domingo, 27 de diciembre de 2015

En torno a la mesa

Las acciones aisladas se pierden en la memoria. Se convierten en anécdotas más o menos importantes, momentos pasajeros capaces de marcar fugazmente una vida, pero que acaban desapareciendo en el olvido. La repetición cíclica de esos instantes los transforma en hábitos capaces de dirigir el rumbo de toda una sociedad. Nos reconocemos en nuestras costumbres, en la constante repetición de rituales. La Navidad forma parte de esas reiteraciones que bajo un mismo nombre se suceden de forma distinta en cada país y cuyos matices muestran la personalidad local. Poco importa en qué lugar estemos, pues todos compartimos esa debilidad por reencontrarnos en torno a una mesa para pasar las horas comiendo, riendo, recordando o simplemente compartiendo un momento. Este año mi mesa está puesta en Francia, donde nuestros turrones se encuentran con su foie gras y donde sólo el recuerdo trae el aroma de las Navidades más especiales, las que vivimos cuando somos niños.

Tengo que confesar que los franceses me tratan de ludópata cuando les digo que la Navidad empieza realmente el 22 de diciembre con el sorteo de lotería. Les cuesta imaginar que unas fiestas familiares puedan comenzar con un juego de azar y el hecho de decir que son niños los que cantan los números premiados no ayuda a mejorar nuestra imagen... Poco importa que insista en explicarles que no he comprado un décimo en mi vida, pero que nunca olvidaré cuando iba al colegio y el portero de mi edificio escuchaba el sorteo en la radio. Aquella música se repetía cada vez que pasaba frente a una panadería, un bar o cualquier otro comercio abierto y los corros improvisados se formaban cuando los niños cantaban con fuerza para anunciar orgullosos el gordo.

En Francia los niños sólo cantan villancicos (no será lo único que tengamos en común) y la Navidad llega sólo en Nochebuena. La tradición mandará que el foie gras preceda al pavo relleno y que el postre traiga la "bûche de Noël", una especie de brazo de gitano al que no haremos ascos. Y, cómo no, los clásicos bombones se comerán a todas horas. Los encontraremos en el trabajo, en la pausa para el café, pero también en cualquier hogar nos los ofrecerán nada más entrar. Son los inevitables "papillotes", bombones con un envoltorio dorado que en el interior esconden un chiste, una adivinanza o una cita célebre, una excusa para comenzar una conversación con quien queramos compartirlos. Curiosamente, aunque los manjares clásicos franceses están en nuestra mesa, ninguno de los comensales hemos nacido en la Galia. Son unas Navidades atípicas, pero ningún gabacho vendrá a reprochárnoslo. Ni siquiera lo ha hecho Papá Noel, al que excepcionalmente hemos dejado entrar a sabiendas de que los pirineos son infranqueables para los Reyes Magos.

Tal vez sea una de las cosas que más echo menos, pues durante mi estancia en Francia sólo he podido prolongar una vez las vacaciones de Navidad hasta Reyes. Las fiestas se acabarán tras el año nuevo, cuando en España empezará la cuenta atrás para la llegada de los Reyes Magos. Aquí no es lo mismo y quien espere un día festivo o incluso regalos ya puede hacer las maletas. En vez de roscón, los franceses tienen la "galette des rois", una tarta de hojaldre rellena de pasta de almendras que esconde una figurita dentro y que, como todos los dulces que preparan aquí, es irresistible. La tradición es comerla el primer domingo del año, pero ¿quién puede reservar un dulce así a un único día? Así que durante todo el mes de enero se sucederán las cenas o reuniones entre familiares y amigos para ver quién se corona rey, como si se tratara de un auténtico deporte nacional.

Para acabar, lejos de los discursos moralizadores y de los arrebatos consumistas propios de estas fechas, yo me quedo con los ojos del niño que acaba de ver el futuro en la bola de madera que sostiene entre sus dedos. Ha esperado todo el año este momento y ha perdido la cuenta de las noches que lleva sin dormir. Por más que lo intenta, es incapaz de dibujar una sonrisa mientras su boca se agranda para cantar con todas sus fuerzas el número premiado con el gordo. La melodía no le deja escuchar otra cosa, ni los gritos de felicidad que surgen en el teatro, ni las botellas de champán que empiezan a descorcharse donde se vendió el número, ni el estruendo de los aviones que en esos momentos aterrizan trayendo a todos los que no pudieron comprar un décimo, pero para quienes el regreso es el mejor premio.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Al otro lado de la pantalla


El viaje ha llegado a su fin. Las puertas del aeropuerto se abren mientras una multitud de rostros con ojos brillantes y ansiosos buscan a su hijo, su novia, su amigo o su nieta, mientras analizan, la respiración contenida, las figuras que atraviesan el umbral. Se preguntan si estará más gordo o flaco, si se sigue pareciendo a esa imagen que regularmente ven en la pantalla del ordenador o del móvil. Pasan unos minutos que parecen años y ahí está. No ha cambiado tanto como esperaban, pero todos coinciden en que está mucho más guapa que en la pantalla. Se oye algún grito de alegría que deja a un lado tantos meses de amarga espera, las carreras se precipitan y al final se funden en un abrazo interminable. Les falta el aliento y las palabras sobran mientras las lágrimas recorren sus rostros. Está aquí. Estrechan sus cuerpos con tanta fuerza que el tiempo parece romperse y los últimos meses o años desaparecen como si hubiera sido ayer cuando hizo las maletas en busca de un mundo mejor. Durante una semana vivirán bajo el mismo techo, compartirán las mismas emociones y crearán los mismos recuerdos antes de que las Navidades pasen y tenga que volver a cruzar la misma puerta para convertirse de nuevo en una imagen al otro lado de una pantalla.

