domingo, 27 de mayo de 2018

Confiando en el cambio

El optimismo, más que una actitud, significa percibir una esquiva confianza en el futuro y reconocer la esperanza que siempre nos acompaña, aunque a veces esté tan enterrada que cueste demasiado esfuerzo sacarla a la luz. Cuando somos capaces de traspasar una frontera para vivir en el extranjero y salir airosos del reto, sentimos que todo es posible, que una poderosa energía viene en nuestra ayuda cuando la llamamos de forma sincera y que pocas cosas se nos pueden resistir si nuestra voluntad es lo suficientemente firme. 

Esos momentos de lucidez y lucha son los que justifican una vida y nos convencen de que otro mundo es posible. Incluso si los medios solo difunden desoladoras noticias que nos muestran cómo, poco a poco, todo se va yendo a pique (los valores más importantes, el sentido común, el respeto...) frente al auge del materialismo (el consumismo, la corrupción, las distracciones adoctrinadoras...). Pero en lugar de pensar que lo esencial se está perdiendo para siempre, prefiero imaginar que lo sepultamos bajo una tierra que un día será removida. No por nosotros, que no tenemos el tiempo necesario para desmontar un sistema que se afianza de forma irremediable, sino por nuestros hijos, si confiamos lo suficiente en ellos y, sobre todo, les damos las herramientas que necesitan. Ya lo he dicho en alguna otra ocasión: la educación es la única arma que nos puede salvar. Por eso, además de tratar a mi hijo como el padre que quiere lo mejor para él, lo hago como el ciudadano que sueña con un mundo nuevo. El año que viene irá al colegio por primera vez y discrepo de quienes piensan que esta temprana edad es menos importante en su formación. Al contrario, creo que cada paso ayuda a alcanzar toda meta y que hasta los seis años de edad vivimos en una mágica etapa en que la sociedad todavía no nos ha contaminado y todo es posible. 

Solemos tomar como referencia la reputada docencia escandinava, reconocida por su calidad, pero olvidamos que cada nación tiene iniciativas dignas de alabanza. Vivir entre tres países me permite comparar distintos sistemas educativos, que determinarán el tipo de sociedad que tendremos mañana. Del rumano, por ejemplo, me quedo con una curiosa estrategia de incentivos. Premian a los mejores de cada clase o curso. Si bien las recompensas son diversas, vale la pena mencionar que no son materiales. Se trata de experiencias que aportan al alumno un tipo de formación que no puede obtener en una anodina clase, como viajes de estudio, campamentos en plena naturaleza o estancias en el extranjero. 

Si nos fijamos en Francia, destaca su curioso ritmo escolar, que ofrece a los alumnos dos semanas de vacaciones por cada dos meses de clases. Además, parte la semana lectiva en dos, con un miércoles libre que permite a los chavales hacer otras actividades. Si bien podríamos pensar que, con tanto tiempo libre, los franceses no pasan mucho tiempo en el colegio, en realidad el horario lectivo de un curso se encuentra entre los más elevados de la Unión Europea. Una jornada de educación primaria dura seis horas en Francia, en lugar de las cinco a las que estamos acostumbrados en nuestro país. Pero tiempo y calidad no tienen por qué aumentar de forma proporcional, de modo que las más de 900 horas que los alumnos pasan frente a una pizarra durante un curso en Francia contrastan con las 700 que pasan en Finlandia.

De vuelta a España, donde la carga lectiva es similar a la francesa, comprobamos que motivar a los alumnos con recompensas se consideraría discriminatorio. Asistimos con tristeza a una degradación continua de la educación, que año tras año baja su nivel con el único objetivo de evitar el fracaso escolar. En lugar de exigir a los peores alumnos un mayor esfuerzo, se cambia todo el sistema para que aprueben sin problema. Una salida fácil que no deja de solucionar el gran problema de nuestro país, el segundo de Europa con una mayor tasa de abandono escolar, solo superado por Malta. Así que me pregunto qué harán en el futuro esos chavales que pasan de curso sin estudiar, insultando a sus profesores y abusando de la impunidad del ignorante. ¿Qué tipo de sociedad estamos construyendo? En vez de concebir un puente que nos permita superar las dificultades, construimos un pozo del que cada vez nos cuesta más salir. Solo espero que ese abismo no ahogue los gritos de quienes pedimos ayuda y sabemos que otro mundo es posible si luchamos lo suficiente por él.