Nunca
sabemos cuándo la vida va a sorprendernos. Cuando somos testigos de
uno de esos momentos inesperados nos echamos hacia atrás con un
gesto de incredulidad, preguntándonos qué se esconde tras esa
extraña coincidencia o si somos nosotros quienes provocamos lo que
no somos capaces de entender. Hace año y medio me incorporé al
equipo de dirección de obra de un museo de Lyon. Entre mis nuevos
compañeros se encontraba un tipo simpático que no sólo tenía un
apellido español, sino que conocía mi ciudad natal y tenía a parte
de su familia en Guadalupe, una pedanía de Murcia. No tardamos en
hacernos amigos y, aunque él nació en Lyon y es francés, a veces
conversamos como dos murcianos separados únicamente por una
generación de emigrantes.
La
historia de la emigración española es cíclica y se repetirá
mientras nuestro nivel de vida sea visiblemente inferior al de
nuestros vecinos europeos, diferencia que nuestro anterior gobierno
se empeñó en acrecentar con sus políticas de los últimos años.
La desigualdad es mayor que nunca, así como las razones por las que
partir. Antes iban a Alemania, Suiza o América Latina y ahora los
destinos son más diversos. Más de la mitad de los españoles
residentes en el extranjero no han nacido en España, según el
Instituto Nacional de Estadística, y esos datos no tienen en cuenta
todos aquellos hijos de emigrantes que, como mi amigo, tienen la
nacionalidad del país en que nacieron.
Él
sólo ha estado en Murcia de vacaciones, pero recuerda con cariño
los veranos de su infancia, las cálidas aguas del Mar Menor o los
paseos entre los naranjos. Por sus venas corre sangre española y no
es difícil darse cuenta, pues su carácter abierto, amable y jovial
le delata. Desde que sus padres murieron ha perdido la buena
costumbre de hablar español, los encuentros con sus hermanos son
cada vez más esporádicos y entre ellos les resulta más fácil
utilizar el francés, sobre todo porque sus hijos y sobrinos sólo
hablan en esa lengua.
Una
vez, hablando del curso de la vida, me dijo que cuando tenemos hijos
acabamos dejándonos llevar por ellos y llegando a donde ellos nos
llevan. Tal vez sus padres pensaran trabajar en Francia hasta
jubilarse y pasar el ocaso de sus vidas bajo el sol murciano que les
vio nacer, pero su camino se torció cuando menos lo esperaban: tras
la repentina muerte de su padre, su madre decidió quedarse en
Francia. Sus hijos estaban allí y se acabó resignando a volver a
Murcia un verano cada dos años, obligando así a su familia a
conocer la tierra de la que proceden. Mi amigo tiene dos hijos y
también ha podido comprobar cómo ellos han acabado guiando su vida.
Aunque les haya enseñado español, ya no lo hablan en casa y a él
cada vez le cuesta más expresarse en esa hermosa lengua que sus
padres le dejaron como la herencia más preciada.
Hace
unas semanas mi amigo me llamó para contarme el penúltimo capítulo
de esta historia, el más insólito o el más coherente, según cómo
se mire. Su hija, atraída por una lengua que le gusta y tiene en los
genes, está estudiando filología hispánica, en septiembre cursará
una beca Erasmus y ha elegido Murcia para vivir esa
experiencia. Su padre acudió a mí para encontrar un buen
alojamiento y facilitarle las cosas. Colgué el teléfono con una
sonrisa, pensando en cómo la vida se reconduce para cerrar un ciclo
que siempre se repite. La sangre de los padres de mi amigo, tras
haber emprendido una larga aventura, volverá al lugar del que un día
salió. Su nieta pisará la tierra a la que sus abuelos nunca
pudieron regresar, la descubrirá durante unos meses y quién sabe lo
que sucederá después. Tal vez decida acabar su carrera allí e
instalarse indefinidamente. Tal vez no esté preparada, vuelva a Lyon
y deje que otra generación cierre el ciclo que la vida ya ha
abierto. El futuro estará sólo en sus manos, pues aunque la vida
marque las tendencias que invisiblemente nos guían, la elección
siempre es posible y todavía podemos ser libres.
A
veces veo a mi amigo como si se tratara de una imagen de mi propio
futuro. Entonces pienso en mi hijo e intento imaginar lo que tiene
preparado para mí. Me recorre un escalofrío cuando siento la
incertidumbre de los próximos años y la ausencia de certezas, que
tampoco he tenido en otras situaciones de mi vida. En momentos como
éste viene a mi cabeza una filosofía que me acompaña desde que
hace seis años y medio dejara mi país: lo mejor siempre está por
llegar.
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