He pasado tantas veces por esa puerta que me es imposible recordar cada uno de esos encuentros. En la memoria quedan los más alegres y los más trágicos. A veces nadie espera al otro lado, el aeropuerto queda lejos y horarios o trabajos son difíciles de compaginar. Entonces intento pasar rápido, dejo que las familias sigan buscando el rostro esperado y contengo la respiración para evitar que alguna lágrima se escape pensando en las personas que me hubiera gustado encontrar o abrazar, pero que desgraciadamente nunca podré ver por muchas veces que vuelva a mi país. Otras veces es la sorpresa la que se impone y descubrimos a quienes nunca hubiéramos imaginado para vivir momentos de felicidad inesperados. 

Son escenas que se repiten en cualquier época del año, aunque tradicionalmente sea en Navidad cuando la mayoría coincide en un regreso programado. Este año yo no podré volver, será la primera vez que no lo haga, aunque será por un buen motivo. A veces las situaciones nos superan y no somos nosotros, por mucho que queramos, quienes decidimos su desenlace, sino que son las consecuencias de nuestros actos las que tienen la última palabra. Así es como la inercia de la vida acaba arrastrándonos y deparándonos sorpresas más o menos agradables. 

Es inevitable que en Navidades recordemos a las personas que se fueron tan lejos que ya nunca volverán a sentarse a la mesa con nosotros. Durante mi estancia en el extranjero tuve la desgracia de perder a una persona demasiado cercana. No sólo la perdí, sino que me tocó seguir desde lejos la enfermedad que la exiliaría para siempre, la incertidumbre de no saber si en su pasaporte había ya un visado para llegar al otro lado. En mi trabajo fueron comprensivos y me dieron total libertad para volver a su lado durante el tiempo que necesitara, aunque dejando claro que no se trataba de unas vacaciones pagadas. Fue así, sin avisar, como se presentó ante mí la decisión más importante de mi vida: dejarlo todo y volver a casa para aprovechar sus posibles últimos momentos o seguir en Francia para conservar un trabajo que me garantizaba un futuro. Él fue la primera persona en apoyarme cuando decidí hacer la maleta para buscar mi camino en la vida, el que más disfrutó viendo mis logros en el extranjero y el que nunca me pidió que volviera.

Al final fue la inercia de la vida la que, como siempre, me ayudó a decidir. La misma que, cuatro años después, me prepararía una sorpresa que estas navidades me impide volver a casa para demostrar que algo bueno se esconde detrás de todo sacrificio. A cambio viví el desconsuelo de ver cómo su imagen se volvía cada vez más borrosa en la pantalla, desvaneciéndose hasta desaparecer. Cuando veo a algún político hablar del 'afán aventurero' que nos empujó a los que nos fuimos, me acuerdo de él y de la angustia que supuso verle tanto tiempo en una pantalla, conteniendo las ganas de abrazarle y estar a su lado. A veces él viene a verme en sueños. Se sienta a mi lado y me pregunta, curioso, cómo me ha ido durante sus años de ausencia. Yo le cuento todo lo ocurrido con detalles, esperando ansioso su veredicto, la única aprobación capaz de validar las decisiones ya tomadas. Él me mira sin decir nada, mientras una sonrisa se dibuja en su rostro, satisfecho. 

domingo, 13 de diciembre de 2015

Elegir

Nuestro camino se dibuja por medio de elecciones. Cada una de nuestras decisiones, por pequeñas que puedan parecer, condicionan no sólo el resto de nuestras vidas, sino también el de las personas que nos rodean. Me gustaría pensar que nuestro voto servirá de algo más que para dar de comer a una clase política inútil, desvergonzada, corrupta y únicamente preocupada por conservar su estatus decadente. Han inventado un complejo sistema para impedir que votemos los que estamos fuera, pero he conseguido pasar por encima de sus obstáculos y participaré en las elecciones del 20D. Me gustaría pensar que mi voto no se hundirá en el limbo de las promesas olvidadas, sino que será un pequeño empujón que alimentará un efecto dominó que a estas alturas nadie puede parar.

