Hay grandes tragedias que marcan
nuestra vida para siempre. Son personales y nos sacuden con tal
intensidad que nos cuesta reconocernos tras su paso. Nos producen
profundas heridas que, tarde o temprano, aun cuando nunca imaginamos
que fuera posible, acaban cicatrizando. Pero también hay pequeñas
tragedias que, bajo el disfraz de la levedad o la transitoriedad,
pueden llegar a destruirnos. Llegan un día, pensamos que pronto nos
abandonarán y, sin embargo, van comiéndonos por dentro hasta no
dejar nada de nosotros. Entre esos dramas cotidianos destaca el paro,
que nos empuja a cambiar de país antes de que nos vacíe por
completo.
Fue el primer motivo que me impulsó a
dejar mi tierra natal y cambió mi trayectoria. Tras estudiar durante
siete años una carrera, no es fácil quedarse con los brazos
cruzados, trabajar gratis o en algo nunca antes imaginado. Las tres
opciones que me ofreció mi país de origen, en plena crisis, me
hundieron en un abismo de frustración que cuestionó la utilidad de
años de estudio. Todos los sueños de independencia y liberación,
de construcción de una vida adulta, desaparecieron cuando volví a
casa de mis padres, a la habitación del adolescente que aún tenía
colgadas en las paredes las imágenes de sus aspiraciones, de un
ansiado mundo exterior que se reveló demasiado hostil. Al final el
azar abrió una inesperada puerta en ese cuarto y me mostró un
camino desconocido. Al otro lado encontré un nuevo país, una lengua
que conocía, pero no dominaba, y un contrato de prácticas que se
convirtió en el primer paso de una estimulante carrera profesional
(y personal). Cuando giré el pomo de aquella puerta no vi ninguna
cara conocida, tuve que empezar de cero y la estimulante
incertidumbre acabó salvando mi salud mental. Cinco años más
tarde, dejé un buen trabajo para cambiar de ciudad y seguir a mi
mujer. Me lancé voluntariamente al abismo del paro, convencido de
que la vida personal debe anteponerse a la profesional. No tardé en
encontrar un nuevo empleo (como un guiño de la vida, que me
compensaba por el riesgo asumido), pero estuve el tiempo suficiente
en aquel limbo como para comprender el drama diario en que viven
tantos parados.
Al principio parecen unas vacaciones.
No nos preocupamos demasiado porque pensamos que se trata de una
situación temporal y que, tarde o temprano, encontraremos ese soñado
empleo que nos vuelva a colocar en el mundo laboral. Empezamos a
mirar anuncios, redactar una buena carta de motivación, maquillar
nuestro currículum para que sea más atractivo y enviarlo a las
empresas en que soñamos trabajar. Incluso nos arriesgamos a ir allí
y enfrentarnos a la secretaria que no quiere perder el tiempo con
nosotros, pero que acaba cogiendo nuestra espontánea candidatura. De
vuelta a casa, las horas pasan lentas mientras esperamos que el
teléfono suene y revisamos el correo electrónico deseando ver una
respuesta o la proposición de una entrevista. Y, como todo lo que se
repite durante demasiado tiempo, ese esperanzador ritual acaba
cansando. Mientras los meses pasan, la confianza disminuye. Cada vez
resulta más difícil levantarse por las mañanas para luchar y
aparentar en las escasas entrevistas que somos la persona que esa
empresa necesita. Nos cuesta fingir la seguridad que hace tiempo
perdimos. Con el paso del tiempo nos sentimos más inútiles,
incapaces de abandonar una espiral que nos arrastra hasta las
profundidades de un oscuro lugar. Hasta que un día sucede lo
inesperado, recibimos la llamada en que ya no creíamos y vemos la
luz al final del túnel.
La sociedad nos programa para que el
trabajo sea el eje de nuestras vidas. Por eso su ausencia nos
desorienta hasta cuestionar el sentido de nuestra existencia. Una
actividad nos hace sentir útiles: el hecho de servir a la
colectividad nos llena, pero a la vez nos silencia, nos aleja de lo
que de verdad importa. Mientras estamos ocupados, no nos hacemos
preguntas que para muchos resultan incómodas. La sociedad nos
debería incitar a realizarnos como personas y tratar el trabajo como
algo accesorio, y a la vez necesario, en esa búsqueda personal. Pero
el mundo consumista en que vivimos nos trata como el hámster
obligado a correr en una rueda creada por otros. Tenemos que comer y
mantener a los nuestros, consumir en un mundo que no distingue entre
necesidades básicas y lujos innecesarios. Sólo cuando lleguemos al
final de nuestros días seremos capaces de distinguir lo superfluo de
lo importante, cuando nos olvidemos del tiempo perdido en el trabajo
y sólo recordemos aquél pasado junto a los nuestros.
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