domingo, 27 de septiembre de 2020

Con mascarillas y a lo loco

 Muchos necesitamos leer, escribir y viajar tanto como beber, comer y respirar. Son reflejos que no podemos controlar: simplemente están ahí y dependemos de ellos para sobrevivir. Por eso, por muchos obstáculos que aparezcan, seguiré cogiendo un avión (o lo que se tercie) cada vez que pueda. Y por eso dedico mi octava página de anécdotas viajeras a las dificultades que debemos afrontar si queremos movernos en estos tiempos de pandemia.

 

Acababan de reabrir las fronteras cuando, a principios de julio, cogí a mi hijo de la mano para que no olvidara de dónde viene su padre y, de rebote, él mismo. Confieso que algo de recelo experimenté al llegar al aeropuerto de Lyon: el recuerdo del confinamiento seguía presente y no sabía muy bien cómo volveríamos a viajar en esta rara época. Para mi sorpresa, exceptuando el uso de la mascarilla, el respeto de las normas sanitarias brillaba por su ausencia. En el fondo tampoco me sorprendía tanto, pues ya sabía cómo había sido la «desescalada» en Francia, mucho más brutal que en España, pues desde la reapertura de los restaurantes, todo volvió a ser más o menos como antes. En ninguna fila de espera se veía la famosa «distancia social». Y si nosotros la respetábamos, no tardábamos en sentir la presencia de la siguiente persona en la espalda... Igual daba que estuviéramos en el mostrador de facturación, en el control de seguridad o en la puerta de embarque. Por eso me sorprendió que, en este último lugar, alguien del aeropuerto gritara «antes de entrar en el avión, hay que respetar la distancia de seguridad». A mí me dio la risa floja, pues no entendía de qué podía servir entonces, justo antes de encerrarnos como sardinas en lata.

 

Ya en el avión, una vez pasado el control de temperatura y obviado la distancia, el embarque fue más fácil que de costumbre, al no llevar equipaje de mano, cuya facturación fue obligatoria (y gratuita). Lo difícil vino al aterrizar, cuando las azafatas recogieron los formularios de rigor (a los que ya dediqué mi anterior artículo) para devolverlos unos minutos más tarde, entre la confusión generalizada, porque cada pasajero debía presentar el suyo en el control sanitario del aeropuerto. Por aquel entonces el papelito ya había pasado por demasiadas manos, no había gel hidroalcohólico que lo desinfectara y el avión parecía el camarote de los hermanos Marx. No sé si el acento que tenía la azafata cuando hablaba francés influyó en algo, pero nadie entendió que el desembarco sería progresivo y los pasajeros debían permanecer sentados hasta que se les llamara, fila por fila, como si fuera la vuelta al cole. En cuanto el avión se paró, todos se levantaron a la vez: las prisas por salir ganaron a la aprensión por el virus. Y luego nos preguntamos por qué en esta segunda oleada los contagios suben como la espuma...

 

Tal vez influya que la «distancia de seguridad» cambie en cada país: un metro, uno y medio o dos. Si bien el virus es el mismo, la forma de enfrentarse a él cambia dependiendo de dónde nos encontremos. Además, las reglas varían de una semana a otra, lo cual aporta una sensación de descontrol que resta credibilidad. Y como este verano tuve la oportunidad, además, de ir a Grecia, también pude ver cómo se las gastan por allí. Para empezar, antes de viajar hay que rellenar un formulario por internet, a cambio del cual recibimos un código QR que mostrar a la policía en el aeropuerto, lo que me parece más apropiado que el papelito que va de mano en mano. Y no hay que tomárselo a guasa, pues la presencia policial hace que cualquier olvido cueste caro, como comprobamos cuando vimos que una pareja fue obligada a volver a Lyon porque no disponía del dichoso código. Después, en función de los países en donde hayamos estado antes, hacen el test de rigor, que nos exime de toda cuarentena si el resultado es negativo, tras recibirlo veinticuatro horas después.

 

Tras la animada llegada, pasamos las vacaciones sin contratiempos, hasta que, un día antes de volver, toco la frente de mi hijo... ¡Treinta y nueve grados! Todas las alarmas coronavíricas se dispararon en mi cabeza, seguro de perder el vuelo y permanecer atrapados en un país extranjero. Menos mal que, tras una noche difícil, la fiebre desapareció y todo quedó en un susto, en una simple insolación. Demasiadas visitas de ruinas bajo el sol... Así que al final pudimos volver a casa con las ganas de viajar intactas, con las pilas cargadas para seguir afrontando todo lo que estos extraños tiempos nos sigan deparando.