Recuerdo cuando, de niño, veía la sucesión de políticos que ocupaba la mayor parte del telediario, convencido de que algún día votaría al que creyera más justo. No importaba lo que dijeran, pues se trataba de la repetición de una obra de teatro durante demasiado tiempo ensayada. A mis inocentes ojos no les costó adivinar aquella tendencia que nunca aportaba nada nuevo: ningún partido proponía nada y se limitaban a hablar mal el uno del otro, mientras el espectador se preguntaba qué le importaba ese triste espectáculo. Cuando alcancé la mayoría de edad seguía pensando como aquel crío de once años, pues el sentido común reside en cada uno de nosotros y siempre sale a la luz sin que nadie lo llame. Pensaba que el voto en blanco sería una buena crítica al sistema, pero carecía de consecuencias. Al llegar a Francia a mis amigos gabachos les chocaba mi escepticismo. Me insistían en que votar es un deber cívico y además es la única forma de participar en nuestro gobierno, de mostrar el descontento hacia una subida de impuestos o cualquier otra decisión que influya en nuestra vida diaria. Pensé que tal vez al otro lado de los pirineos las cosas son distintas, los políticos son honrados y se merecen ser elegidos, pero no hay nada más lejos de la realidad.

En el partido de Sarkozy (UMP) la corrupción estaba a la orden del día (aquí también tienen su propio Bárcenas) y el caso más sonado fue la financiación ilegal de la campaña electoral que lo llevó a la presidencia. Su imagen estaba tan degradada que hasta tuvieron que cambiar de nombre ("Les républicains" lo llaman ahora). Por otro lado el actual gobierno socialista ha defraudado a sus electores y ha demostrado ser incapaz de frenar una crisis que ataca cada vez con más fuerza, como prueba una tasa de paro del 10% que supone una vergüenza para el país (cuando en España con el doble de paro el gobierno se felicita y se digna a decir que la crisis es cosa del pasado). En medio de todo este desorden, el Frente Nacional se ha dedicado a recoger a todos los desencantados con un bipartidismo fracasado. Hoy se celebra la segunda vuelta de las elecciones regionales y el país entero tiembla mientras se pregunta hasta dónde llegará este castigo político. Las rancias ideas de la ultraderecha demuestran que el sistema democrático necesita una buena reforma y que de poco sirve elegir cuando al otro lado no hay políticos competentes que ofrezcan confianza en el futuro. Así que vuelvo la mirada a nuestra querida España y el panorama me parece al menos más esperanzador. Nos contentamos con un bipartidismo vencido, pero pasarán muchas generaciones antes de ver saneada nuestra clase política. Aunque el camino es largo, creo que el primer paso ya se ha dado.

Como moraleja de esta historia, al final acabé dando la razón a mis amigos franceses y fui a votar. El 23 de marzo de 2014 participé en mis primeras elecciones francesas para elegir al alcalde de Dijon, donde vivía entonces. Ahora es mi país el que me llama para votar, pero confieso que me fue mucho más fácil hacerlo en Francia. Los que nos fuimos tenemos que darnos de alta en el censo de españoles residentes en el extranjero y mandar una solicitud a nuestra ciudad natal antes del 22 de noviembre, desde donde envían la documentación electoral necesaria (este trámite es presencial y debe hacerse en el consulado, que cierra los fines de semana). Después hay que mandar el voto por correo al consulado para que ellos lo envíen de vuelta a la ciudad natal... Imaginen ahora a todos los que tengan que pedir un día libre en el trabajo para desplazarse, a los que no puedan permitírselo o a los que crean que tienen hasta el 20 de diciembre. En Francia, por ejemplo, es posible el voto por procuración: autorizar a otra persona para que meta nuestro voto en la urna. Fácil, ¿no? Así que uno se pregunta por qué tantos esfuerzos por complicarnos la vida y qué se esconde detrás de todo esto. Nosotros votamos y ellos nos defraudan. Hasta que alguien demuestre lo contrario.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Paraísos perdidos

Ocurre todos los días sin que nos demos cuenta, en silencio, evitando ser descubierto: perdemos algo. Un llavero, unos pendientes, piel muerta, pelo, nuestros propios recuerdos... Se van sin decir nada y su ausencia será difícil de remarcar. Sólo el paso del tiempo los delatará y cuando lo haga ya será demasiado tarde para encontrarlos. Perdemos más fácilmente aquello que olvidamos, que relegamos a un segundo plano, y las pérdidas que más duelen son las de todo aquello que nunca volverá por más que nos esforcemos en recuperarlo. Hace unos meses fui testigo de una pérdida especialmente alarmante, ya que fui plenamente consciente de ella y de la imposibilidad de evitarla.

Se produjo este último verano, antes del estreno de la película "El Principito". No había leído el libro y no pude perdonarme, no sólo porque se trate del libro más publicado en el mundo después de la biblia, sino porque la ciudad natal de su autor, Lyon, es la misma en que vivo actualmente. Uno de los mayores placeres de dominar una lengua extranjera es el de leer sin pasar por el filtro de un traductor, apreciando cada una de las palabras y expresiones elegidas por el autor, razón de más para no perder un segundo en leer aquel libro. Podría haber descargado la versión digital y haberla leído en el móvil, pero habría extrañado la sensación de pasar con cuidado una página tras otra.

