domingo, 6 de diciembre de 2015

Paraísos perdidos

Ocurre todos los días sin que nos demos cuenta, en silencio, evitando ser descubierto: perdemos algo. Un llavero, unos pendientes, piel muerta, pelo, nuestros propios recuerdos... Se van sin decir nada y su ausencia será difícil de remarcar. Sólo el paso del tiempo los delatará y cuando lo haga ya será demasiado tarde para encontrarlos. Perdemos más fácilmente aquello que olvidamos, que relegamos a un segundo plano, y las pérdidas que más duelen son las de todo aquello que nunca volverá por más que nos esforcemos en recuperarlo. Hace unos meses fui testigo de una pérdida especialmente alarmante, ya que fui plenamente consciente de ella y de la imposibilidad de evitarla.

Se produjo este último verano, antes del estreno de la película "El Principito". No había leído el libro y no pude perdonarme, no sólo porque se trate del libro más publicado en el mundo después de la biblia, sino porque la ciudad natal de su autor, Lyon, es la misma en que vivo actualmente. Uno de los mayores placeres de dominar una lengua extranjera es el de leer sin pasar por el filtro de un traductor, apreciando cada una de las palabras y expresiones elegidas por el autor, razón de más para no perder un segundo en leer aquel libro. Podría haber descargado la versión digital y haberla leído en el móvil, pero habría extrañado la sensación de pasar con cuidado una página tras otra.

Además, no podía obviar el duro momento que vive el sector editorial, tanto en Francia como en España, gravemente tocado por una crisis económica que ha relegado la cultura a un segundo o más bien un tercer plano. Se trata de un mundo ya mermado por la cada vez más importante presencia del libro electrónico. En medio de un paisaje decadente, las pequeñas librerías sucumben bajo la suela de las grandes estructuras, ya se llamen "Fnac", "Chapitre" o "Gibert Jeune", por citar unos ejemplos franceses. Estaba decidido a comprar mi "Principito" en una de esas librerías de toda la vida, aunque no fuera fácil, pues no figuran en los centros comerciales y sus direcciones no aparecen en internet. Tenía que leer ese libro antes del estreno de la película, los días pasaban, entre semana no quedaba mucho tiempo después del trabajo para largos paseos en busca de tesoros escondidos y los fines de semana solían estar bastante cargados. Reconozco que estaba decidido a rendirme y comprarlo en la Fnac más cercana cuando sucedió lo improbable.

Era una luminosa mañana de finales de julio y el calor del verano quedaba atenuado por los grandes árboles que flanquean la avenida de Saxe. Me dirigía al estudio tras haber visitado a un cliente y miraba distraído los escaparates cuando lo encontré, gritando calladamente. "Le Petit Prince" se encontraba al otro lado de una vitrina enmarcada por unas elegantes y agrietadas molduras de madera. El aspecto descuidado del exterior delataba a una vieja librería de barrio, de las que siempre han estado ahí para acompañarnos y aconsejarnos con el libro que mejor se adaptara a lo que necesitáramos en cada momento. Abrí la puerta contento, satisfecho por haber alcanzado un objetivo casi sin quererlo y haber demostrado que entre los escombros siempre hay esperanza de encontrar supervivientes. En el interior me recibieron dos amables señoras de unos cincuenta años, rodeadas por montañas de libros cuya organización parecían ser las únicas en conocer.

Había empezado a ojear aquel pequeño caos de volúmenes antiguos, imposible de descifrar para un desconocido, cuando les pregunté por el libro de Saint Exupéry. Tenían la edición clásica, con las acuarelas originales del autor, pero también había una reciente publicación adaptada a los tiempos actuales, según decían. Me alcanzaron ambos libros y abrí la nueva versión, que había convertido el intemporal cuento en una moderna historia de viajes interestelares de ciencia ficción. Las mujeres me miraron expectantes. Cuando afirmé que me quedaría con la versión original, respiraron aliviadas. Después me dijeron, con una expresión triste y resignada, que si me interesaban otros libros, sólo tendría hasta el próximo sábado para comprarlos, pues la librería cerraría sus puertas para siempre. No supe qué decir. Había llegado a aquel lugar pensando haber encontrado un paraíso mientras huía de una maquinaria hostil que destruía cuanto hallaba a su paso. Había sido demasiado ingenuo pensando que podía recuperar lo que parecía perdido y había comprobado que aquel cáncer no sólo afecta a España, sino también a Francia y a cualquier otro país. Ya no me hacía falta recorrer todo el universo para descubrir que en todos los planetas lloran las rosas.

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