domingo, 25 de diciembre de 2016

Por el camino, yo me entretengo

Siempre hay una buena excusa para coger un avión y desaparecer durante unos días, meses o años. Y parece que estas fechas son aún más propicias para hacer las maletas y despedir el año en un lugar inhabitual, el mejor momento para proponer mi tercera entrega de anécdotas viajeras, que espero que no disuadan a nadie de aprovechar un merecido descanso. La moraleja de mi primera historia es muy evidente, pero conviene tenerla bien en cuenta: hay que comprobar la caducidad de nuestro DNI o pasaporte antes de salir de casa. No es algo que hagamos todos los días y por eso podemos pasar por alto un reflejo muy útil. Lo digo porque he sido víctima de esta fácil trampa.

Ya había puesto mi maleta sobre la cinta transportadora del mostrador de facturación, inocente de mí, cuando la azafata me informó de que mi DNI estaba caducado desde hacía unos meses. No puede viajar, señor. ¿No tendrá por casualidad un pasaporte en su casa? Si que lo tengo, pero en mi casa... Me encontraba en el aeropuerto de Alicante y, aunque había llegado con mucha antelación, no quedaba tiempo para un viaje relámpago a Murcia. Sin embargo, existía una solución, algo alocada, pero solución al fin y al cabo. El destino final de mi viaje era Bruselas e incluía una escala en Madrid. Técnicamente podía volver a mi casa, a Murcia, coger el pasaporte e ir a Madrid para no perder el segundo vuelo que me llevaría a Bruselas. Mis padres, que me habían llevado en coche al aeropuerto, esperaban a que facturase antes de despedirse. Les expliqué la situación y mi padre asumió el reto. Nunca le vi conducir tan rápido. Era temprano, no encontramos mucho tráfico y, por suerte, hace ocho años había menos radares que hoy en día. Si el coche hubiera tenido alas, podría haber despegado. Tanto mi padre como la máquina hicieron un esfuerzo titánico y en el último peaje antes de llegar a Barajas, el motor se paró y no quiso volver a arrancar. Lo siento hijo, hasta aquí hemos llegado, me dijo mi padre.

Me resistía a pensar que tanto esfuerzo había sido en balde, así que salí del coche para jugar mi última carta. Fui de un puesto de peaje a otro preguntando a cada conductor si iba al aeropuerto o le pillaba de camino. Entonces descubrí la verdadera cara de una sociedad que creía solidaria. Nadie se paró a escuchar mi plegaria o interesarse por la inquietud que mi desesperada cara transmitía. La mayoría levantó la ventanilla, accionó el seguro y miró a otro lado. Y los pocos que me prestaron atención, me miraron con desprecio y siguieron su camino sin decir palabra. No podía creer aquella actitud. Mi problema podía haber sido más grave, pero nadie se interesó por saber si, por ejemplo, necesitaba llevar a alguien al hospital.

Ya me había resignado a lo peor, cuando una conductora me escuchó. Las tres mujeres que iban en el coche se dirigían a Madrid y no les importaba pasar por el aeropuerto. Me hablaron de cuando eran jóvenes y hacer dedo era algo habitual. Pero los tiempos han cambiado, decían, y nadie quiere arriesgarse a dar una oportunidad a un desconocido. Por suerte di con aquel simpático grupo al que el tiempo y la vida habían regalado una forma abierta de ver las cosas. Al final pude coger mi avión para Bruselas y agradecer aquel altruista gesto.


Otro accidentado viaje fue uno de mis primeros vuelos. Despegué, junto con mis padres, rumbo a París, pero el avión nunca llegó a su destino. Apenas unos minutos después de dejar el aeropuerto de Alicante, comprobamos que un motor hacía un extraño ruido. Dicho sea de paso, empezamos a desconfiar cuando subimos a un pequeño avión de hélice. Una azafata informó por megafonía de que un problema técnico, que no detalló, nos impedía llegar a París y nos obligaba a aterrizar en el aeropuerto de Valencia para cambiar de avión. Aunque la reacción de mi madre pudo hacer cundir el pánico del pasaje, la calma se impuso tras una oleada de comentarios en voz alta. Nos preguntamos si llegaríamos a Valencia e interrogamos, sin éxito, a la azafata. Acabamos escuchando una conversación con su compañera en que intercambiaban anécdotas de parecidos momentos de tensión a los que se habían enfrentado en su carrera. Al final aterrizamos sin problemas, primero en Valencia y más tarde en París. Aquellas azafatas me dieron más de un motivo para no volver a coger un avión, pero aquí sigo, sin contar a cuántos me subo en un año, consciente de que el riesgo no sólo es algo inevitable en nuestras vidas, sino que, además, las hace interesantes.    

domingo, 18 de diciembre de 2016

No es país para enfermos

Hay cosas en las que no solemos pensar y no por ello carecen de importancia. Que sólo valoramos cuando las perdemos o nos cuesta demasiado recuperarlas: cuando la necesidad nos obliga a enfrentarnos a ellas. Aunque las ignoremos, determinan nuestra calidad de vida y hasta el desarrollo de un país. La sanidad tiene un puesto privilegiado entre esas evidentes cuestiones. Sólo cuando me ha faltado salud, he podido comparar las diferencias que separan España de Francia e inclinan la balanza en nuestro favor, aunque la actual política de recortes se empeñe en borrar esa ventaja.