Además, no podía obviar el duro momento que vive el sector editorial, tanto en Francia como en España, gravemente tocado por una crisis económica que ha relegado la cultura a un segundo o más bien un tercer plano. Se trata de un mundo ya mermado por la cada vez más importante presencia del libro electrónico. En medio de un paisaje decadente, las pequeñas librerías sucumben bajo la suela de las grandes estructuras, ya se llamen "Fnac", "Chapitre" o "Gibert Jeune", por citar unos ejemplos franceses. Estaba decidido a comprar mi "Principito" en una de esas librerías de toda la vida, aunque no fuera fácil, pues no figuran en los centros comerciales y sus direcciones no aparecen en internet. Tenía que leer ese libro antes del estreno de la película, los días pasaban, entre semana no quedaba mucho tiempo después del trabajo para largos paseos en busca de tesoros escondidos y los fines de semana solían estar bastante cargados. Reconozco que estaba decidido a rendirme y comprarlo en la Fnac más cercana cuando sucedió lo improbable.

Era una luminosa mañana de finales de julio y el calor del verano quedaba atenuado por los grandes árboles que flanquean la avenida de Saxe. Me dirigía al estudio tras haber visitado a un cliente y miraba distraído los escaparates cuando lo encontré, gritando calladamente. "Le Petit Prince" se encontraba al otro lado de una vitrina enmarcada por unas elegantes y agrietadas molduras de madera. El aspecto descuidado del exterior delataba a una vieja librería de barrio, de las que siempre han estado ahí para acompañarnos y aconsejarnos con el libro que mejor se adaptara a lo que necesitáramos en cada momento. Abrí la puerta contento, satisfecho por haber alcanzado un objetivo casi sin quererlo y haber demostrado que entre los escombros siempre hay esperanza de encontrar supervivientes. En el interior me recibieron dos amables señoras de unos cincuenta años, rodeadas por montañas de libros cuya organización parecían ser las únicas en conocer.

Había empezado a ojear aquel pequeño caos de volúmenes antiguos, imposible de descifrar para un desconocido, cuando les pregunté por el libro de Saint Exupéry. Tenían la edición clásica, con las acuarelas originales del autor, pero también había una reciente publicación adaptada a los tiempos actuales, según decían. Me alcanzaron ambos libros y abrí la nueva versión, que había convertido el intemporal cuento en una moderna historia de viajes interestelares de ciencia ficción. Las mujeres me miraron expectantes. Cuando afirmé que me quedaría con la versión original, respiraron aliviadas. Después me dijeron, con una expresión triste y resignada, que si me interesaban otros libros, sólo tendría hasta el próximo sábado para comprarlos, pues la librería cerraría sus puertas para siempre. No supe qué decir. Había llegado a aquel lugar pensando haber encontrado un paraíso mientras huía de una maquinaria hostil que destruía cuanto hallaba a su paso. Había sido demasiado ingenuo pensando que podía recuperar lo que parecía perdido y había comprobado que aquel cáncer no sólo afecta a España, sino también a Francia y a cualquier otro país. Ya no me hacía falta recorrer todo el universo para descubrir que en todos los planetas lloran las rosas.

domingo, 29 de noviembre de 2015

El último telediario

Proyectamos sobre el mundo lo que queremos ver, imaginamos que los demás nos tratan como nos gustaría ser tratados y creemos que la vida nos devuelve lo que nosotros le entregamos. Desgraciadamente la realidad difiere de nuestros sueños y tal vez sea mejor así. Nos enfrentamos cada día a una nueva batalla en la que pocas cosas salen como habíamos previsto. Dejando atrás la decepción inicial, no nos queda otra opción que luchar y demostrar a la vida que nuestra capacidad de adaptación es mucho más fuerte que todo obstáculo que el azar pueda poner en nuestro camino.

Los telediarios son una ventana abierta a un mundo cambiante, el baluarte donde observar la vida, las diarias decepciones y sorpresas que ésta nos prepara. En la era de internet la información es instantánea, pero también nos satura con ininterrumpidas alertas en el móvil o emails con resúmenes que casi nunca son leídos. Así que yo me quedo con los telediarios. Desde que vivo en Francia los sigo siempre que puedo, a las ocho de la tarde, pues el resto de Europa se mueve una o dos horas antes que nuestro país, aunque los relojes no lo reflejen. Bueno, más bien seguía las noticias francesas, pues tras demasiadas decepciones ya he visto mi último telediario.

Les enfants de la patrie tienen mucho que aprender de los noticiarios españoles y nunca oirán que destaquen por una información rigurosa y completa. Mención aparte merecen las emisiones especiales, que son bastante exhaustivas (sin ir más lejos la cobertura de los atentados de París fue excepcional, como no podía ser de otra manera). Por regla general los telediarios suelen dedicar unos escasos minutos a la actualidad del día para pasar a noticias que no tienen nada que ver con una información de actualidad. La crónica internacional brilla por su ausencia y sólo aparece brevemente cuando no se puede obviar, como la crisis de los refugiados o los problemas de Grecia. Así, tras los limitados primeros minutos de "interés general", veo sorprendido que aparecen crónicas de pueblos perdidos de la Francia profunda o reportajes que no tienen nada que ver con la esencia de un telediario y que ocupan la mayor parte de la emisión.

