Vivir en el extranjero un largo periodo
de tiempo otorga ciertos privilegios, si podemos llamarlos así, y
ver las cosas desde lejos forma parte de ellos. La distancia permite
analizar los acontecimientos con frialdad, pero no evita que sintamos
una mezcla de vergüenza ajena e indignación ante las decisiones de
nuestros compatriotas, como es el caso de la crisis de Cataluña, que
ha sobrepasado límites que pensábamos ya no existían.
Si miramos desde lejos significa que no
podemos utilizar nuestros propios ojos y necesitamos la ayuda de
otros. La tecnología nos da herramientas que reducen la distancia,
incluso si no son de fiar. Para entender lo que pasaba en mi país de
origen, el uno de octubre enchufé el televisor y puse el canal 24
horas de TVE. Si bien era consciente de que la televisión pública
española es incapaz de dar una información objetiva (veo el
telediario de las nueve siempre que puedo y sé de qué hablo),
pensaba que la censura pura y dura era cosa del pasado. Durante las
últimas semanas, los telediarios trataban con el título de "desafío
a la ley" toda la información referente a la crisis catalana,
evitando utilizar la palabra "referéndum". Estoy de
acuerdo en que se trataba de una consulta ilegal, que el gobierno
catalán ha forzado y manipulado de forma indiscriminada, pero no
entiendo ese miedo a llamar las cosas por su nombre. Se trata de una
consecuencia más de la pésima gestión que el gobierno central está
haciendo de esta crisis.
En esa misma línea, los contertulios
del canal 24 horas hablaban de una actuación "exquisita"
de los cuerpos de Policía y Guardia Civil que cerraban los colegios
electorales. Bastaba con conectarse a facebook para ver los
vídeos de intervenciones brutales, en que los agentes no dudaban en
coger a mujeres de los pelos, arrastrarlas escaleras abajo o empujar
a personas mayores sin miramientos. Las palabras del delegado del
gobierno en Cataluña, "el objetivo son las urnas, no las
personas" caían por su propio peso. Mientras mi estómago se
revolvía, en televisión española sólo hablaban de los noventa
colegios que habían sido cerrados y no mencionaban la inmensa
mayoría que había abierto. A mediodía eché un vistazo a las
noticias francesas, que se hacían eco de la represión policial. No
sólo una, sino varias cadenas tenían corresponsales junto a las
mesas electorales y recogían testimonios de los votantes, que
hablaban de su voluntad de expresar su opinión, por encima del miedo
a la policía. Curiosamente, entre los periodistas a pie de urna no
había ninguno de televisión española, donde insistían en que no
se trataba de una jornada electoral. Al menos pude encontrar en los
periódicos digitales la información que el ente público se empeñó
en ocultar.
Creo que nos podíamos haber ahorrado
este regreso a un pasado de gris censura y violencia policial, que
sólo conduce a fracturar aún más nuestra ya dividida sociedad y
avivar el fuego de los extremismos. No se puede negar que el gobierno
catalán había encendido esa llama antes y la había alimentado con
una manipulación contundente, pero si el río suena, agua lleva. Y
es que si tanta gente ha decidido saltarse a la torera ciertas leyes,
será porque los textos no son tan buenos como parecía en un
principio o porque la sociedad ha cambiado más rápido de lo
previsto y ha dejado de sentirse reflejada en ellos. En un mundo como
el nuestro, que evoluciona a gran velocidad, las verdades inamovibles
merecen ser cuestionadas antes de que se vuelvan obsoletas para
siempre.
Personalmente, una vida entre tres
países me ha enseñado a dejar atrás la división que generan las
fronteras. Nací en España, vivo y trabajo en Francia desde hace
ocho años y parte de mi corazón, como parte de mi familia, está en
Rumanía, desde donde escribo estas líneas. Mi pasaporte dice que
soy español, pero también me siento francés, e incluso rumano, y,
por encima de todo, me veo como un ciudadano más del mundo. Si bien
ya me he acostumbrado a ver mi país desde lejos, me queda mucho que
aprender de Thomas Pesquet, el último astronauta francés en visitar
la estación espacial internacional, donde la distancia le ha
permitido relativizar muchas cosas. No se me ocurre mejor marco para
una reunión entre Rajoy y Puigdemont, que no volverían a la Tierra
sin haber dialogado antes. Allí arriba, los países desaparecen para
mostrarnos la única roca que todos compartimos en este cíclico
viaje por el universo. Los astronautas les mirarían con estupor y
pensarían que si el futuro de España y de Cataluña depende de
estos dos tipos, apaga y vámonos...
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