domingo, 29 de octubre de 2017

Democracia globalizada

Se utiliza para respaldar las convicciones más diversas y su significado se ha deformado tanto que ni siquiera quienes la exhortan saben a lo que se refieren. La democracia parece ser el comodín que avala cualquier capricho de nuestros incompetentes políticos, como si la forma en que han sido elegidos pudiera justificar todas sus decisiones. Nuestra forma de gobierno se ha pervertido tanto en los últimos tiempos, que conviene recordar sus principios para darle un buen lavado de cara.

En los períodos electorales es cuando más sentimos el verdadero significado de la democracia, cuando los políticos parecen más cercanos y nos asaltan en busca de nuestra confianza. Las ideas se anteponen a todo y, por un fugaz momento, se atisba la esperanza: pensamos que podemos hacer algo, que nuestro voto puede cambiar la realidad o, al menos, contribuir a ello. Pero justo después de haber metido la papeleta en la urna, todo cambia. Las promesas se convierten en mentiras, los tipos que sonreían en los carteles pasan a ser arrogantes personajes sólo preocupados por utilizar en su favor los mecanismos del poder. El paso por el colegio electoral es un mero trámite para mantener un sistema deficiente.

En un mundo como el nuestro, donde la interacción es vital, el hecho de que nuestra relación con la política se limite a elegir una papeleta cada cuatro años se antoja desfasado. La utilización de internet nos permite agilizar trámites complejos, las operaciones son cada vez más seguras y podemos realizar transacciones o firmar electrónicamente sin ningún problema. En ese caso, ¿por qué no mejoramos nuestra colaboración en la vida política? ¿Por qué no devolvemos al pueblo el poder que, según la verdadera democracia, debe tener? De la misma manera que bajamos una aplicación en nuestro móvil para decidir quién gana o pierde un concurso de telerrealidad. El apoyo tecnológico ya existe. En poco tiempo el voto a distancia, cómodo y seguro desde cualquier lugar, será una realidad. Sin colegios electorales ni demás parafernalia, ya no tendrá sentido esperar cuatro años para repetir unas elecciones. Podríamos ser consultados cada vez que surgiera un problema importante. Nuestra participación activa nos permitiría valorar a nuestros gobernantes para destituirles o motivarles. Frente a tal ejercicio de transparencia, la corrupción desaparecería. Pero un voto asiduo debe tener criterio para ser válido: deberíamos ver los plenos del congreso, leer el BOE e informarnos de las propuestas de cada ministro o partido antes de votar. Tal implicación ciudadana sería recompensada con reducciones de impuestos y otros incentivos que compensen el tiempo invertido. Quienes no quieran participar en esas votaciones menores (no todo el mundo tiene las mismas inquietudes) dirán que ya votamos a nuestros dirigentes para ahorrarnos ese trabajo, sin admitir que el funcionamiento de nuestra actual democracia es cuestionable. Vivir es fácil con los ojos cerrados, como decía John Lennon en Strawberry Fields.


Y en este mundo globalizado, también deberíamos implicarnos en la política extranjera, en la elección de políticos cuyas decisiones influyen en el conjunto de la humanidad (un tal Donald Trump me viene a la cabeza). Se trataría de un “externo” que no tendría tanto peso como el local, pero permitiría inclinar la balanza del lado del sentido común cuando los votantes se dejaran llevar por fanatismos o falsas campañas electorales. Utilizando un ejemplo cercano, los catalanes deberían ser capaces de elegir democráticamente su futuro, pero si esa decisión afecta de forma directa al resto de españoles, también nosotros deberíamos participar en esa elección, aunque no sea del mismo modo. Para mostrar, al menos, que la democracia nos pertenece a todos y no sólo a quienes, desde lo más alto de la escala del poder, mueven los hilos a su antojo.

domingo, 22 de octubre de 2017

Tragedias cotidianas

Hay grandes tragedias que marcan nuestra vida para siempre. Son personales y nos sacuden con tal intensidad que nos cuesta reconocernos tras su paso. Nos producen profundas heridas que, tarde o temprano, aun cuando nunca imaginamos que fuera posible, acaban cicatrizando. Pero también hay pequeñas tragedias que, bajo el disfraz de la levedad o la transitoriedad, pueden llegar a destruirnos. Llegan un día, pensamos que pronto nos abandonarán y, sin embargo, van comiéndonos por dentro hasta no dejar nada de nosotros. Entre esos dramas cotidianos destaca el paro, que nos empuja a cambiar de país antes de que nos vacíe por completo.

