arduo proceso, acabaremos dándonos cuenta de que lo más importante no son los objetos acumulados, sino la huella que dejan en nosotros las personas que, desgraciadamente, dejamos atrás con cada traslado. En la mudanza más triste que he vivido, tuve que cargar con las pertenencias de alguien que se fue para no volver. Toda su vida quedó reducida a unas cuantas cajas de cartón que llené con los objetos que algún día significaron algo para él, pero que, en su ausencia, perdieron todo su valor. Descubrí aspectos de su personalidad que desconocía, o de los que nunca me habría hablado, y me enfrenté por primera vez a una pregunta que hoy sigue sin respuesta en mi interior. No sé qué importancia dar a esos huérfanos objetos. Cuando no hay nadie capaz de abrir esas cajas y buscar un nuevo lugar a su contenido, éste se convierte en un triste recuerdo de lo que pudo ser y nunca será, que nos muestra la vida como un pasajero viaje, que nos lleva más lejos si logramos reducir cuanto nos lastre.  

domingo, 19 de febrero de 2017

Unos centímetros a la izquierda

Las luces del camión de bomberos colorean la vecina fachada de forma intermitente y llegan hasta el salón de mi casa. Desde allí observo cómo un grupo de curiosos busca en la calle la razón de tal revuelo. En la oscuridad de un apartamento, los haces de las linternas se recortan con nitidez. Mientras inspecciona con cautela el lugar, un policía ilumina las caras de sus compañeros y me permite deducir lo que sucede. La luz había sido cortada tras el reiterado impago de las facturas y los vecinos les habían alertado por un insoportable y preocupante olor. Abajo, los bomberos salen de la puerta del edificio cargando una gran funda de plástico, que parece contener un cadáver. Mi vecino ha muerto de la misma forma en que ha vivido. En la más absoluta soledad.

No era la primera vez que los bomberos le visitaban: él mismo les había llamado en otra ocasión. El viejo parecía enfermo, apenas era capaz de moverse, y los bomberos le llevaron al hospital. Semanas más tarde, en otra visita, le dieron consejos para que cuidara su delicada salud. A decir verdad, llevaba una extraña vida, siempre despierto, siempre junto a la ventana. Pude comprobarlo durante las largas noches que siguieron al nacimiento de mi hijo, cuando me paseaba con él en brazos y me consolaba mirando las luces de los que tampoco dormían. A las dos, a las cuatro, a las seis de la madrugada. Mi vecino estaba en su habitación, la ventana abierta y la luz encendida. Unas semanas antes de la última irrupción de los bomberos, me di cuenta de que ya no se asomaba a la ventana, ni veía la televisión como acostumbraba. Pensé que se había mudado o que seguía ingresado en el hospital, sin imaginar que la peor de las suposiciones acabaría confirmándose.

Desde mi ventana, mientras observo cómo su inerte cuerpo emprende un penúltimo viaje, me doy cuenta de hasta qué punto ignoramos la vida de nuestros vecinos, cuyas historias se entrecruzan inevitablemente con la nuestra. Viven a escasos metros de nosotros y al otro lado de un simple muro se pueden materializar los más terribles escenarios, protegidos por nuestra secreta complicidad. Barro con la mirada la fachada del edificio de enfrente y veo otras vidas que transcurren sin sospechar que los policías no han acabado su registro. Siguen buscando indicios que hagan suponer que la muerte no ha sido natural. Un hombre fallece sin que nadie pueda socorrerle, o al menos reparar en su ausencia, y otro apunta con un láser a los militares que custodian una escuela judía. Mi vecino murió hace un año, cuando creí descubrir a quien buscaban los militares que me denunciaron por culpa de aquel láser, como conté la semana pasada.

Una inusual actividad delató las obras que tenían lugar en el piso contiguo al mío. Su dueño lo preparaba para la llegada de su hija y su yerno. La experiencia vivida con su último inquilino le hizo escarmentar y ahora sólo piensa en acoger a gente de confianza, empezando por su familia. Los policías también habían intentado inspeccionar aquel apartamento, pues al estar situado a la misma altura que el mío, resultaba igualmente sospechoso. Sin encontrar a nadie que les abriera, acabaron acudiendo al dueño, que estuvo presente en el registro y contempló la extraña escena. Las pertenencias de su inquilino seguían allí, pasaporte incluido, y la hipótesis de un precipitada huída parecía descartable. El dueño afirmó que el hombre nunca le había pagado el alquiler y que los documentos que justificaban su sueldo, facilitados para poder alquilar el piso, eran falsos. Había llamado a su empresa para localizarle, pero nunca había trabajado allí. Acabó de contarme aquella historia diciendo que no le extrañaría si su cuerpo aparecía flotando algún día en el Ródano.