La fiebre no baja, el socorrido paracetamol no hace mucho efecto y cada día me resulta más difícil levantarme para ir a trabajar. Estornudar cada diez minutos no ayuda a mantener la concentración frente al ordenador, la situación empieza a cansarme y no quiero que dure mucho más tiempo: tengo que ir al médico. Al principio me costó creer que en Francia no haya centros de salud ni médicos de cabecera. El sistema sanitario es muy distinto al español y me obligó a entrar en un mundo bastante complejo. Cada médico de familia ejerce de forma independiente: compra un piso de un edificio cualquiera y forma su propio gabinete. Esta práctica, que en España solemos asociar a los especialistas privados, en Francia está regulada por la seguridad social. Así que, para elegir a nuestro médico, nos basaremos en recomendaciones de amigos o nos guiaremos por las placas de los edificios de nuestro barrio. A veces la misión no es nada fácil, pues muchos están saturados y no aceptan nuevos pacientes. Es el principal problema de este sistema en que cada paciente puede elegir "libremente": nos será mucho más difícil encontrar un médico en las zonas más pobladas. Y si necesitamos ir a un especialista, tendremos que esperar varios meses antes de una simple consulta.

Cuando al fin llegamos al gabinete, puede que nos sorprendamos por el precario aspecto del lugar. Todo dependerá de los medios del médico de turno. Podemos encontrar desde modernos gabinetes con todas las comodidades hasta modestos locales sin una secretaria que anote las citas. Entonces comprobamos que la elección de nuestro médico no era tan anodina como parecía en un principio y las buenas recomendaciones serán decisivas para evitar decepciones. Si necesitamos un análisis, una radiografía o una ecografía, nuestro médico nos dará una receta, pero tendremos que arreglárnoslas de nuevo para buscar el laboratorio o el centro especializado más cercano.

Pero lo más sorprendente llega al final de la consulta, cuando el médico nos anuncia el precio de la misma y nos pregunta si vamos a pagar con cheque o con tarjeta. Aunque llevo siete años viviendo en Francia, me sigue resultando incómodo ese momento. No hay por qué alarmarse, pues en poco tiempo se nos reembolsará casi la totalidad del importe. La consulta de un médico de familia cuesta veintitrés euros, pero la de un especialista ronda los cincuenta, y cuanta mejor reputación tenga, más cara será. La seguridad social se encarga de los dos tercios del importe y la mutua que elijamos (porque necesitaremos un organismo complementario para tener una cobertura total), del tercio restante, pero siempre queda algo a cargo del paciente: una cantidad simbólica para recordarnos que la sanidad siempre cuesta algo. La estrategia de pagar cada consulta sirve para que nos lo pensemos dos veces antes de ir y frenar una masiva afluencia que bloquearía el ya saturado sistema. Por un lado les doy la razón, pues en España se abusa de los hospitales y los centros de salud y nadie es consciente de lo que ese servicio cuesta al estado. Pero por otro lado admito que a veces no es fácil pagar los noventa euros que puede costar un especialista. Aunque nos reembolsen después, un sablazo así a fin de mes deja una buena cicatriz en un salario humilde. Además, tendremos que estar atentos para que nuestra mutua nos reembolse conforme a lo estipulado en el contrato.

Así que, aunque los medios sanitarios en Francia son muy buenos, los españoles no tienen nada que envidiarles e incluso pueden sacar pecho. Tras haber pasado por el laberíntico sistema francés, comprendo mejor que nunca el privilegio que representa un acceso gratuito, sencillo y sin restricciones, a una sanidad de gran calidad. Es cierto que en España hemos dado pie a un "turismo sanitario" que quiere aprovecharse de nuestra buena organización, pero tenemos que ponerle un límite sin penalizar a toda la población. Sólo espero que nuestro gobierno deje de estropear algo que debería ser motivo de orgullo y no un blanco fácil de recortes sin escrúpulos.   