Como ejemplo, un día se dedicaron a hablar de personas que sólo compran productos "light". Llegaron a la conclusión de que se trata únicamente de una estrategia comercial (como ya sabíamos) y que ciertos productos son incluso peligrosos para la salud. Para justificarse, la "noticia" incluía un desfile de personajes inclasificables que habían convertido el consumo exclusivo de productos "light" en una dudosa forma de vida. Hay que reconocer que algunos reportajes son interesantes, pero quedarían mejor en cualquier programa de actualidad. Además, en los noticiarios franceses no hay espacio para la información deportiva. Rien de rien. Sin embargo, esta carencia me importa menos, pues está bien descansar de noticias españolas que van más allá de la enumeración de resultados deportivos para crear un periodismo que no queda muy lejos de la prensa del corazón.

Lo que para mí empezó como una simple decepción hacia los telediarios franceses acabó convirtiéndose en una gran indignación, pues en este país pagamos 150 euros anuales de "contribución al audiovisual público". Es decir, un impuesto obligatorio para todos los hogares que cuentan con una tele. En este contexto resulta inevitable preguntarse si se trata de un fenómeno de desinformación orquestado por el siempre chovinista gobierno francés, interesado en vender un mundo feliz sin excesivas preocupaciones. Para estar informado de lo que pasa en el extranjero, mis amigos franceses sólo han podido recomendarme una cadena de noticias 24 horas o abonarme a "le courrier international", una publicación muy interesante que traduce al francés una notable selección de artículos de prensa de cualquier país del mundo.

A pesar de todo, el otro día decidí darles otra oportunidad y cambiar de canal para ver si los periodistas franceses se habían puesto las pilas, pero me encontré con un reportaje sobre individuos que sólo compran productos de oferta en los supermercados (en cantidades industriales, además), presentando el tema como una nueva e importante patología a tratar. Así que mientras una mujer mostraba orgullosa su despensa con suficientes provisiones como para aguantar una guerra, yo me preguntaba lo que en esos momentos estaría pasando en Siria. Como decía, mi último telediario.

sábado, 21 de noviembre de 2015

Marca España

Cerramos los ojos y las imágenes vienen a nuestra cabeza. De la misma manera que se forman los sueños, montamos fragmentos de realidad a partir de nuestra experiencia, de las películas que vemos, de los libros que leemos y de las historias que escuchamos en boca de amigos o conocidos. Es así como se forma la imagen de un país. No es objetiva, no es imparcial, pero tampoco es personal. Creemos que es nuestra, pero en realidad es una construcción colectiva que crean los otros, los que viven lejos del país retratado y que seguramente nunca lo hayan pisado. Es una representación que se forma a lo largo de los siglos, influenciada por los intereses económicos y políticos del momento, pero que sobrevive a todos ellos, que perdura en el tiempo y se instala de forma irremediable en el subconsciente colectivo.

Por esta razón resulta inútil cambiar esa imagen desde dentro del propio territorio. No podemos crear una marca España, pues ya existía antes de que llegáramos y seguirá estando allí cuando nos vayamos. Cuando estamos dentro de nuestras fronteras no pensamos en ella y eso nos puede llevar al error de querer cambiarla, pero cuando salimos nos enfrentamos a esa imagen y vemos que el esfuerzo personal no es suficiente para frenar una corriente que fluye con la fuerza que el tiempo le ha dado.

Desde mi salida de España me he dedicado a desmontar la falsa imagen que los franceses tienen de nuestro país. Me miraron con los ojos desorbitados cuando afirmé nunca haber ido a una corrida de toros (muchos se creen que vamos a los toros en lugar de ir al cine) y no saber tocar la guitarra. También les expliqué para su asombro que la verdadera paella no lleva chorizo, por citar algunos ejemplos representativos. Para que se hagan una idea de hasta dónde llegan los estereotipos, les contaré que una compañera de trabajo me llegó a definir como un "español alemán". Ya saben, los alemanes tienen fama de serios, organizados y trabajadores y los españoles de sociables, vagos y fiesteros. Al verme le costaba creer que un español pudiera trabajar tanto como cualquiera, pues se dice que como en nuestro país hace más calor, la gente prefiere beber gazpacho y dormir la siesta a ir al trabajo. Desgraciadamente el porcentaje de parados no ayuda a desmentirlo.

Sobre choques culturales podría escribir un libro, pues no sólo soy un español viviendo en Francia, sino que además mi mujer es de nacionalidad rumana. No lo nieguen, puedo ver la imagen formándose en sus cabezas, un reflejo muy deformado de la realidad. Incluso no les culparé si se preguntan por qué me casé con una rumana teniendo tantas francesas para elegir. La respuesta es bien sencilla: ¿y por qué no? Si algo he aprendido en mi estancia en el extranjero, es a no generalizar, a otorgar el beneficio de la duda a cualquiera, a dejar que construya su propia imagen a través de sus acciones, partiendo de cero, sin tener que romper las expectativas que una marca determinada le haya impuesto. Actualmente vivo entre tres países y para mí el concepto de patria es bastante abierto. La experiencia me ha enseñado que todos somos habitantes de una misma roca que gira irremediablemente alrededor del Sol, que las fronteras tienden a diluirse y que la idea de una marca España tiene tan poco sentido hoy en día como una marca Francia o una marca Cataluña. 

