Ocurre
todos los días sin que nos demos cuenta, en silencio, evitando ser
descubierto: perdemos algo. Un llavero, unos pendientes, piel muerta,
pelo, nuestros propios recuerdos... Se van sin decir nada y su
ausencia será difícil de remarcar. Sólo el paso del tiempo los
delatará y cuando lo haga ya será demasiado tarde para
encontrarlos. Perdemos más fácilmente aquello que olvidamos, que
relegamos a un segundo plano, y las pérdidas que más duelen son las
de todo aquello que nunca volverá por más que nos esforcemos en
recuperarlo. Hace unos meses fui
testigo de una pérdida especialmente alarmante, ya que fui
plenamente consciente de ella y de la imposibilidad de evitarla.
Se produjo
este último verano, antes del estreno de la película "El
Principito". No había leído el libro y no pude perdonarme, no
sólo porque se trate del libro más publicado en el mundo después
de la biblia, sino porque la ciudad natal de su autor, Lyon, es la
misma en que vivo actualmente. Uno de los mayores placeres de dominar
una lengua extranjera es el de leer sin pasar por el filtro de un
traductor, apreciando cada una de las palabras y expresiones elegidas
por el autor, razón de más para no perder un segundo en leer aquel
libro. Podría haber descargado la versión digital y haberla leído
en el móvil, pero habría extrañado la sensación de pasar con
cuidado una página tras otra.
Además, no
podía obviar el duro momento que vive el sector editorial, tanto en
Francia como en España, gravemente tocado por una crisis económica
que ha relegado la cultura a un segundo o más bien un tercer plano.
Se trata de un mundo ya mermado por la cada vez más importante
presencia del libro electrónico. En medio de un paisaje decadente,
las pequeñas librerías sucumben bajo la suela de las grandes
estructuras, ya se llamen "Fnac", "Chapitre" o
"Gibert Jeune", por citar unos ejemplos franceses. Estaba
decidido a comprar mi "Principito" en una de esas librerías
de toda la vida, aunque no fuera fácil, pues no figuran en los
centros comerciales y sus direcciones no aparecen en internet. Tenía
que leer ese libro antes del estreno de la película, los días
pasaban, entre semana no quedaba mucho tiempo después del trabajo
para largos paseos en busca de tesoros escondidos y los fines de
semana solían estar bastante cargados. Reconozco que estaba decidido
a rendirme y comprarlo en la Fnac más cercana cuando sucedió lo
improbable.
Era una
luminosa mañana de finales de julio y el calor del verano quedaba
atenuado por los grandes árboles que flanquean la avenida de Saxe.
Me dirigía al estudio tras haber visitado a un cliente y miraba
distraído los escaparates cuando lo encontré, gritando
calladamente. "Le Petit Prince" se encontraba al otro lado
de una vitrina enmarcada por unas elegantes y agrietadas molduras de
madera. El aspecto descuidado del exterior delataba a una vieja
librería de barrio, de las que siempre han estado ahí para
acompañarnos y aconsejarnos con el libro que mejor se adaptara a lo
que necesitáramos en cada momento. Abrí la puerta contento,
satisfecho por haber alcanzado un objetivo casi sin quererlo y haber
demostrado que entre los escombros siempre hay esperanza de encontrar
supervivientes. En el interior me recibieron dos amables señoras de
unos cincuenta años, rodeadas por montañas de libros cuya
organización parecían ser las únicas en conocer.
Había
empezado a ojear aquel pequeño caos de volúmenes antiguos,
imposible de descifrar para un desconocido, cuando les pregunté por
el libro de Saint Exupéry. Tenían la edición clásica, con las
acuarelas originales del autor, pero también había una reciente
publicación adaptada a los tiempos actuales, según decían. Me
alcanzaron ambos libros y abrí la nueva versión, que había
convertido el intemporal cuento en una moderna historia de viajes
interestelares de ciencia ficción. Las mujeres me miraron
expectantes. Cuando afirmé que me quedaría con la versión
original, respiraron aliviadas. Después me dijeron, con una
expresión triste y resignada, que si me interesaban otros libros,
sólo tendría hasta el próximo sábado para comprarlos, pues la
librería cerraría sus puertas para siempre. No supe qué decir.
Había llegado a aquel lugar pensando haber encontrado un paraíso
mientras huía de una maquinaria hostil que destruía cuanto hallaba
a su paso. Había sido demasiado ingenuo pensando que podía
recuperar lo que parecía perdido y había comprobado que aquel
cáncer no sólo afecta a España, sino también a Francia y a
cualquier otro país. Ya no me hacía falta recorrer todo el universo
para descubrir que en todos los planetas lloran las rosas.
Brillante relato, me encanta.
ResponderEliminarMuchas gracias Manu !
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