Fue el primer motivo que me impulsó a dejar mi tierra natal y cambió mi trayectoria. Tras estudiar durante siete años una carrera, no es fácil quedarse con los brazos cruzados, trabajar gratis o en algo nunca antes imaginado. Las tres opciones que me ofreció mi país de origen, en plena crisis, me hundieron en un abismo de frustración que cuestionó la utilidad de años de estudio. Todos los sueños de independencia y liberación, de construcción de una vida adulta, desaparecieron cuando volví a casa de mis padres, a la habitación del adolescente que aún tenía colgadas en las paredes las imágenes de sus aspiraciones, de un ansiado mundo exterior que se reveló demasiado hostil. Al final el azar abrió una inesperada puerta en ese cuarto y me mostró un camino desconocido. Al otro lado encontré un nuevo país, una lengua que conocía, pero no dominaba, y un contrato de prácticas que se convirtió en el primer paso de una estimulante carrera profesional (y personal). Cuando giré el pomo de aquella puerta no vi ninguna cara conocida, tuve que empezar de cero y la estimulante incertidumbre acabó salvando mi salud mental. Cinco años más tarde, dejé un buen trabajo para cambiar de ciudad y seguir a mi mujer. Me lancé voluntariamente al abismo del paro, convencido de que la vida personal debe anteponerse a la profesional. No tardé en encontrar un nuevo empleo (como un guiño de la vida, que me compensaba por el riesgo asumido), pero estuve el tiempo suficiente en aquel limbo como para comprender el drama diario en que viven tantos parados.

Al principio parecen unas vacaciones. No nos preocupamos demasiado porque pensamos que se trata de una situación temporal y que, tarde o temprano, encontraremos ese soñado empleo que nos vuelva a colocar en el mundo laboral. Empezamos a mirar anuncios, redactar una buena carta de motivación, maquillar nuestro currículum para que sea más atractivo y enviarlo a las empresas en que soñamos trabajar. Incluso nos arriesgamos a ir allí y enfrentarnos a la secretaria que no quiere perder el tiempo con nosotros, pero que acaba cogiendo nuestra espontánea candidatura. De vuelta a casa, las horas pasan lentas mientras esperamos que el teléfono suene y revisamos el correo electrónico deseando ver una respuesta o la proposición de una entrevista. Y, como todo lo que se repite durante demasiado tiempo, ese esperanzador ritual acaba cansando. Mientras los meses pasan, la confianza disminuye. Cada vez resulta más difícil levantarse por las mañanas para luchar y aparentar en las escasas entrevistas que somos la persona que esa empresa necesita. Nos cuesta fingir la seguridad que hace tiempo perdimos. Con el paso del tiempo nos sentimos más inútiles, incapaces de abandonar una espiral que nos arrastra hasta las profundidades de un oscuro lugar. Hasta que un día sucede lo inesperado, recibimos la llamada en que ya no creíamos y vemos la luz al final del túnel.


La sociedad nos programa para que el trabajo sea el eje de nuestras vidas. Por eso su ausencia nos desorienta hasta cuestionar el sentido de nuestra existencia. Una actividad nos hace sentir útiles: el hecho de servir a la colectividad nos llena, pero a la vez nos silencia, nos aleja de lo que de verdad importa. Mientras estamos ocupados, no nos hacemos preguntas que para muchos resultan incómodas. La sociedad nos debería incitar a realizarnos como personas y tratar el trabajo como algo accesorio, y a la vez necesario, en esa búsqueda personal. Pero el mundo consumista en que vivimos nos trata como el hámster obligado a correr en una rueda creada por otros. Tenemos que comer y mantener a los nuestros, consumir en un mundo que no distingue entre necesidades básicas y lujos innecesarios. Sólo cuando lleguemos al final de nuestros días seremos capaces de distinguir lo superfluo de lo importante, cuando nos olvidemos del tiempo perdido en el trabajo y sólo recordemos aquél pasado junto a los nuestros.

domingo, 8 de octubre de 2017

Mirando desde lejos

Vivir en el extranjero un largo periodo de tiempo otorga ciertos privilegios, si podemos llamarlos así, y ver las cosas desde lejos forma parte de ellos. La distancia permite analizar los acontecimientos con frialdad, pero no evita que sintamos una mezcla de vergüenza ajena e indignación ante las decisiones de nuestros compatriotas, como es el caso de la crisis de Cataluña, que ha sobrepasado límites que pensábamos ya no existían.

