domingo, 28 de abril de 2019

Decepciones anticipadas

Si damos la espalda a cuanto nos decepciona, no es el resultado de una acción premeditada a modo de castigo, sino la consecuencia de un gesto natural. Nuestra mente, aconsejada por su instinto, pasa a otra cosa. En mi caso reconozco que el olvido ha sido intencionado. Hace tiempo que no hablo de política, pero ha llegado el momento de abordar lo que, en este día de elecciones anticipadas, parece ineludible. 

Cuando era pequeño veía cómo mi padre seguía lo que dirigentes de uno y otro partido decían en el telediario o debate de turno, mientras yo encontraba todos los discursos vacíos de sentido: cada político se limitaba a criticar a su oponente y cuanto hacía, por el simple hecho de pertenecer al bando contrario. Siguiendo una lógica infantil, resultado de aplicar un denostado sentido común, yo rebatía a mi padre para recordar que las cosas no son negras o blancas, que todo lo que hace un gobierno, o una oposición, no puede ser malo por definición. Siempre hay matices: buenas, regulares y malas decisiones. Pero los discursos políticos destruían toda acción del prójimo y ensalzaban toda iniciativa propia. Por aquella época, un simple “cuando seas mayor lo entenderás” servía para zanjar cualquier discusión incómoda. 

Cuando tuve edad para votar, aún descontento con el panorama político, pero consciente del gran privilegio que supone meter un papel en una urna, decidí desoír los consejos de mi padre y votar en blanco. Si no tenemos una democracia perfecta, hay que engrasar la maquinaria hasta que funcione como es debido. La lectura de libros como “Ensayo sobre la lucidez”, del gran Saramago, me animó a seguir explorando aquella vía, alimentada por la indiferencia hacia un sistema bipartidista.

Una vez en Francia vi que mi decepción, compartida por la mayoría, no era expresada del mismo modo. Mis amigos franceses argumentaban que es más eficaz votar a un partido que hacerlo en blanco. Incluso si no estamos de acuerdo con ciertas ideas, un voto puede servir de castigo hacia la mala gestión de un gobierno. Recordemos que el sistema francés cuenta con una segunda vuelta en la que se debe elegir entre dos candidatos y muchos tienen que votar a quien realmente no apoyan para evitar que salga elegido quien resultaría aún peor para los intereses del país. 

En ese contexto, convencido por mis colegas franceses, decidí dar color a mi voto y contribuir a que el bipartidismo desapareciera. Si bien el panorama político español se volvió más esperanzador que el francés, la euforia fue enfriada por unas elecciones fallidas y una sorprendente incapacidad de dialogar: se dio muchas vueltas para volver a la penosa situación de antes. Si en los últimos meses el paisaje electoral se ha fragmentado aún más, la posibilidad de encontrar acuerdos viables de gobierno se ha desvanecido de forma proporcional. Los discursos se han empobrecido y vuelvo a tener la misma sensación de aquel chiquillo que miraba la televisión junto a su padre. Los actuales líderes se dedican a criticar exclusivamente a sus adversarios, el debate se polariza y no hay propuestas convincentes que piensen en el bien común. 

Y, casualidades de la vida (o no), en un momento en que volvería a votar en blanco, no podré meter mi papel en una urna. La complejidad del voto rogado, del que dependemos los integrantes del CERA (Censo Electoral de los Residentes Ausentes), ha sido una nueva barrera. Como si fuéramos ciudadanos de segunda. Es cierto que no pisamos el mismo suelo, pero participar en la construcción de nuestro país tal vez sea el penúltimo hilo (más allá de familiares y amigos) que nos une a él. Esta situación ahonda en nuestro desarraigo. Si nuestro país de origen nos pone trabas para votar y el de acogida nos niega el derecho al voto sin poseer la nacionalidad, nos sentimos perdidos en el limbo al que nos arrastra el rechazo. Apátridas en tierra hostil que solo quieren tirar los dados con su propia mano. Para ver qué sale.