domingo, 22 de octubre de 2017

Tragedias cotidianas

Hay grandes tragedias que marcan nuestra vida para siempre. Son personales y nos sacuden con tal intensidad que nos cuesta reconocernos tras su paso. Nos producen profundas heridas que, tarde o temprano, aun cuando nunca imaginamos que fuera posible, acaban cicatrizando. Pero también hay pequeñas tragedias que, bajo el disfraz de la levedad o la transitoriedad, pueden llegar a destruirnos. Llegan un día, pensamos que pronto nos abandonarán y, sin embargo, van comiéndonos por dentro hasta no dejar nada de nosotros. Entre esos dramas cotidianos destaca el paro, que nos empuja a cambiar de país antes de que nos vacíe por completo.

Fue el primer motivo que me impulsó a dejar mi tierra natal y cambió mi trayectoria. Tras estudiar durante siete años una carrera, no es fácil quedarse con los brazos cruzados, trabajar gratis o en algo nunca antes imaginado. Las tres opciones que me ofreció mi país de origen, en plena crisis, me hundieron en un abismo de frustración que cuestionó la utilidad de años de estudio. Todos los sueños de independencia y liberación, de construcción de una vida adulta, desaparecieron cuando volví a casa de mis padres, a la habitación del adolescente que aún tenía colgadas en las paredes las imágenes de sus aspiraciones, de un ansiado mundo exterior que se reveló demasiado hostil. Al final el azar abrió una inesperada puerta en ese cuarto y me mostró un camino desconocido. Al otro lado encontré un nuevo país, una lengua que conocía, pero no dominaba, y un contrato de prácticas que se convirtió en el primer paso de una estimulante carrera profesional (y personal). Cuando giré el pomo de aquella puerta no vi ninguna cara conocida, tuve que empezar de cero y la estimulante incertidumbre acabó salvando mi salud mental. Cinco años más tarde, dejé un buen trabajo para cambiar de ciudad y seguir a mi mujer. Me lancé voluntariamente al abismo del paro, convencido de que la vida personal debe anteponerse a la profesional. No tardé en encontrar un nuevo empleo (como un guiño de la vida, que me compensaba por el riesgo asumido), pero estuve el tiempo suficiente en aquel limbo como para comprender el drama diario en que viven tantos parados.

Al principio parecen unas vacaciones. No nos preocupamos demasiado porque pensamos que se trata de una situación temporal y que, tarde o temprano, encontraremos ese soñado empleo que nos vuelva a colocar en el mundo laboral. Empezamos a mirar anuncios, redactar una buena carta de motivación, maquillar nuestro currículum para que sea más atractivo y enviarlo a las empresas en que soñamos trabajar. Incluso nos arriesgamos a ir allí y enfrentarnos a la secretaria que no quiere perder el tiempo con nosotros, pero que acaba cogiendo nuestra espontánea candidatura. De vuelta a casa, las horas pasan lentas mientras esperamos que el teléfono suene y revisamos el correo electrónico deseando ver una respuesta o la proposición de una entrevista. Y, como todo lo que se repite durante demasiado tiempo, ese esperanzador ritual acaba cansando. Mientras los meses pasan, la confianza disminuye. Cada vez resulta más difícil levantarse por las mañanas para luchar y aparentar en las escasas entrevistas que somos la persona que esa empresa necesita. Nos cuesta fingir la seguridad que hace tiempo perdimos. Con el paso del tiempo nos sentimos más inútiles, incapaces de abandonar una espiral que nos arrastra hasta las profundidades de un oscuro lugar. Hasta que un día sucede lo inesperado, recibimos la llamada en que ya no creíamos y vemos la luz al final del túnel.


La sociedad nos programa para que el trabajo sea el eje de nuestras vidas. Por eso su ausencia nos desorienta hasta cuestionar el sentido de nuestra existencia. Una actividad nos hace sentir útiles: el hecho de servir a la colectividad nos llena, pero a la vez nos silencia, nos aleja de lo que de verdad importa. Mientras estamos ocupados, no nos hacemos preguntas que para muchos resultan incómodas. La sociedad nos debería incitar a realizarnos como personas y tratar el trabajo como algo accesorio, y a la vez necesario, en esa búsqueda personal. Pero el mundo consumista en que vivimos nos trata como el hámster obligado a correr en una rueda creada por otros. Tenemos que comer y mantener a los nuestros, consumir en un mundo que no distingue entre necesidades básicas y lujos innecesarios. Sólo cuando lleguemos al final de nuestros días seremos capaces de distinguir lo superfluo de lo importante, cuando nos olvidemos del tiempo perdido en el trabajo y sólo recordemos aquél pasado junto a los nuestros.

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