domingo, 24 de abril de 2016

Luchando por una lengua

Hay inercias que nos obligan a hacer cosas que no queremos o no nos gustan. Son los mecanismos que la vida utiliza para organizar el mundo que no vemos y evitar que el caos se imponga. Sin embargo, es posible luchar contra esas tendencias e incluso invertirlas. Por mi parte, cada día batallo para no perder la lengua con la que nací. Cuando vivimos en otro país es difícil conservarla sin las cicatrices dejadas por un idioma extranjero que hablamos en el trabajo, entre amigos y hasta en casa. Yo tengo un sencillo método para limpiar las telarañas de las expresiones que cada vez uso menos o rescatar las palabras que van cayendo en el olvido. La literatura es el mejor medio para engrasar los mecanismos de una lengua que, de no usarse, corre el riesgo de desaparecer.

Recuerdo cuando en mi época de estudiante asistí a la conferencia de una importante arquitecta española que ha pasado la mayor parte de su vida en Estados Unidos. Había algo distinto en su forma de hablar. Tardaba demasiado tiempo en encontrar algunas palabras, ciertas expresiones parecían haber sido traducidas literalmente del inglés y el tono del discurso delataba un claro acento americano. Cuando llegué a Francia me propuse no llegar a ese punto, pero con el paso de los años vi que la inercia me arrastraría a la misma situación si no hacía nada para evitarlo.

Es fácil dejarse llevar por la lengua local y el ejemplo más flagrante se da en el ámbito profesional. Los comienzos son difíciles, pues tenemos que aprender un lenguaje muy técnico que no enseña ningún curso de idiomas y no se utiliza en la vida cotidiana. Nos veremos obligados a utilizar palabras tan específicas que ni siquiera los diccionarios nos servirán de ayuda. Tendremos que preguntar mucho a nuestros compañeros y buscar en internet para acabar interiorizando y haciendo nuestras esas raras palabras. Al principio el bombardeo de nuevos términos nos parecerá excesivo, pero acabaremos defendiéndonos en un terreno hostil que, poco a poco, domesticaremos. Y cuando hablemos con nuestros compatriotas para explicarles a qué nos dedicamos, comprobaremos que las nuevas palabras han desplazado a las que aprendimos en nuestro país o las han hundido en un recóndito lugar de nuestra memoria al que no es fácil llegar.

En la vida cotidiana sucederá algo similar. Nos habituaremos tanto a los automatismos de nuestro país de acogida, que dejaremos los nuestros a un lado. Cuando volvamos a casa por vacaciones, nuestra familia y amigos nos mirarán de forma extraña al ver que nos cuesta encontrar las palabras adecuadas o preferimos utilizar una expresión en otro idioma porque pensamos que se adapta mejor a lo que queremos decir o porque estamos más acostumbrados a utilizarla. Nos hallaremos desorientados, incapaces todavía de hablar la lengua extranjera como lo haría un nativo y perdiendo la nuestra. Tendremos que armarnos de paciencia para reencontrar las palabras que relegamos a un segundo plano, aunque si contamos con la literatura como aliada, la tarea siempre será más fácil.

Ayer fue el día del libro, ese mágico objeto que nos permite vivir otras vidas a través de los ojos de quienes nunca conoceríamos en el mundo real. También nos ayuda a enriquecer nuestra lengua y no perderla, como es mi caso y el de muchos otros emigrantes. Pero cuando vivimos en el extranjero, encontrar libros en español no es tarea fácil. En alguna librería francesa he visto los clásicos que más se venden: García Márquez, Ruiz Zafón o Pérez-Reverte, pero es difícil ir más allá. No les culpo, pues buscar libros franceses no traducidos en España puede resultar toda una odisea. Los pequeños libreros me perdonarán, pero a menudo recurro a internet para resolver este problema: la posibilidad de tener cualquier libro en cualquier idioma unos pocos días después de realizar un pedido me parece un lujo de la vida moderna del que es difícil prescindir. 