domingo, 11 de diciembre de 2016

Frenar a tiempo

Cuando se alcanza determinada velocidad, es difícil parar. Nuestra capacidad de reacción se reduce y no hay tantas posibilidades como creemos. Perdemos el control de nuestros actos y la elección carece de toda la libertad, y del sentido, que en su día tuvo. Nos convertimos en autómatas con un final programado. Sin capacidad de reflexión, la velocidad a la que viajamos pasa a ser el único factor a tener en cuenta. Cuando queramos parar, será demasiado tarde, los frenos tardarán en responder y acabaremos en un lugar inesperado, a merced de condiciones que nunca consideramos. Si estamos al volante, amenazamos a quien aparece en nuestro camino, pero si es nuestra propia vida la que avanza con rapidez, corremos el riesgo de pasar por alto lo más importante y vaciar de contenido una existencia aparentemente llena.

Vivir en el extranjero implica subir una marcha y pisar el acelerador. Competimos con quienes nacieron en nuestro país de acogida, pero en esta carrera, como en otras tantas, no todos toman la salida en las mismas condiciones. Ellos conocen las reglas y saben cuáles son las mejores zonas para adelantar: dónde acelerar y dónde frenar para perder menos tiempo en maniobras que ya han automatizado. Nosotros nos tendremos que adaptar al nuevo circuito y poner todos los sentidos para obtener el mismo resultado. Con menos margen de error, cualquier descuido nos alejará de las primeras posiciones. Pero hay algo con lo que ellos no cuentan: nuestra valiosa experiencia en terrenos que no conocen, que nos aporta una nueva forma de ver las cosas. Esa es nuestra verdadera ventaja y nuestro éxito dependerá de cómo la administremos.

Al principio de la aventura todo es nuevo y la información se amontona desordenadamente en nuestra cabeza. Demasiados datos como para organizarlos de forma coherente. Tampoco tenemos el tiempo suficiente para tratar cada nuevo acontecimiento con la atención que merece. El constante bombardeo se vuelve placentero y nos acostumbramos a la velocidad con que las cosas se suceden en nuestra vida. ¿Cómo evitar sucumbir ante el viento que golpea nuestro rostro, nos refresca y nos recuerda que estamos vivos? Nos atrae el vértigo del cambio y no queremos, por ahora, volver al lugar del que partimos, donde nos aburría lo que ya conocíamos.

Hay momentos en la vida en que las circunstancias nos empujan a seguir, a avanzar sin mirar atrás. La acción es lo que cuenta: vivir más en menos tiempo. Crear los recuerdos que esperamos que nos acompañen siempre. Estamos en el lugar y en el momento adecuados, así que debemos aprovechar para aprender, crecer, tomar impulso y llegar más lejos. Cada minuto es importante y no hay tiempo que perder rememorando momentos pasados. Llenamos cuanto podemos una mochila que sólo abriremos más tarde, cuando las corrientes de la vida nos hagan naufragar en una estática rutina. Entonces podremos echar la vista atrás y recordar esos intensos momentos, que nos harán esbozar una sonrisa cuando el cansancio nos obligue a reducir la marcha. Esa invocación del pasado nos reconfortará y la adoptaremos como un ritual más, que practicaremos solos o en grupo. Reencontraremos viejos amigos con los que recordar aquellos maravillosos años y volveremos a ver en sus ojos un familiar brillo, que refleja un mundo que valió la pena vivir.

Cuando llegué a Francia hice un pacto conmigo mismo: vivir el momento, aprovechar cada oportunidad que surgiera en mi camino. Decidí guardar en mi ordenador las fotografías que iba tomando, sin molestarme en clasificarlas, con el único propósito de liberar espacio en la cámara. Ya tendría tiempo de analizarlas, de eliminar las que salen borrosas o se repiten. Ahora me sirvo de dos discos duros para almacenar tantos recuerdos. Ahí están, silenciosos, esperando ser consultados. Cuando tengo suficiente tiempo y consigo una cierta ventaja en la carrera de la vida, me permito frenar y admirar la belleza del paisaje. Abro cada carpeta, selecciono las mejores imágenes, suprimo las peores y viajo en el tiempo hasta el momento en que marcaron mi camino. Sonrío y me quedo ensimismado entre tantos buenos recuerdos. Es un ejercicio tan necesario como peligroso, pues conlleva el riesgo de añorar el pasado, desconectar de la realidad y olvidar que ese mundo vivido ya no existe. Hay que saber cuándo dejar de recordar y volver a pisar el acelerador, cuándo recuperar posiciones antes de que un descuido nos saque para siempre de la carrera.