Así que ya saben, que no les engañen, que no les vendan Cervantes o Picasso cuando lo que quieren es Jordi Pujol, Rodrigo Rato o Iñaki Urdangarín (en Francia siguen muy de cerca su caso, afilando su conocida guillotina). Para qué conformarse con el jamón serrano de toda la vida cuando pueden disfrutar de un magnífico cinco jotas marca España. Tal vez ése sea nuestro mayor distintivo, ese carácter pillo o golfo que tarde o temprano sale a relucir. Para acabar, me gustaría hacer una humilde sugerencia al gobierno que saldrá de las próximas elecciones: dejen de malgastar el dinero público en crear una etiqueta que no sirve para nada e inviértanlo en acabar con los vergonzosos (por decirlo de un modo amable) datos del paro. Porque esa sí que es la verdadera marca España, la cifra que mejor nos define y que nos señala con el dedo no sólo en Europa, sino en el mundo entero. Bajar el paro no sólo nos llevaría a ganar el respeto de nuestros vecinos y lavar nuestra degradada imagen de una forma convincente y duradera, sino que además, y lo que es más importante, cambiaría las vidas de más de cuatro millones de personas.

domingo, 15 de noviembre de 2015

Déjà vu

Todo se repite una y otra vez, sin que podamos evitarlo. Si algo nos ha enseñado la historia es que todo es cíclico. Todo ya ha pasado y, por desgracia o por fortuna (dependiendo de la situación a la que nos refiramos), todo volverá a suceder. El último y triste "déjà vu" lo vivimos anteayer, cuando 129 inocentes perdieron la vida en París en manos de viles terroristas. Otras imágenes de barbarie más familiares vinieron casi inmediatamente a mi cabeza para recordarme que crecemos y vivimos envueltos por el miedo a un nuevo atentado. Cuando era niño no entendía muy bien por qué lo hacían y hoy me sigo haciendo la misma pregunta.

Se trataba de ETA. Es un recuerdo más de mi infancia: vivir pensando que unos enmascarados podían poner una bomba en cualquier lugar. Con el tiempo descubrí la causa que había detrás, pero poco importa cuando son las armas las que están delante. Recuerdo cuando asesinaron a un policía en mi ciudad natal, Murcia. Era 1992 y tenía siete años cuando descubrí el verdadero significado de la palabra miedo. Ya no sucedía únicamente al otro lado de la televisión, sino que ocurría sobre la misma tierra que pisaba todos los días. Diez años más tarde, ETA colocó una bomba en una hamburguesería de Torrevieja, a tan sólo cincuenta metros del piso en el que pasaba el verano con mi familia. Nadie resultó herido, pero el miedo volvió a entrar en mi vida.

Hoy los rostros y las siglas han cambiado, pero detrás de ellos se esconde lo mismo: la imposición de ideologías por la fuerza y, ante todo, el desprecio hacia la vida humana. Da igual que hablemos de ETA, Al Qaeda o Estado Islámico. Todos nos emocionamos con el ultimátum a Miguel Ángel Blanco, a todos se nos encogió el corazón cuando vimos caer las Torres Gemelas, todos salimos a la calle a manifestarnos cuando el 11M, todos fuimos Charlie. Vivimos en una guerra constante, con atentados que suceden con más o menos frecuencia, más o menos cerca. Podemos rechazarla, gritar que no acabará con nuestras libertades, que nunca cambiará nuestra forma de vivir, pero la hoguera de la amenaza seguirá estando ahí, avivada por extremismos de uno y otro lado, retándonos a quemarnos de un momento a otro, consciente de la imposibilidad de extinguirla por completo.

Hace seis años que llegué a Francia, donde me sorprendió la generalmente pacífica convivencia con la población de origen árabe. No siempre fue así, y aún hoy en día el desprecio y la marginación siguen haciendo acto de presencia. Sin embargo fueron ellos mismos, mucho más numerosos de lo que en un principio pude imaginar (el 7% de la población), los que se ganaron el respeto de sus semejantes, lejos de las tensiones que todavía no hemos superado en España, donde a veces se nos olvida que ellos, durante siete siglos, también fueron españoles. En cambio ahora son mirados con recelo mientras esperan en una gasolinera a que cualquier agricultor les elija para hacer lo que nosotros no queremos. En Francia, en cambio, están bien integrados y ocupan cualquier tipo de trabajo, más o menos cualificado. Ellos también son franceses, han nacido en Marruecos, Argelia o Túnez o son hijos de los que se fueron. Los cruzo muy a menudo por la calle, en el metro o en el autobús, paseando con su familia, hablando entre ellos en árabe o en francés, cambiando de una lengua a otra con sorprendente facilidad. He trabajado con ellos y algunos son amigos.

