Siempre hay una buena excusa para coger
un avión y desaparecer durante unos días, meses o años. Y parece
que estas fechas son aún más propicias para hacer las maletas y
despedir el año en un lugar inhabitual, el mejor momento para
proponer mi tercera entrega de anécdotas viajeras, que espero que no
disuadan a nadie de aprovechar un merecido descanso. La moraleja de
mi primera historia es muy evidente, pero conviene tenerla bien en
cuenta: hay que comprobar la caducidad de nuestro DNI o pasaporte
antes de salir de casa. No es algo que hagamos todos los días y por
eso podemos pasar por alto un reflejo muy útil. Lo digo porque he
sido víctima de esta fácil trampa.
Ya había puesto mi maleta sobre la
cinta transportadora del mostrador de facturación, inocente de mí,
cuando la azafata me informó de que mi DNI estaba caducado desde
hacía unos meses. No puede viajar, señor. ¿No tendrá por
casualidad un pasaporte en su casa? Si que lo tengo, pero en mi
casa... Me encontraba en el aeropuerto de Alicante y, aunque había
llegado con mucha antelación, no quedaba tiempo para un viaje
relámpago a Murcia. Sin embargo, existía una solución, algo
alocada, pero solución al fin y al cabo. El destino final de mi
viaje era Bruselas e incluía una escala en Madrid. Técnicamente
podía volver a mi casa, a Murcia, coger el pasaporte e ir a Madrid
para no perder el segundo vuelo que me llevaría a Bruselas. Mis
padres, que me habían llevado en coche al aeropuerto, esperaban a
que facturase antes de despedirse. Les expliqué la situación y mi
padre asumió el reto. Nunca le vi conducir tan rápido. Era
temprano, no encontramos mucho tráfico y, por suerte, hace ocho años
había menos radares que hoy en día. Si el coche hubiera tenido
alas, podría haber despegado. Tanto mi padre como la máquina
hicieron un esfuerzo titánico y en el último peaje antes de llegar
a Barajas, el motor se paró y no quiso volver a arrancar. Lo siento
hijo, hasta aquí hemos llegado, me dijo mi padre.
Me resistía a pensar que tanto
esfuerzo había sido en balde, así que salí del coche para jugar mi
última carta. Fui de un puesto de peaje a otro preguntando a cada
conductor si iba al aeropuerto o le pillaba de camino. Entonces
descubrí la verdadera cara de una sociedad que creía solidaria.
Nadie se paró a escuchar mi plegaria o interesarse por la inquietud
que mi desesperada cara transmitía. La mayoría levantó la
ventanilla, accionó el seguro y miró a otro lado. Y los pocos que
me prestaron atención, me miraron con desprecio y siguieron su
camino sin decir palabra. No podía creer aquella actitud. Mi
problema podía haber sido más grave, pero nadie se interesó por
saber si, por ejemplo, necesitaba llevar a alguien al hospital.
Ya me había resignado a lo peor,
cuando una conductora me escuchó. Las tres mujeres que iban en el
coche se dirigían a Madrid y no les importaba pasar por el
aeropuerto. Me hablaron de cuando eran jóvenes y hacer dedo era algo
habitual. Pero los tiempos han cambiado, decían, y nadie quiere
arriesgarse a dar una oportunidad a un desconocido. Por suerte di con
aquel simpático grupo al que el tiempo y la vida habían regalado
una forma abierta de ver las cosas. Al final pude coger mi avión
para Bruselas y agradecer aquel altruista gesto.
Otro
accidentado viaje fue uno de mis primeros vuelos. Despegué, junto
con mis padres, rumbo a París, pero el avión nunca llegó a su
destino. Apenas unos minutos después de dejar el aeropuerto de
Alicante, comprobamos que un motor hacía un extraño ruido. Dicho
sea de paso, empezamos a desconfiar cuando subimos a un pequeño
avión de hélice. Una azafata informó por megafonía de que un
problema técnico, que no detalló, nos impedía llegar a París y
nos obligaba a aterrizar en el aeropuerto de Valencia para cambiar de
avión. Aunque la reacción de mi madre pudo hacer cundir el pánico
del pasaje, la calma se impuso tras una oleada de comentarios en voz
alta. Nos preguntamos si llegaríamos a Valencia e interrogamos, sin
éxito, a la azafata. Acabamos escuchando una conversación con su
compañera en que intercambiaban anécdotas de parecidos momentos de
tensión a los que se habían enfrentado en su carrera. Al final
aterrizamos sin problemas, primero en Valencia y más tarde en París.
Aquellas azafatas me dieron más de un motivo para no volver a coger
un avión, pero aquí sigo, sin contar a cuántos me subo en un año,
consciente de que el riesgo no sólo es algo inevitable en nuestras
vidas, sino que, además, las hace interesantes.