Si miramos desde lejos significa que no podemos utilizar nuestros propios ojos y necesitamos la ayuda de otros. La tecnología nos da herramientas que reducen la distancia, incluso si no son de fiar. Para entender lo que pasaba en mi país de origen, el uno de octubre enchufé el televisor y puse el canal 24 horas de TVE. Si bien era consciente de que la televisión pública española es incapaz de dar una información objetiva (veo el telediario de las nueve siempre que puedo y sé de qué hablo), pensaba que la censura pura y dura era cosa del pasado. Durante las últimas semanas, los telediarios trataban con el título de "desafío a la ley" toda la información referente a la crisis catalana, evitando utilizar la palabra "referéndum". Estoy de acuerdo en que se trataba de una consulta ilegal, que el gobierno catalán ha forzado y manipulado de forma indiscriminada, pero no entiendo ese miedo a llamar las cosas por su nombre. Se trata de una consecuencia más de la pésima gestión que el gobierno central está haciendo de esta crisis.

En esa misma línea, los contertulios del canal 24 horas hablaban de una actuación "exquisita" de los cuerpos de Policía y Guardia Civil que cerraban los colegios electorales. Bastaba con conectarse a facebook para ver los vídeos de intervenciones brutales, en que los agentes no dudaban en coger a mujeres de los pelos, arrastrarlas escaleras abajo o empujar a personas mayores sin miramientos. Las palabras del delegado del gobierno en Cataluña, "el objetivo son las urnas, no las personas" caían por su propio peso. Mientras mi estómago se revolvía, en televisión española sólo hablaban de los noventa colegios que habían sido cerrados y no mencionaban la inmensa mayoría que había abierto. A mediodía eché un vistazo a las noticias francesas, que se hacían eco de la represión policial. No sólo una, sino varias cadenas tenían corresponsales junto a las mesas electorales y recogían testimonios de los votantes, que hablaban de su voluntad de expresar su opinión, por encima del miedo a la policía. Curiosamente, entre los periodistas a pie de urna no había ninguno de televisión española, donde insistían en que no se trataba de una jornada electoral. Al menos pude encontrar en los periódicos digitales la información que el ente público se empeñó en ocultar.

Creo que nos podíamos haber ahorrado este regreso a un pasado de gris censura y violencia policial, que sólo conduce a fracturar aún más nuestra ya dividida sociedad y avivar el fuego de los extremismos. No se puede negar que el gobierno catalán había encendido esa llama antes y la había alimentado con una manipulación contundente, pero si el río suena, agua lleva. Y es que si tanta gente ha decidido saltarse a la torera ciertas leyes, será porque los textos no son tan buenos como parecía en un principio o porque la sociedad ha cambiado más rápido de lo previsto y ha dejado de sentirse reflejada en ellos. En un mundo como el nuestro, que evoluciona a gran velocidad, las verdades inamovibles merecen ser cuestionadas antes de que se vuelvan obsoletas para siempre.


Personalmente, una vida entre tres países me ha enseñado a dejar atrás la división que generan las fronteras. Nací en España, vivo y trabajo en Francia desde hace ocho años y parte de mi corazón, como parte de mi familia, está en Rumanía, desde donde escribo estas líneas. Mi pasaporte dice que soy español, pero también me siento francés, e incluso rumano, y, por encima de todo, me veo como un ciudadano más del mundo. Si bien ya me he acostumbrado a ver mi país desde lejos, me queda mucho que aprender de Thomas Pesquet, el último astronauta francés en visitar la estación espacial internacional, donde la distancia le ha permitido relativizar muchas cosas. No se me ocurre mejor marco para una reunión entre Rajoy y Puigdemont, que no volverían a la Tierra sin haber dialogado antes. Allí arriba, los países desaparecen para mostrarnos la única roca que todos compartimos en este cíclico viaje por el universo. Los astronautas les mirarían con estupor y pensarían que si el futuro de España y de Cataluña depende de estos dos tipos, apaga y vámonos...