Dijon, 10/03/2013

Las cosas que empezamos y nunca terminamos acaban desarrollando una personalidad propia que nos obliga a dejar de mirarlas con indiferencia y responder a su llamada.

domingo, 4 de diciembre de 2016

Salto al vacío

Unos minutos después, todo cambia para siempre. Ya no hay vuelta atrás posible ni lugar para el arrepentimiento. Hemos vencido al vértigo y hemos saltado al vacío. El viento silba en nuestros oídos y todo sucede demasiado rápido. Pronto sabremos qué hay tras esa ideal imagen con que tanto hemos fantaseado. Lo hemos arriesgado todo sin saber si ganaremos la partida. Atrás quedan los miedos y las dudas. Nunca sabremos si es la mejor decisión, pero nos pertenece tanto como sus consecuencias. Aunque nuestro cuerpo tiene demasiadas razones para estar asustado, se prepara para la mayor prueba a la que nunca se ha enfrentado. Nuestro avión acaba de aterrizar en un país desconocido y no tenemos billete de vuelta.

Como un astronauta que abandona el planeta, sentimos que, tras la aceleración que nos pegó al asiento durante el despegue, llega la ingravidez. Nos vemos flotando en un mundo nuevo, experimentando, tal vez por primera vez, lo que significan la independencia y la libertad. Nos hemos liberado de las ataduras que nos coartaban en nuestro lugar de origen y susurraban al oído lo que debíamos hacer en cada momento. Tenemos la impresión de que cualquier cosa es posible, somos optimistas y confiamos en lo desconocido. Este éxtasis nos concede un poder que nunca antes había dirigido nuestro cuerpo: una poderosa energía que nos inmuniza ante un eventual fracaso y borra de nuestro vocabulario la palabra derrota.

Los primeros días y semanas pasan volando. Todo está permitido en esos instantes en que nuestra adaptación se convierte en un inmejorable terreno de pruebas. Experimentamos para saber qué nos conviene y qué no. No hay límites. Las únicas fronteras son las que cada uno se impone, pero cuando esa decisión recae, por primera vez, sólo en nosotros, ¿por qué poner barreras que dificulten nuestra existencia? Erramos más de una vez, pero esa posibilidad está incluida en las reglas del juego y nadie nos acusará por ello. Es la única manera de aprender y comprobar lo que mejor sabemos hacer. Caemos, nos levantamos y seguimos luchando, mejor armados para la victoria. Dependiendo del país de acogida en que nos encontremos, nos pueden acordar pequeñas licencias destinadas al recién llegado, segundas oportunidades que reconocen la titánica lucha que mantenemos, palmadas en la espalda y palabras de aliento para que no perdamos la esperanza. Cada reconocimiento, cada éxito, cada nuevo logro conseguido es una razón para seguir intentándolo, para no tirar la toalla y afrontar el inevitable cansancio.

Los meses, aunque se suceden de forma imperceptible, no pasan en balde y sirven para evaluar nuestros esfuerzos. Entonces nos damos cuenta de que las cosas no han sido tan fáciles como el éxtasis de los primeros días nos pudo hacer pensar. Los caminos de los distintos expatriados se separan. Unos llegan más lejos, se aclimatan mejor a las nuevas condiciones y consiguen el trabajo soñado. Para otros la adaptación es más difícil y las oportunidades se les escapan de las manos. El azar entra en juego y, por desgracia, los que más se esfuerzan no siempre reciben la mayor recompensa. Unos alcanzan cierta estabilidad con un trabajo que nunca imaginaron ejercer, pero se ven lastrados por una decepción y una nostalgia cada vez más fuertes. Otros se sienten satisfechos por ser capaces de desenvolverse en unas condiciones desfavorables y convierten ese orgullo en el motor de sus vidas. Unos encuentran el amor, aunque no den con el trabajo que les motive. Otros disfrutan del éxito profesional, pero se sienten vacíos por dentro.


Todos tienen la impresión de haber dejado en su país de origen algo que nunca recuperarán. Muchos volverán para buscarlo, aunque un regreso no asegure reencontrar vidas pasadas. Otros seguirán en el extranjero, pero verán la vuelta como una meta a largo plazo que justificará las difíciles decisiones que deberán ir tomando. Unos continuarán con sus vidas sin mirar atrás, intentando mantener un necesario equilibrio y dejando que sea éste el que decida cuándo comprar el definitivo billete de vuelta, si acaso sigue siendo una posibilidad. Y todos ellos, marcados para siempre por ese primer salto al vacío y la ingravidez de los inicios, guardarán en su interior un alma guerrera, capaz de reconstruirse en cualquier situación, de invocar esa mágica energía que lo hace todo posible y que, sin saberlo, les acompañará siempre. 

Singapur, 01/05/2014

Mirar hacia arriba, hasta donde alcanza la vista, es un ejercicio imprescindible para fijar nuevos objetivos y observar, con admiración, lo que todavía no podemos tocar.