Hay
inercias que nos obligan a hacer cosas que no queremos o no nos
gustan. Son los mecanismos que la vida utiliza para organizar el
mundo que no vemos y evitar que el caos se imponga. Sin embargo, es
posible luchar contra esas tendencias e incluso invertirlas. Por mi
parte, cada día batallo para no perder la lengua con la que nací.
Cuando vivimos en otro país es difícil conservarla sin las
cicatrices dejadas por un idioma extranjero que hablamos en el
trabajo, entre amigos y hasta en casa. Yo tengo un sencillo método
para limpiar las telarañas de las expresiones que cada vez uso menos
o rescatar las palabras que van cayendo en el olvido. La literatura
es el mejor medio para engrasar los mecanismos de una lengua que, de
no usarse, corre el riesgo de desaparecer.
Recuerdo
cuando en mi época de estudiante asistí a la conferencia de una
importante arquitecta española que ha pasado la mayor parte de su
vida en Estados Unidos. Había algo distinto en su forma de hablar.
Tardaba demasiado tiempo en encontrar algunas palabras, ciertas
expresiones parecían haber sido traducidas literalmente del inglés
y el tono del discurso delataba un claro acento americano. Cuando
llegué a Francia me propuse no llegar a ese punto, pero con el paso
de los años vi que la inercia me arrastraría a la misma situación
si no hacía nada para evitarlo.
Es
fácil dejarse llevar por la lengua local y el ejemplo más flagrante
se da en el ámbito profesional. Los comienzos son difíciles, pues
tenemos que aprender un lenguaje muy técnico que no enseña ningún
curso de idiomas y no se utiliza en la vida cotidiana. Nos veremos
obligados a utilizar palabras tan específicas que ni siquiera los
diccionarios nos servirán de ayuda. Tendremos que preguntar mucho a
nuestros compañeros y buscar en internet para acabar interiorizando
y haciendo nuestras esas raras palabras. Al principio el bombardeo de
nuevos términos nos parecerá excesivo, pero acabaremos
defendiéndonos en un terreno hostil que, poco a poco,
domesticaremos. Y cuando hablemos con nuestros compatriotas para
explicarles a qué nos dedicamos, comprobaremos que las nuevas
palabras han desplazado a las que aprendimos en nuestro país o las
han hundido en un recóndito lugar de nuestra memoria al que no es
fácil llegar.
En
la vida cotidiana sucederá algo similar. Nos habituaremos tanto a
los automatismos de nuestro país de acogida, que dejaremos los
nuestros a un lado. Cuando volvamos a casa por vacaciones, nuestra
familia y amigos nos mirarán de forma extraña al ver que nos cuesta
encontrar las palabras adecuadas o preferimos utilizar una expresión
en otro idioma porque pensamos que se adapta mejor a lo que queremos
decir o porque estamos más acostumbrados a utilizarla. Nos
hallaremos desorientados, incapaces todavía de hablar la lengua
extranjera como lo haría un nativo y perdiendo la nuestra. Tendremos
que armarnos de paciencia para reencontrar las palabras que relegamos
a un segundo plano, aunque si contamos con la literatura como aliada,
la tarea siempre será más fácil.
Ayer
fue el día del libro, ese mágico objeto que nos permite vivir otras
vidas a través de los ojos de quienes nunca conoceríamos en el
mundo real. También nos ayuda a enriquecer nuestra lengua y no
perderla, como es mi caso y el de muchos otros emigrantes. Pero
cuando vivimos en el extranjero, encontrar libros en español no es
tarea fácil. En alguna librería francesa he visto los clásicos que
más se venden: García Márquez, Ruiz Zafón o Pérez-Reverte, pero
es difícil ir más allá. No les culpo, pues buscar libros franceses
no traducidos en España puede resultar toda una odisea. Los pequeños
libreros me perdonarán, pero a menudo recurro a internet
para resolver este problema: la posibilidad de tener cualquier libro
en cualquier idioma unos pocos días después de realizar un pedido
me parece un lujo de la vida moderna del que es difícil prescindir.
Así,
poco a poco, va creciendo mi biblioteca en el exilio, que cuido como
si de una obligación hacia mi lengua materna se tratara, una
responsabilidad que pesa aún más desde que hace unos meses naciera
mi hijo. Él me ha obligado a hablar castellano en casa, más allá
de las periódicas charlas con familia y amigos. Ha llegado a un
complejo mundo en donde tendrá que dominar cuatro idiomas si quiere
salir adelante y ser coherente con sus orígenes. Crecerá rodeado de
libros en cuatro lenguas que oirá hablar de forma habitual. Creo que
es una buena forma de empezar una vida.