Son ingenieros, jefes de obra, pintores o cualquier cosa que se propongan. Se llaman Nabil, Saadia, Oualid, Hamza, Samira o Nízar. Tienen la piel oscura y sus rasgos les delatan, pero poco importa, pues tienen una mirada lúcida, son alegres, familiares, simpáticos y generosos. Cuando comemos juntos es inútil servirles vino y suelen preguntar si la carne del menú es Halal. Les cuesta trabajar más durante el Ramadán, pero cuando acaba no dudan en celebrarlo como nadie, rodeados por toda su familia, como siempre lo han hecho. Siguen las tradiciones que han aprendido de sus padres y que ellos inculcan a sus hijos. Yo les respeto y admiro profundamente por ello, por defender sus orígenes sin querer imponer nada, respetando la cultura del país en el que viven y que les ha permitido prosperar. Sólo espero que mañana puedan ir a trabajar sin que la gente les mire con desconfianza, asignándoles etiquetas que ellos mismos son los primeros en aborrecer y condenar. Saldrán y se manifestarán con nosotros, codo a codo, bajo la misma pancarta, defendiendo la vida que tanto les ha costado ganar, soñando como todos con un mundo de paz y libertad.        

Lyon, Place des Terreaux, homenaje a las víctimas de los atentados de París, 08/12/2015

Murieron para que valoráramos más la vida, para que supiéramos que la seguridad es una ilusión creada por quienes saben que no existe, para mostrarnos que debemos asumir riesgos si queremos vivir plenamente.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Vacaciones perdidas

Todos necesitamos un cambio controlado, unos días que nos saquen de la rutina y hagan más soportable nuestra vida. Los llamamos vacaciones y el simple hecho de contar con ellos nos da fuerzas para seguir adelante y soportar momentos difíciles, incluso si su presencia se convierte en un lujo difícil de alcanzar y su imagen se diluye en el más improbable de los sueños. Siempre nos quedarán los recuerdos de cuando éramos niños, de cuando la cuenta atrás para las navidades se volvía insoportable, de los largos meses de verano que tanto nos costaba ocupar, de la angustia de la vuelta al cole. Vivir sin vacaciones nos resultaba inconcebible y estábamos lejos de imaginar el mundo de escasos descansos al que la sociedad nos estaba preparando.

Por esa época no sabía lo que me estaba perdiendo por no haber nacido en Francia. En este país los niños no pueden ir al colegio / instituto más de dos meses seguidos. Como lo han leído, cada dos meses necesitan dos semanas -ni más ni menos- de vacaciones. Si tenemos en cuenta además que los miércoles por la tarde los colegios e institutos franceses están cerrados a cal y canto, terminamos de completar el cuadro. Y, agárrense, hace unos dos años la jornada del miércoles completamente libre para los escolares era sagrada en toda Francia. Se ve que alguien del gobierno se cansó de que sus homólogos europeos le ridiculizaran en cada reunión de Bruselas.

A mi también me entró la risa floja cuando una compañera de trabajo me explicó cómo funcionaba el sistema educativo galo. No pude contenerme tras haber pasado unos cuantos meses desmontando la generalizada imagen de España como un país de vagos que se paraliza todos los días a la hora de la siesta y que después de dormir tiene pocas ganas de trabajar... Para qué nos sirve tener en los genes a Cervantes, Velázquez o Picasso si las palabras "fiesta" y "siesta" son las únicas que todo extranjero reconoce como ibéricas sin dudar. Marca España, ya saben.

Diferencias culturales aparte, imagínense ahora a los padres de las afortunadas criaturas haciendo malabarismos en sus respectivos trabajos para ocuparse de ellas. Sirviéndose con cuentagotas de las cinco semanas anuales de vacaciones pagadas a las que todo asalariado francés tiene derecho. Aunque los abuelos estén ahí para arrimar el hombro, no pocos tendrán que pagarse una guardería o una niñera para salir del trance. También están los que aprovechan el momento para hacer un pequeño viaje con la familia y disfrutar de los pequeños placeres de la vida. Para que el país entero no se vea paralizado cada dos meses, las regiones se reparten en tres zonas que nunca están de vacaciones al mismo tiempo, evitando que las carreteras se colapsen y demostrando una buena organización que en España estamos lejos de ver.

Pero no todas las historias tienen un final feliz. Los padres que no tengan más remedio se verán obligados a coger unos días no remunerados para ocuparse de los peques y apretarse el cinturón a final de mes. Existen unos tipos de contrato que prevén situaciones como ésta y cuentan con todos los miércoles libres, por ejemplo, o con horarios más flexibles que permitan a las familias adaptarse a los ritmos escolares. No hace falta explicar que los sueldos acusan la disminución de las horas de trabajo. Generalmente son las mujeres las que se ven obligadas a optar por esta alternativa, como prueba de que el camino de la igualdad laboral todavía está lejos de nuestro alcance.