Así, poco a poco, va creciendo mi biblioteca en el exilio, que cuido como si de una obligación hacia mi lengua materna se tratara, una responsabilidad que pesa aún más desde que hace unos meses naciera mi hijo. Él me ha obligado a hablar castellano en casa, más allá de las periódicas charlas con familia y amigos. Ha llegado a un complejo mundo en donde tendrá que dominar cuatro idiomas si quiere salir adelante y ser coherente con sus orígenes. Crecerá rodeado de libros en cuatro lenguas que oirá hablar de forma habitual. Creo que es una buena forma de empezar una vida.

domingo, 17 de abril de 2016

Burocracia innecesaria

Creamos barreras que limitan nuestra libertad. Nos perdemos entre obstáculos que suponen un laberinto donde, una vez dentro, olvidamos que existe una salida, así como la necesidad de encontrarla. Se interponen entre nosotros y el mundo real, lo que de verdad importa. Es nuestra derrota y es su victoria, la que querían quienes edificaron los muros que nos impiden ver el sol, quienes dijeron que eran imprescindibles. Necesitan controlarnos, porque somos muchos y se puede abusar más fácilmente de quien tiene los ojos vendados. Impunemente. Lo han hecho desde hace tanto tiempo que es imposible distinguir la verdad. Si asumimos estas trabas y perdemos nuestros derechos, ¿cómo podremos quejamos de su existencia y reclamar la vida que una vez nos perteneció? ¿Cómo podremos salir de nuestra celda sin puertas ni ventanas?

Cada país tiene sus métodos de control, de abuso de poder, de creación de ilusiones que garantizan la impunidad de un sistema defectuoso. Los he sufrido en España, pero también en Francia. Uno de esos procedimientos es la excesiva burocracia que invade nuestras vidas. Pasamos demasiado tiempo haciendo colas, yendo de una institución a otra, rellenando formularios cuya utilidad desconocemos, enviando correos a entidades oficiales que no dudan en rechazarlos para pedir más papeles, recopilando documentos y firmas hasta que llega un momento en que olvidamos por qué hacemos las cosas. Nos preguntamos por qué no puede ser más fácil, por qué perdemos tanto tiempo de nuestras vidas en intrincados trámites sin sentido. Reprimimos las ganas de dejarlo todo cuando el funcionario de turno nos dice que el papel que tanto esfuerzo nos ha costado conseguir no tiene el sello que necesita o la fecha adecuada (en Francia, un papel de más de tres meses no sirve para nada). Al fin y al cabo él no tiene la culpa y sólo es la última pieza de un sistema cuyos responsables permanecen en la sombra o cambian tan a menudo que es imposible saber quiénes son.

En el país galo saben que tienen una administración muy compleja y lo asumen. A veces incluso bromean diciendo que son los campeones de Europa de papeleo. Así es, pero no parecen querer dejar de serlo. Tal vez suponga la supresión de demasiados puestos de trabajo que nadie sabe para qué sirven, pero permiten que el amigo o el familiar de no se sabe quién se gane la vida confortablemente. Recopilan montañas de papeles en carpetas atiborradas para justificar su sueldo. Y nosotros, al otro lado de la mesa, nos volvemos locos rellenando nuevos documentos y perdiendo el tiempo que necesitaríamos para encontrar un sentido a lo que no lo tiene. Muchos trámites se hacen ahora por internet, donde rechazar un documento es todavía más fácil y errores informáticos o confusas páginas web complican lo que deberían simplificar. Ya he contado en otras ocasiones mis dificultades para reunir los documentos necesarios para una boda o para votar desde el extranjero (por extraño que parezca es más complicado que casarse) y últimamente he tenido que enfrentarme a la inscripción de un nacimiento, que ya contaré más en detalle.

"Pensaba que la administración francesa era complicada, pero esto es peor todavía". Esta frase la escuché en boca de un francés que esperaba su turno en el consulado de España en Lyon. No hace mucho tiempo tuve que ir para hacerle el pasaporte a mi hijo. Esperé más de veinte minutos, a pesar de que desde hace unos meses sólo se puede ir con cita previa para agilizar los trámites. Esperar con un bebé de apenas dos meses no es fácil, sobre todo si tiene hambre y empieza a llorar para demostrar la capacidad de sus pulmones. Cuando llegó mi turno pensé que sería un trámite fácil y rápido, pues en este caso ni siquiera se pueden tomar las huellas dactilares, pero nada más lejos de la realidad. Mi mujer y yo (pues la presencia de los dos padres es necesaria para los menores de edad) firmamos hasta tres formularios distintos y no pude disimular mi sorpresa cuando vi uno de ellos, pues me obligaba a indicar el municipio en que mi hijo votaría. Si no puedo decir qué será de mi vida dentro de dos años, ¿cómo voy a saber dónde estaré dentro de dieciocho? Miré a mi hijo, que lloraba desesperado mientras su madre preparaba un biberón, y después a la funcionaria, preguntándole qué sentido tenía todo aquello, porque yo no lo veía. Se limitó a decir que si no rellenaba el papel, no tendría el pasaporte. Entonces recordé la verdadera razón por la que estaba en el consulado: conseguir esa pequeña libreta granate que nos permitirá volar, romper ataduras, olvidar lo que nos limita y descubrir el mundo que existe al otro lado del laberinto en que vivimos.

