domingo, 30 de junio de 2019

Trampas low cost

La tela se teje de forma inexorable. Cada nuevo hilo cuenta, cada nueva puntada asegura la resistencia del conjunto. La araña vuelve a rodear el centro, convencida de la eficacia de sus gestos. Y tras acabar una geometría perfecta, se pregunta si servirá algún día para algo o si la muerte llegará antes de que todo cobre el sentido deseado. Por pequeñas que sean, nuestras decisiones tejen una personal tela de araña que atrae todo aquello con lo que soñamos. No hay que subestimar nunca el poder de una elección, porque si dejamos que otros elijan por nosotros, quedamos atrapados en una trampa creada por quienes se enriquecen ejerciendo un control invisible.

Empezamos a utilizar el término “low cost” cuando aparecieron las compañías aéreas que proponían precios imbatibles. Nos permitieron viajar más, pero acabaron condicionando las fechas de nuestras vacaciones y hasta su lugar. La tiranía de lo barato es tal, que deforma los precios descaradamente. Con tal de ofrecer la mayor ganga, ponen en opción aquellas cosas que acaban siendo obligatorias y cualquier excusa (el tipo de tarjeta de crédito, el asiento, la forma en que nos trate la azafata o el azafato de turno...) aumenta el precio final. Quienes vivimos en el extranjero sabemos bien de qué va el juego. Las fechas de nuestras vacaciones son decididas por motores de búsqueda que comparan cientos de compañías aéreas. Y cuando queremos osar y decidir nosotros, debemos ahorrar durante todo el año, porque cada vez que hay una fecha señalada en el horizonte (navidades, festivos, puentes…) los precios suben como la espuma y de poco vale comprar los billetes con antelación.

Antes de los aviones low costestaban las marcas blancas, a nuestro alcance en cualquier estantería de supermercado, que, al igual que los vuelos baratos, se han multiplicado con los años. Todo producto tiene su equivalente de bajo precio, que a pesar de hacernos dudar de su calidad, nos acaba encandilando. Como las marcas de ropa que deslocalizan su producción en países pobres. Se trata de un medio de control más, como cualquier otro: saben que los productos más baratos serán comprados por la inmensa mayoría y son una puerta de entrada segura a millones de hogares. Pensamos que podemos elegir, que somos libres porque tenemos la posibilidad de escoger, pero al final acabamos esclavizados por lo más barato. Las empresas saben que poco importa lo que metan en sus artículos e incluso juegan con ese factor: serán comprados porque su precio será imbatible.

Pero también podemos consumir de forma responsable, asumiendo que cada decisión tomada es importante. Comercio justo o ético, alimentos ecológicos, productores locales... Si bien hay muchas opciones, todas tienen un precio. Cuando esa decisión nos importa, hacemos lo posible para que las cuentas salgan a fin de mes: ciertos sacrificios compensan y permiten encontrar el necesario equilibrio. Aun así, esta posibilidad no está al alcance de todos, porque cuando el cinturón ya está apretado por culpa de infravalorados salarios, acabamos pasando demasiado tiempo frente a la estantería del súper hasta dar con el producto que nos permita estirar un poco más el presupuesto, pagar facturas o, simplemente, uno de esos pequeños placeres que se dejan pronto de lado cuando no hay más remedio. Y yo me pregunto por qué es tan difícil hacer las cosas con cabeza y utilizar un denostado sentido común. ¿Por qué los productos que vienen de un consumo responsable no reciben más ayudas? ¿Por qué no se incentiva la vía más coherente? Porque hay demasiados intereses en juego: los de quienes se benefician de este sistema, los de quienes prefieren tener controlada a una población que no piensa por sí misma, como la araña se sirve de invisibles hilos para inmovilizar a sus víctimas. Pero nosotros tenemos la última palabra, la que deja espacio a la esperanza. Elegir es tener poder. Que nadie nos lo quite.