domingo, 8 de octubre de 2023

Patriota de ida y vuelta

Nacer en un determinado lugar confiere un inevitable amor por lo que nos rodea cuando vemos el mundo por primera vez. O no. A veces esa visión sólo da ganas de partir y dejar todo atrás. Depende de lo que veamos y, más aún, de cómo lo interpretemos.

 

Una vez lejos, la percepción cambia. Pasado un tiempo, la nostalgia por un recuerdo mitificado se abre camino. Se ensalza lo que antes parecía anodino y se dedica cada vez más tiempo a revivir ese pasado ideal. A cerrar los ojos y a recordar. A intentar llevar a la vida cotidiana pequeños guiños del pasado, para que el presente se haga más soportable o para no olvidar lo que se ama.

 

De forma paralela, el migrante se identifica cada vez más con la patria que lo acoge. Lo que en un principio fue extraño, se vuelve familiar. Y llega el momento en que se enfrenta a otra encrucijada: debe elegir entre seguir identificándose con ese nuevo lugar o volver a su tierra de origen. Aunque siempre hay una tercera opción: cambiar otra vez de destino y continuar la huida hacia adelante, en un eterno viaje en busca de sentido. Todo ello depende de las personas que se encuentren por el camino y de cómo cambie la forma de ver las cosas. Y en ese devenir, la idea de patria pierde importancia, se diluye, adquiere nuevos matices y, en muchas ocasiones, se desvanece hasta desaparecer.

 

Yo nunca he sido lo que se dice un buen patriota. De pequeño, siempre escuchaba música en inglés, veía películas extranjeras, no me gustaba ni el flamenco ni los toros y no sentía especial devoción a lo que se suele asociar a mi país, o a mi región. Siempre he querido probar cosas nuevas, saciar mi curiosidad, superar límites, ir más lejos. Al fin y al cabo, sólo se vive una vez. Nunca he sentido un orgullo patrio o un apego insustituible a mi tierra natal, pero el hecho de no conformarme con lo que tengo no significa que no lo aprecie.

 

Cuando llegué a Francia, la curiosidad por descubrir un nuevo entorno era un ejercicio estimulante, como una droga que me empujaba a conocer cada vez más cosas. Esa nueva cultura acabó convirtiéndose en una nueva patria y, pasado un tiempo, una vez calmada la sed de novedad, la nostalgia empezó a pesar más en la balanza. Desde lejos seguía las noticias de mi país, celebraba éxitos deportivos o reconocimientos culturales, iba al cine cuando se estrenaba una película española, cocinaba los platos que habían marcado mi infancia y evocaba recuerdos placenteros. A ojos de mis compañeros y amigos franceses, me había convertido en un patriota español. Y yo sin saberlo. Tal vez sin quererlo, de forma intuitiva, defendía cuanto atañía a mi país y a mi región de origen, aunque nunca lo hubiera hecho antes. Tal vez sólo dependa de la forma en que vemos las cosas. Porque al otro lado de la frontera, cuando vuelvo a mi tierra, me ven como quien viene de fuera, una especie de afrancesado, que come y cena temprano; un infiltrado afín a una cultura y a unos valores extraños. Vamos, una especie de antipatriota, como si una cosa excluyera a la otra. Y así, sin pretender ser nada en concreto, me convierto en un patriota de ida y vuelta, dependiendo del lugar en que me encuentre.

 

Además, desde que soy padre me enfrento a un reto importante: transmitir a mi hijo la cultura de una patria que no es suya, sin caer en clichés ni ensalzamientos injustificados. Y no es fácil. Aunque le hablo y leo en español, sé que el dominio de una lengua no es suficiente para entender una cultura y hay que completarlo con otros conocimientos. Así que intento transmitir costumbres, tanto las que comparto como las que no, sin adoctrinar, con la equidistancia necesaria para evitar todo prejuicio o euforia subjetiva. El objetivo no es imponer una forma de ver el mundo, sino aportar todo lo que pueda enriquecer su propria manera de interpretar una realidad diversa y compleja. Sin etiquetas ni límites.