Sede de la ONU, Ginebra, 09/06/2012

A veces nos preguntamos para qué sirven ciertas instituciones, pero basta mirar con atención para descubrir que no es tan difícil encontrar vida en lo inerte, de la misma manera que lo necesario se esconde tras lo inesperado.

domingo, 10 de abril de 2016

Hijos de emigrantes

Nunca sabemos cuándo la vida va a sorprendernos. Cuando somos testigos de uno de esos momentos inesperados nos echamos hacia atrás con un gesto de incredulidad, preguntándonos qué se esconde tras esa extraña coincidencia o si somos nosotros quienes provocamos lo que no somos capaces de entender. Hace año y medio me incorporé al equipo de dirección de obra de un museo de Lyon. Entre mis nuevos compañeros se encontraba un tipo simpático que no sólo tenía un apellido español, sino que conocía mi ciudad natal y tenía a parte de su familia en Guadalupe, una pedanía de Murcia. No tardamos en hacernos amigos y, aunque él nació en Lyon y es francés, a veces conversamos como dos murcianos separados únicamente por una generación de emigrantes.

La historia de la emigración española es cíclica y se repetirá mientras nuestro nivel de vida sea visiblemente inferior al de nuestros vecinos europeos, diferencia que nuestro anterior gobierno se empeñó en acrecentar con sus políticas de los últimos años. La desigualdad es mayor que nunca, así como las razones por las que partir. Antes iban a Alemania, Suiza o América Latina y ahora los destinos son más diversos. Más de la mitad de los españoles residentes en el extranjero no han nacido en España, según el Instituto Nacional de Estadística, y esos datos no tienen en cuenta todos aquellos hijos de emigrantes que, como mi amigo, tienen la nacionalidad del país en que nacieron.

Él sólo ha estado en Murcia de vacaciones, pero recuerda con cariño los veranos de su infancia, las cálidas aguas del Mar Menor o los paseos entre los naranjos. Por sus venas corre sangre española y no es difícil darse cuenta, pues su carácter abierto, amable y jovial le delata. Desde que sus padres murieron ha perdido la buena costumbre de hablar español, los encuentros con sus hermanos son cada vez más esporádicos y entre ellos les resulta más fácil utilizar el francés, sobre todo porque sus hijos y sobrinos sólo hablan en esa lengua.

Una vez, hablando del curso de la vida, me dijo que cuando tenemos hijos acabamos dejándonos llevar por ellos y llegando a donde ellos nos llevan. Tal vez sus padres pensaran trabajar en Francia hasta jubilarse y pasar el ocaso de sus vidas bajo el sol murciano que les vio nacer, pero su camino se torció cuando menos lo esperaban: tras la repentina muerte de su padre, su madre decidió quedarse en Francia. Sus hijos estaban allí y se acabó resignando a volver a Murcia un verano cada dos años, obligando así a su familia a conocer la tierra de la que proceden. Mi amigo tiene dos hijos y también ha podido comprobar cómo ellos han acabado guiando su vida. Aunque les haya enseñado español, ya no lo hablan en casa y a él cada vez le cuesta más expresarse en esa hermosa lengua que sus padres le dejaron como la herencia más preciada.

Hace unas semanas mi amigo me llamó para contarme el penúltimo capítulo de esta historia, el más insólito o el más coherente, según cómo se mire. Su hija, atraída por una lengua que le gusta y tiene en los genes, está estudiando filología hispánica, en septiembre cursará una beca Erasmus y ha elegido Murcia para vivir esa experiencia. Su padre acudió a mí para encontrar un buen alojamiento y facilitarle las cosas. Colgué el teléfono con una sonrisa, pensando en cómo la vida se reconduce para cerrar un ciclo que siempre se repite. La sangre de los padres de mi amigo, tras haber emprendido una larga aventura, volverá al lugar del que un día salió. Su nieta pisará la tierra a la que sus abuelos nunca pudieron regresar, la descubrirá durante unos meses y quién sabe lo que sucederá después. Tal vez decida acabar su carrera allí e instalarse indefinidamente. Tal vez no esté preparada, vuelva a Lyon y deje que otra generación cierre el ciclo que la vida ya ha abierto. El futuro estará sólo en sus manos, pues aunque la vida marque las tendencias que invisiblemente nos guían, la elección siempre es posible y todavía podemos ser libres.