Lo más difícil de explicar es que aquel inquilino, que no volvió a dar señales de vida, era judío. O al menos eso indicaba la mezuzá, un tubo de plástico atornillado en la jamba de su puerta, que contenía un pergamino con dos versículos de la Torá. Estas rocambolescas anécdotas vienen a mi memoria porque, arrastrado por la inercia de la vida, me acabo de mudar a otro barrio de Lyon, donde he encontrado un piso con más espacio y comodidades. Así que voy a echar de menos mi antigua y animada calle. Salvo honrosas excepciones, puedo confirmar que los franceses son menos cercanos que los españoles y las relaciones vecinales son más bien frías. Pero, tras las experiencias vividas, creo que voy a interesarme más por mis vecinos, aunque sólo sea para presentarme y, de paso, ver qué cara tiene quien vive a unos centímetros a la izquierda. Por lo que pueda pasar.

domingo, 12 de febrero de 2017

Agitado, pero no revuelto

Golpean tres veces la puerta de entrada y el pasillo se encarga de dirigir el sonido hasta el cuarto de baño. Me parece oír algo, así que cierro el grifo de la ducha para evitar cualquier interferencia. Silencio. Tres nuevos golpes, más fuertes, son ahora inconfundibles. Son las siete de la mañana y habría seguido duchándome si hubiera pensado que se trata de una equivocación, pero una extraña intuición me dice que es algo grave. Salgo de la ducha, me enrollo la toalla alrededor de la cintura y me dirijo a la entrada mientras otros tres enérgicos golpes hacen temblar la puerta. Abro y me encuentro a cuatro hombres: tres policías de paisano y un comisario, que me muestra su identificación y me pide que les enseñe mi piso. No tengo elección, así que me hago a un lado y les dejo pasar. Parece demasiado tarde para una explicación.

Inspeccionan el salón. Uno empieza a hacer fotos, otro parece analizar cada objeto con atención y el resto se dirige hacia las ventanas que dan a la calle. No hay duda, dice uno de ellos al comisario, que mueve la cabeza afirmativamente y abre una ventana para observar la calle perpendicular a la fachada de mi edificio, una larga vía que se prolonga hasta donde alcanza la vista. Quieren ver la habitación contigua, pero les digo que mi mujer aún duerme y no insisten. Me preguntan sobre mi situación laboral y personal. Aunque se trata de cuestiones generales, una de ellas destaca por su precisión: quieren saber lo que hice el pasado martes por la noche, entre las diez y las once. Cuando les conté todo lo que sabía, se despidieron secamente, sin disculparse siquiera por las molestias causadas. Sólo tuve derecho a un escaso minuto de explicaciones.

Me dijeron que en la calle que se ve desde mi salón se encuentra una escuela judía, algo que yo desconocía. En la noche del mencionado martes, alguien se dedicó a apuntar con un láser a los militares que custodiaban la entrada del local, que era utilizado para todo tipo de reuniones del colectivo judío que vive en mi barrio. Los militares, utilizando métodos que no detallaron, determinaron que el láser procedía exactamente de una ventana de mi piso y me denunciaron a la policía. Al principio me resultó algo cómico que el motivo de la inspección y de la cara larga del comisario fuera una simple chiquillada. Aunque me explicó que el militar había sufrido lesiones en la córnea, me pareció difícil de creer y me dio por reír. Los policías no estaban para bromas, así que me citaron a declarar en comisaría. Como la denuncia había sido formalizada por un militar, el asunto era bastante serio y no se podía saldar con una fútil sonrisa. No tenía otra opción que firmar una declaración jurada: sería mi palabra contra la suya.

La anécdota sucedió hace dos años, en una Francia consternada por el atentado contra Charlie Hebdo y el ataque al supermercado kosher. Un sentimiento de desconfianza y paranoia se instaló en la sociedad y llegó de aquella brusca manera hasta mi calle, donde no dudó en llamar a mi puerta. Vivo en un barrio variopinto, dicho sea de paso, donde la proximidad de la estación y los precios asequibles atraen a todo tipo de extranjeros. Pero lejos de sentirme inseguro, me veo arropado por su calidez. Me identifico con ellos y su amabilidad, que busca devolver un poco de la ayuda que no todo emigrante recibe al llegar. También es el barrio judío de Lyon, donde cada sábado se suceden tirabuzones, trajes negros, kipás y grandes sombreros. Shabbat shalom.


Me gusta pasear por mi barrio y sentir bajo los pies el hormigueo de un mundo vivo y rico. La convivencia es pacífica y me recuerda a la agitación de una colmena. Los expatriados que recibe Francia poco se parecen a los que solemos ver en España. Lo reconozcamos o no, el país galo tiene un mejor nivel de vida y atrae a personas de muchas más nacionalidades. Todo esto me hace pensar en la crucial integración de todo emigrante y en su aportación al país de acogida. Por eso me sorprende que una diversidad tan arraigada se vea amenazada por la desconfianza que instalan los reiterados atentados terroristas. Por eso me preocupa el auge del conservador Front National, tendencia que confirma su carácter global con el Brexit o Donald Trump, en un país donde la inmigración es tan evidente como inevitable. Por eso me indigna que se aprovechen del miedo para atraer los votos de gente sin criterio. Por eso aborrezco a quien apuntó con un láser a aquella escuela judía y me llevó a comisaría, alguien cuya supuesta identidad me llevó un año averiguar. (Continuará)