 

Para ser patriota hay que tener una patria bien definida. Cuando esa patria no tiene unos límites claros, ser patriota pierde su sentido. Porque nos damos cuenta de que no pertenecemos a un lugar determinado, que el mundo entero es nuestra verdadera patria y que no tiene sentido poner barreras al infinito.

domingo, 24 de septiembre de 2023

Silencio interrumpido

Podemos acostumbrarnos a todo. Lo difícil es, una vez adaptados a la nueva situación, volver atrás, hacer uso de esa resiliencia que tanto nos exige la sociedad actual y regresar a nuestro estado original sin rompernos por el camino, o reduciendo al mínimo las posibles cicatrices. Porque siempre queda un rastro, algo que nos recuerda que al final todo cuenta.

 

Cuando uno se acostumbra al silencio, es difícil tolerar el ruido. Este blog ha estado callado tanto tiempo, que corría el riesgo de extinguirse para siempre. Y es que cuando se pierde un hábito, otras prioridades pasan por delante y es muy difícil volver a retomarlo. En este tiempo de silencio me han pasado muchas cosas, de ésas que no apetece contar, que la vida pone ante nosotros para forzarnos a aprender de cada situación y reinventarnos. Ocurre algo que sacude nuestra existencia y lo cambia todo. Lo hace siempre de improviso, cuando menos lo esperamos, como el cambio de país de residencia, algo que me ocurrió hace ya catorce años y no deja de darme quebraderos de cabeza.

 

Al cabo de unos cuantos años viviendo en el extranjero, cuando contamos más de una década, adquirimos velocidad de crucero. Los cabos atados metódicamente durante ese tiempo empiezan a crear un tejido resistente, confortable. Nos instalamos en esa acogedora seguridad mientras nuestro lugar de origen se convierte en un territorio incierto, en donde disfrutamos durante las vacaciones, pero en donde no imaginamos una estancia a largo plazo, porque no estamos seguros de reencontrar las certezas que hemos creado lejos. No sé si esa sensación es buena o mala, no voy a juzgarla, sólo sé que es así y que puede cambiar con el paso de lo tiempo, como todo en esta vida. Por eso, cuando alguien me pregunta si me voy a quedar en Francia para siempre, respondo que, de momento, es donde vivo y donde mejor me encuentro, pero nunca se sabe lo que puede suceder. No podemos cerrar puertas, porque el cambio es la única constante en este mundo.

 

Lo más difícil de la vida en el extranjero es la distancia, la pérdida de contacto con la familia: no poder estar siempre que nuestros seres queridos lo necesitan. Todo se complica de forma inimaginable. Ahora, por ciertas circunstancias, he decidido acortar esa distancia y viajar a mi país más a menudo. El objetivo es pasar más tiempo con los míos, familiares y amigos. Porque con el paso del tiempo somos más conscientes de lo que nosotros les aportamos a ellos y de lo que ellos nos aportan a nosotros. Tal vez ese contacto sea una de las cosas más importantes en esta vida. Porque cuando abandonemos este mundo, el mayor legado que podemos dejar es la influencia ejercida en las personas que nos rodean, incluso si no somos conscientes de ella. Seguiremos viviendo en la medida en que seamos recordados, en que alguien piense en nosotros por cualquier motivo. De la misma manera que quienes se fueron viven en nosotros. Porque cualquier encuentro, conversación, gesto, comentario o acción deja una inusitada huella en quienes lo presencian. La mayor parte del tiempo, ni emisor ni receptor se dan cuenta. A veces se trata de un lenguaje no verbal, de meros sentimientos que se transmiten de forma inefable, en una cadena sinfín de impredecibles consecuencias.

 

Por eso, cada vez que vuelvo a mi tierra, intento ver a la mayor cantidad de gente que puedo. Para disfrutar de su presencia, de lo que pueda surgir en cualquier encuentro, pues en esa improvisación se halla la chispa de la vida y si no dejamos un hueco a lo inesperado, nos condenamos a la eterna repetición de lo conocido. Cada viaje es una ocasión para reencontrarme conmigo mismo, reinventarme, ordenar prioridades y cambiar, como todo en esta vida. Cambiar para sobrevivir, para seguir construyendo, como la maqueta de ese castillo que mis amigos me regalaron hace ya catorce años y que, en este tiempo de silencio, he podido terminar.

 

Así que aquí estoy, de vuelta, en este mes tan especial para mí y en que tantas cosas vuelven a empezar, dispuesto a recuperar buenos hábitos y a crear nuevos, mejores. A seguir luchando por las cosas que valen la pena. Porque lo mejor siempre está por llegar. Y cuando llegue, aquí seguiré para contarlo.