Todo esto viene a cuento porque en Francia acaban de terminar las vacaciones de "todos los santos". Si el curso empieza en septiembre, no les hará falta hacer muchas cuentas para calcular que halloween siempre pilla a los críos en casa. Tampoco se vayan a pensar que la vida de los escolares es un camino de rosas, pues las jornadas son más largas que en España y los descansos son bien merecidos (por ejemplo, los chavales pasan en el instituto mañana y tarde e incluso los sábados por la mañana). Durante estos períodos de dos semanas la ciudad entera cambia: hay menos gente por la calle, más tiendas cerradas, los horarios del transporte público se alteran y todos se toman las cosas con más calma. A menudo veo pasar familias enteras en bicicleta por la calle y el niño que todavía llevo dentro les dirige una sonrisa triste, pensando que el pasado nunca vuelve, que esos momentos efímeros de felicidad no se olvidan y que ya nadie le podrá devolver tantas vacaciones perdidas.

sábado, 31 de octubre de 2015

Lo inevitable

Podemos mirar a otro lado, ignorarlo, huir de él y pensar que no nos alcanzará, pero nunca escaparemos de lo inevitable. Hace seis años que llegué a Francia con un billete de ida en la maleta. Tan inevitable fue mi partida como el hecho de empezar a escribir este blog. Estamos habituados a viajar con billetes de ida y vuelta, con la seguridad de saber que nuestros días están contados y que pase lo que pase volveremos al lugar del que procedemos. Cuando la fecha de ida es el único dato impreso en el billete, la certeza queda sustituida por la incertidumbre de no saber cómo acabará la aventura y la necesidad de luchar por descubrir cuál será el siguiente paso, si algún día nos llevará de vuelta a casa.

No soy el único al que la crisis española empujó a abandonar inevitablemente su país. Por eso empiezo este blog. Para informar de lo que lleva consigo una experiencia de este tipo, con sus buenos y sus malos momentos. Para contar lo que nuestros políticos desconocen o ignoran deliberadamente, para hablar de la integración de un exiliado en un país extranjero y para relativizar la imagen de una España lejana a la marca que los medios intentan vender.

Me decido a escribir seis años después de mi partida no sólo porque no haya podido antes, sino sobre todo porque el paso del tiempo cambia mucho la visión de las cosas. Porque la euforia y la excitación de los primeros meses dejan paso a una mirada reposada y crítica, no sólo con el país de origen, sino con el de acogida. Porque el conocimiento prolongado de unas nuevas costumbres locales permite la comparación con las ya conocidas, la confrontación de dos culturas distintas a pesar de su proximidad.

Aterricé en Francia tras acabar la carrera de arquitectura. Podía haber sido cualquier otro país, pues cuando damos un salto al vacío poco importa lo que haya bajo nuestros pies. Lo que de verdad cuenta es volar y sentir el aire contra nuestro cuerpo. Llegué sin conocer a nadie, con una beca de prácticas de cuatro meses, pero conseguí un trabajo que me gusta, hice muy buenos amigos y descubrí al amor de mi vida, con el que tuve la suerte de casarme.

Durante estos años no he desperdiciado el tiempo, para qué nos vamos a engañar, y podrán comprobarlo si siguen este blog, donde espero escribir al ritmo de una página por semana y contar mis experiencias en el país del queso y la baguette. Relataré las dificultades de la vida del exiliado, con su eterna lucha contra el infranqueable muro de los prejuicios culturales, pero también hablaré de los placeres de vivir en un lugar desconocido donde se aprende algo nuevo cada día y se disfruta de derechos ganados no por el simple hecho de haber nacido en un territorio determinado, sino por haber demostrado con trabajo y esfuerzo ser merecedor de ellos. No jugaré a la crítica fácil, sino a la que proviene de la experiencia propia. Al fin y al cabo no tengo licencia para matar, aunque con el tiempo me haya construido una pequeña atalaya desde la que jugar al francotirador que busca con paciencia nuevos objetivos y se lo piensa dos veces antes de disparar.

Echando la vista atrás descubro que mi vida en el extranjero se ha basado en dos simples principios: cambio y adaptabilidad. Nunca sabemos de lo que somos capaces hasta que nos encontramos en una nueva situación y descubrimos aspectos de nosotros mismos hasta ese momento desconocidos. Así, los primeros y frenéticos meses de bombardeo constante de nuevas experiencias dan paso a la estabilidad de la rutina y a la sensación de que nunca dejaremos de aprender en un entorno ajeno que poco a poco se va convirtiendo en nuestro.

A pesar de un aparente equilibrio, el cambio ha sido mi única constante en estos años y nunca me he permitido hacer planes más allá de los siguientes tres meses. Así que, de momento, sólo me comprometeré a escribir este blog hasta enero, pues un cambio muy importante ya está programado para esa fecha. Aunque imagino la confianza que puedan tener en alguien que se fue cuatro meses de su país y lleva seis años sin volver... En fin, a veces las cosas no suceden como las planeamos y lo inevitable acaba por abrirse paso tarde o temprano.