domingo, 10 de abril de 2016

Hijos de emigrantes

Nunca sabemos cuándo la vida va a sorprendernos. Cuando somos testigos de uno de esos momentos inesperados nos echamos hacia atrás con un gesto de incredulidad, preguntándonos qué se esconde tras esa extraña coincidencia o si somos nosotros quienes provocamos lo que no somos capaces de entender. Hace año y medio me incorporé al equipo de dirección de obra de un museo de Lyon. Entre mis nuevos compañeros se encontraba un tipo simpático que no sólo tenía un apellido español, sino que conocía mi ciudad natal y tenía a parte de su familia en Guadalupe, una pedanía de Murcia. No tardamos en hacernos amigos y, aunque él nació en Lyon y es francés, a veces conversamos como dos murcianos separados únicamente por una generación de emigrantes.

La historia de la emigración española es cíclica y se repetirá mientras nuestro nivel de vida sea visiblemente inferior al de nuestros vecinos europeos, diferencia que nuestro anterior gobierno se empeñó en acrecentar con sus políticas de los últimos años. La desigualdad es mayor que nunca, así como las razones por las que partir. Antes iban a Alemania, Suiza o América Latina y ahora los destinos son más diversos. Más de la mitad de los españoles residentes en el extranjero no han nacido en España, según el Instituto Nacional de Estadística, y esos datos no tienen en cuenta todos aquellos hijos de emigrantes que, como mi amigo, tienen la nacionalidad del país en que nacieron.

Él sólo ha estado en Murcia de vacaciones, pero recuerda con cariño los veranos de su infancia, las cálidas aguas del Mar Menor o los paseos entre los naranjos. Por sus venas corre sangre española y no es difícil darse cuenta, pues su carácter abierto, amable y jovial le delata. Desde que sus padres murieron ha perdido la buena costumbre de hablar español, los encuentros con sus hermanos son cada vez más esporádicos y entre ellos les resulta más fácil utilizar el francés, sobre todo porque sus hijos y sobrinos sólo hablan en esa lengua.

Una vez, hablando del curso de la vida, me dijo que cuando tenemos hijos acabamos dejándonos llevar por ellos y llegando a donde ellos nos llevan. Tal vez sus padres pensaran trabajar en Francia hasta jubilarse y pasar el ocaso de sus vidas bajo el sol murciano que les vio nacer, pero su camino se torció cuando menos lo esperaban: tras la repentina muerte de su padre, su madre decidió quedarse en Francia. Sus hijos estaban allí y se acabó resignando a volver a Murcia un verano cada dos años, obligando así a su familia a conocer la tierra de la que proceden. Mi amigo tiene dos hijos y también ha podido comprobar cómo ellos han acabado guiando su vida. Aunque les haya enseñado español, ya no lo hablan en casa y a él cada vez le cuesta más expresarse en esa hermosa lengua que sus padres le dejaron como la herencia más preciada.

Hace unas semanas mi amigo me llamó para contarme el penúltimo capítulo de esta historia, el más insólito o el más coherente, según cómo se mire. Su hija, atraída por una lengua que le gusta y tiene en los genes, está estudiando filología hispánica, en septiembre cursará una beca Erasmus y ha elegido Murcia para vivir esa experiencia. Su padre acudió a mí para encontrar un buen alojamiento y facilitarle las cosas. Colgué el teléfono con una sonrisa, pensando en cómo la vida se reconduce para cerrar un ciclo que siempre se repite. La sangre de los padres de mi amigo, tras haber emprendido una larga aventura, volverá al lugar del que un día salió. Su nieta pisará la tierra a la que sus abuelos nunca pudieron regresar, la descubrirá durante unos meses y quién sabe lo que sucederá después. Tal vez decida acabar su carrera allí e instalarse indefinidamente. Tal vez no esté preparada, vuelva a Lyon y deje que otra generación cierre el ciclo que la vida ya ha abierto. El futuro estará sólo en sus manos, pues aunque la vida marque las tendencias que invisiblemente nos guían, la elección siempre es posible y todavía podemos ser libres.

A veces veo a mi amigo como si se tratara de una imagen de mi propio futuro. Entonces pienso en mi hijo e intento imaginar lo que tiene preparado para mí. Me recorre un escalofrío cuando siento la incertidumbre de los próximos años y la ausencia de certezas, que tampoco he tenido en otras situaciones de mi vida. En momentos como éste viene a mi cabeza una filosofía que me acompaña desde que hace seis años y medio dejara mi país: lo mejor siempre está por llegar.

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