Metz, Centro Pompidou, 28/05/2011

Las cosas se tuercen y pensamos que los problemas no tienen solución, pero cuando llega la calma añoramos aquellos momentos de tensión.

domingo, 5 de febrero de 2017

Antes de tiempo

Camina sin reparar en dónde pisa, absorto en pensamientos que sólo él conoce. Gira la cabeza a un lado, pero no ve nada. Su mirada está perdida en un lugar tan lejano, que un regreso se aventura complicado. Desde esa distancia, el bullicio de la calle le es ajeno. Parece distraído, pero nunca ha estado tan concentrado. En su interior, el joven se ve a sí mismo, dentro de unas semanas, unos meses o unos años, en una situación que tal vez nunca llegue.

Es algo que nos sucede a diario y no podemos evitar. Imaginarnos en circunstancias que todavía no nos afectan forma parte de nuestra naturaleza. Esa capacidad de anticipación nos ayuda a elegir lo que más nos conviene (o nos debería convenir), a evitar fracasos o tropiezos inútiles. Para llegar a ese elevado estado necesitamos mucha información, detalles que van a determinar la efectividad de nuestra visión y el acierto de la decisión final. Así nos preparamos para todo evento que nos ponga a prueba: una entrevista de trabajo, una presentación en público, una reunión o cualquier cambio (temporal o permanente) en nuestras vidas.

A veces el salto es demasiado grande y nos faltan pistas de un entorno extraño. Nuestra mente sigue proyectándonos de forma natural en el futuro, pero la imaginación se ve obligada a llenar los huecos que la realidad deja. Tomar decisiones basándonos en algo tan impreciso se volverá arriesgado. Entonces tendremos que confiar en la intuición, la única forma de guiarnos en la oscuridad y perder el miedo a lo desconocido. Hay que dejar la lógica a un lado y considerar que, a veces, actuar de forma irracional nos puede beneficiar mucho más de lo que pensamos.

Es lo que le ocurre a cualquier expatriado. Cambiar de ciudad o de país supone un paso importante y es demasiado difícil tener en cuenta todas las variables sin haber pisado el lugar adonde vamos. El carácter de sus gentes, los matices de la cultura, la lengua, la atmósfera, los olores... son parámetros que no se pueden medir en una simple foto de Google Street View. Resulta imposible imaginar un contexto tan complejo a partir de información encontrada en la red, escrita por otros, con la que no tenemos un contacto directo. De poco nos sirven esas opiniones subjetivas si no es para seguir caminos ya trazados. Por mucho que el emigrante imagine su nueva situación, ese mundo idealizado se hallará lejos de la realidad y se verá obligado a lanzarse a lo desconocido. Se enfrentará a uno de los pocos retos que quedan en un mundo donde todo está al alcance de un clic. Deberá encontrar sus propias soluciones, las que no aparecen en un socorrido motor de búsqueda de internet.

Cuando vivimos en el extranjero y cada situación es nueva, nos preparamos para reaccionar en esos inesperados contextos y adaptarnos de la forma más rápida posible. Proyectarse en el futuro, anticiparse a cualquier situación, es una estrategia de supervivencia imposible de obviar, pero también un arma de doble filo que se puede volver en nuestra contra. Si dedicamos demasiado tiempo a esa práctica corremos el riesgo de desconectarnos de la realidad, de vivir en un presente cuya única razón de existir sea preparar el futuro. Esa situación ideal que anticipamos acaba condicionando nuestra vida cotidiana, dirigiendo nuestros movimientos para concretizar un día esa imagen difusa que da vueltas en nuestra cabeza. Es un esfuerzo del que nunca descansamos y que acaba ahogándonos en un mar de ilimitadas expectativas.


Cuando vamos por la calle, a veces sólo vemos a las personas con quienes nos identificamos o hacia las que nos sentimos atraídos. Suele ser gente de nuestra misma edad o grupo social, con las que creemos compartir preferencias y aspiraciones. El resto desaparece y se confunde entre la multitud. Tal vez por eso yo sólo veo al chico que camina con el aire distraído, pensando en su futuro. Le sigo con la mirada durante unos minutos, desde lejos, estudiando sus movimientos, esperando que tropiece con cualquier obstáculo que no haya visto. Sin embargo, compruebo que en realidad se mueve rápido y decidido entre la muchedumbre. Los semáforos se ponen en verde a su paso y disfruta siempre de un camino libre que le permite ganar velocidad. Parece demostrar que el mundo se rinde ante quien sabe a donde va. Cree que tiene el futuro bajo control, o al menos una pequeña parte de él. Sólo el tiempo puede darle la razón.

Clermont Ferrand, 16/04/2011

Si miramos arriba y nos abruma el camino por recorrer, no debemos perder de vista nuestro objetivo, pues desaparecerá cuanto nos separa de él.