A veces veo a mi amigo como si se tratara de una imagen de mi propio futuro. Entonces pienso en mi hijo e intento imaginar lo que tiene preparado para mí. Me recorre un escalofrío cuando siento la incertidumbre de los próximos años y la ausencia de certezas, que tampoco he tenido en otras situaciones de mi vida. En momentos como éste viene a mi cabeza una filosofía que me acompaña desde que hace seis años y medio dejara mi país: lo mejor siempre está por llegar.

domingo, 3 de abril de 2016

Pantomimas virtuales

La vida en el extranjero no siempre es fácil y la distancia distorsiona la apreciación de las cosas. Sentimos más intensamente cada minuto, las alegrías se multiplican, pero las situaciones difíciles se convierten en grandes tragedias. En Francia he vivido los momentos más felices, pero también los más tristes de mi vida.

Es imposible ser objetivo, pues una lógica alucinación nos nublará cada vez que hablemos con nuestra familia. Pensaremos que a veces nos mienten para ocultar pequeñas o grandes desgracias, para evitar que cojamos el primer avión de vuelta o que nos preocupemos mientras en la lejanía no podemos hacer nada. Quieren impedir que la frustración o la impotencia trunquen nuestra estancia. Pensaremos que representan una pequeña pieza de teatro en la que todo va siempre bien. Guiados por el mismo razonamiento, intentaremos hacer lo propio en nuestro lado de la pantalla, pues sabemos que el desconocimiento de nuestra situación les lleva a imaginar en exceso. Y así, sin quererlo, nuestros encuentros virtuales se transformarán en pantomimas con el único objeto de comprobar que cada uno sigue ahí, mientras el tiempo cambia nuestros rostros.

El medio más eficaz que conozco para alterar nuestra percepción del tiempo, que fluye vacío mientras espera que lo llenemos con inquietudes, anhelos y esperanzas, es viajar. Pasará más rápido cuanto más nos alejemos de nuestro punto de partida, tanto que cuando echemos la vista atrás comprobaremos que nuestra forma de ver las cosas habrá cambiado y necesitaremos algún tipo de corrección si queremos volver a verlo todo como antes. Nuestro nuevo modo de observar nos hará sentir cada momento de diferente manera y, así, el tiempo se mostrará saturado a nuestros ojos. En ese mundo más ocupado echaremos de menos pequeños hábitos que perderán su sentido.

En la distancia los malos momentos se percibirán de forma distinta y se transformarán en abismos infranqueables. La lejanía nos obligará a interpretar las cosas e imaginar lo que no logremos ver. Esa es la trampa de la vida, que nos puede salvar o torturar dependiendo de nuestra apreciación. No importa que sea acertada, sino que nos ayude en la situación que vivamos. Una vez utilicé el viaje para huir de una realidad que había imaginado demasiado difícil. En pocos meses visité tres países y me refugié en un ritmo frenético para aceptar lo que no podía cambiar. Conseguí que el tiempo desapareciera, pero la velocidad hizo que el choque con la verdad fuera aún más duro.

Cuando vivimos en el extranjero tenemos la impresión de que el tiempo pasa demasiado rápido y se debe al simple hecho de ocuparlo con cosas que en nuestra tierra pasan desapercibidas, que son banales para cualquiera, pero que en otro contexto suponen todo un descubrimiento. También influye que todo cueste más esfuerzo al tener que adaptarnos antes de tomar cualquier decisión y superar continuamente barreras a las que nunca nos habíamos enfrentado antes. Una de las más importantes es la lengua y nos acompañará por mucho que la dominemos, pues siempre hay determinadas cosas que expresaremos mejor en nuestro idioma y, cómo no, con más rapidez. La intuición, esa que durante años hemos ejercitado, entrará en juego, nos ayudará cuando la necesitemos y la echaremos en falta cuando hablemos en una lengua extranjera, pues tendremos que entrenarla de nuevo. Ciertos automatismos aprendidos a lo largo de nuestra vida ya no servirán y se convertirán en nuevos obstáculos que harán un poco más difícil nuestro camino, amenazándonos incluso con tropezar.

Por eso, cuando vayamos de vacaciones a nuestro país una extraña sensación de alivio vendrá a nosotros nada más salir del avión. Será la percepción de que todo es más fácil. Ya no necesitaremos la pesada armadura que en el extranjero nos protege de ataques inesperados. Ya no hará falta dar una imagen determinada para luchar contra estereotipos impuestos. Ya no habrá nada que perder. Ya no tendremos que representar más pantomimas virtuales y podremos al fin tocar la realidad que tan distorsionada se veía en la distancia. Vendrá a nosotros una sensación parecida a la seguridad que advertimos cuando volvemos a la casa en donde hemos pasado nuestra infancia y nos hemos visto protegidos. Estaremos por fin en casa.