Se utiliza para respaldar las convicciones más diversas y
su significado se ha deformado tanto que ni siquiera quienes la exhortan saben
a lo que se refieren. La democracia parece ser el comodín que avala cualquier
capricho de nuestros incompetentes políticos, como si la forma en que han sido
elegidos pudiera justificar todas sus decisiones. Nuestra forma de gobierno se ha
pervertido tanto en los últimos tiempos, que conviene recordar sus principios
para darle un buen lavado de cara.
En los períodos electorales es cuando más sentimos el
verdadero significado de la democracia, cuando los políticos parecen más
cercanos y nos asaltan en busca de nuestra confianza. Las ideas se anteponen a
todo y, por un fugaz momento, se atisba la esperanza: pensamos que podemos
hacer algo, que nuestro voto puede cambiar la realidad o, al menos, contribuir
a ello. Pero justo después de haber metido la papeleta en la urna, todo cambia.
Las promesas se convierten en mentiras, los tipos que sonreían en los carteles pasan
a ser arrogantes personajes sólo preocupados por utilizar en su favor los mecanismos
del poder. El paso por el colegio electoral es un mero trámite para mantener un
sistema deficiente.
En un mundo como el nuestro, donde la interacción es vital,
el hecho de que nuestra relación con la política se limite a elegir una
papeleta cada cuatro años se antoja desfasado. La utilización de internet nos
permite agilizar trámites complejos, las operaciones son cada vez más seguras y
podemos realizar transacciones o firmar electrónicamente sin ningún problema.
En ese caso, ¿por qué no mejoramos nuestra colaboración en la vida política? ¿Por
qué no devolvemos al pueblo el poder que, según la verdadera democracia, debe
tener? De la misma manera que bajamos una aplicación en nuestro móvil para decidir
quién gana o pierde un concurso de telerrealidad. El apoyo tecnológico ya
existe. En poco tiempo el voto a distancia, cómodo y seguro desde cualquier
lugar, será una realidad. Sin colegios electorales ni demás parafernalia, ya no
tendrá sentido esperar cuatro años para repetir unas elecciones. Podríamos ser
consultados cada vez que surgiera un problema importante. Nuestra participación
activa nos permitiría valorar a nuestros gobernantes para destituirles o
motivarles. Frente a tal ejercicio de transparencia, la corrupción
desaparecería. Pero un voto asiduo debe tener criterio para ser válido: deberíamos
ver los plenos del congreso, leer el BOE e informarnos de las propuestas de
cada ministro o partido antes de votar. Tal implicación ciudadana sería
recompensada con reducciones de impuestos y otros incentivos que compensen el
tiempo invertido. Quienes no quieran participar en esas votaciones menores (no
todo el mundo tiene las mismas inquietudes) dirán que ya votamos a nuestros dirigentes
para ahorrarnos ese trabajo, sin admitir que el funcionamiento de nuestra
actual democracia es cuestionable. Vivir es fácil con los ojos cerrados, como decía
John Lennon en Strawberry Fields.
Y en este mundo globalizado, también deberíamos
implicarnos en la política extranjera, en la elección de políticos cuyas
decisiones influyen en el conjunto de la humanidad (un tal Donald Trump me
viene a la cabeza). Se trataría de un “externo” que no tendría tanto peso como
el local, pero permitiría inclinar la balanza del lado del sentido común cuando
los votantes se dejaran llevar por fanatismos o falsas campañas electorales. Utilizando
un ejemplo cercano, los catalanes deberían ser capaces de elegir
democráticamente su futuro, pero si esa decisión afecta de forma directa al
resto de españoles, también nosotros deberíamos participar en esa elección,
aunque no sea del mismo modo. Para mostrar, al menos, que la democracia nos pertenece
a todos y no sólo a quienes, desde lo más alto de la escala del poder, mueven
los hilos a su antojo.