La
vida en el extranjero no siempre es fácil y la distancia distorsiona
la apreciación de las cosas. Sentimos más intensamente cada minuto,
las alegrías se multiplican, pero las situaciones difíciles se
convierten en grandes tragedias. En Francia he vivido los momentos
más felices, pero también los más tristes de mi vida.
Es
imposible ser objetivo, pues una lógica alucinación nos nublará
cada vez que hablemos con nuestra familia. Pensaremos que a veces nos
mienten para ocultar pequeñas o grandes desgracias, para evitar que
cojamos el primer avión de vuelta o que nos preocupemos mientras en
la lejanía no podemos hacer nada. Quieren impedir que la frustración
o la impotencia trunquen nuestra estancia. Pensaremos que representan
una pequeña pieza de teatro en la que todo va siempre bien. Guiados
por el mismo razonamiento, intentaremos hacer lo propio en nuestro
lado de la pantalla, pues sabemos que el desconocimiento de nuestra
situación les lleva a imaginar en exceso. Y así, sin quererlo,
nuestros encuentros virtuales se transformarán en pantomimas con el
único objeto de comprobar que cada uno sigue ahí, mientras el
tiempo cambia nuestros rostros.
El
medio más eficaz que conozco para alterar nuestra percepción del
tiempo, que fluye vacío mientras espera que lo llenemos con
inquietudes, anhelos y esperanzas, es viajar. Pasará más rápido
cuanto más nos alejemos de nuestro punto de partida, tanto que
cuando echemos la vista atrás comprobaremos que nuestra forma de ver
las cosas habrá cambiado y necesitaremos algún tipo de corrección
si queremos volver a verlo todo como antes. Nuestro nuevo modo de
observar nos hará sentir cada momento de diferente manera y, así,
el tiempo se mostrará saturado a nuestros ojos. En ese mundo más
ocupado echaremos de menos pequeños hábitos que perderán su
sentido.
En
la distancia los malos momentos se percibirán de forma distinta y se
transformarán en abismos infranqueables. La lejanía nos obligará a
interpretar las cosas e imaginar lo que no logremos ver. Esa es la
trampa de la vida, que nos puede salvar o torturar dependiendo de
nuestra apreciación. No importa que sea acertada, sino que nos
ayude en la situación que vivamos. Una vez utilicé el viaje para
huir de una realidad que había imaginado demasiado difícil. En
pocos meses visité tres países y me refugié en un ritmo frenético
para aceptar lo que no podía cambiar. Conseguí que el tiempo
desapareciera, pero la velocidad hizo que el choque con la verdad
fuera aún más duro.
Cuando
vivimos en el extranjero tenemos la impresión de que el tiempo pasa
demasiado rápido y se debe al simple hecho de ocuparlo con cosas que
en nuestra tierra pasan desapercibidas, que son banales para
cualquiera, pero que en otro contexto suponen todo un descubrimiento.
También influye que todo cueste más esfuerzo al tener que
adaptarnos antes de tomar cualquier decisión y superar continuamente
barreras a las que nunca nos habíamos enfrentado antes. Una de las
más importantes es la lengua y nos acompañará por mucho que la
dominemos, pues siempre hay determinadas cosas que expresaremos mejor
en nuestro idioma y, cómo no, con más rapidez. La intuición, esa
que durante años hemos ejercitado, entrará en juego, nos ayudará
cuando la necesitemos y la echaremos en falta cuando hablemos en una
lengua extranjera, pues tendremos que entrenarla de nuevo. Ciertos
automatismos aprendidos a lo largo de nuestra vida ya no servirán y
se convertirán en nuevos obstáculos que harán un poco más difícil
nuestro camino, amenazándonos incluso con tropezar.
Por
eso, cuando vayamos de vacaciones a nuestro país una extraña
sensación de alivio vendrá a nosotros nada más salir del avión.
Será la percepción de que todo es más fácil. Ya no necesitaremos
la pesada armadura que en el extranjero nos protege de ataques
inesperados. Ya no hará falta dar una imagen determinada para luchar
contra estereotipos impuestos. Ya no habrá nada que perder. Ya no
tendremos que representar más pantomimas virtuales y podremos al fin
tocar la realidad que tan distorsionada se veía en la distancia.
Vendrá a nosotros una sensación parecida a la seguridad que
advertimos cuando volvemos a la casa en donde hemos pasado nuestra
infancia y nos hemos visto protegidos. Estaremos por fin en casa.
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