domingo, 14 de octubre de 2018

No es lo mismo

Tras el estallido inicial, una energía de inimaginable poder lo envolvió todo. El sentimiento de júbilo se propagó de forma instantánea. Los goles de Griezmann, Pogba y Mbappé fueron pequeños adelantos que presagiaron el feliz desenlace. El último pitido del árbitro inició una reacción en cadena cuyas consecuencias durarán años. Salí a la calle para contagiarme de aquel estado de ánimo y, en medio de la vorágine, me pregunté qué parte de esa felicidad me correspondía realmente.

Fueron unas horas de enajenación colectiva, en las que todo estuvo permitido y la euforia se materializó de forma espontánea. Interminables hileras de coches cubrían el asfalto y pitaban escandalosamente. Querían reproducir conocidas melodías o solo hacer ruido, mientras banderas tricolores asomaban por sus ventanillas. Semejante atasco habría provocado retahílas de insultos en otras condiciones, pero esa tarde solo se veían rostros complacientes entre los automovilistas. De pronto, uno de los vehículos paró en seco, su conductor salió, se subió al techo pasando por el capó y empezó un extraño baile que acompañó con una gran bandera. Quienes vieron obstruida su marcha, no solo parecieron encantados con aquella improvisación, sino que empezaron a corear “on est champions, on est champions, on est, on est, on est champions” (el equivalente francés de nuestro “campeones, campeones, oé, oé, oé). En las aceras, el contacto físico era mayor y se sucedían los abrazos y besos entre desconocidos. Sonrisas, gritos de júbilo y felicidad contagiosa. Los bares no tardaron en sacar grandes altavoces para convertir la calle en una inmensa verbena. Caminar resultaba imposible y cada parón de la marea humana era una excusa más para felicitar efusivamente a quien tuviéramos al lado. Las preocupaciones y problemas cotidianos se desvanecieron durante unas horas en que nada importó más que manifestar una felicidad sin límites. 

Siempre he pensado que las celebraciones de victorias deportivas solo atañen a los jugadores que luchan por ellas y las hacen posibles. Sin embargo, cuando se trata de deportistas que representan a una nación, hay una identificación directa con quien juega al otro lado de la pantalla. Algo parecido sentí aquella tarde de julio, pues aunque no tuviera pasaporte francés, llevaba casi nueve años viviendo en el país galo y me sentía como uno más. Durante el mundial, mi corazón se dividió entre dos naciones y al principio seguí a ambos equipos con similar interés, sin poder evitar que mi corazón latiera más con el español. Pero tras los descafeinados partidos de nuestra selección y su consecuente eliminación, confié mi suerte a los franceses. 

Cuando aquella tarde me gritaron “somos campeones” quienes salieron a mi encuentro, pensé que aquel “somos” era más cierto que nunca. A veces necesitamos que alguien venga a confirmar lo que de algún modo ya intuimos. Sin embargo, no había dejado de ser español y no pude evitar acordarme del primer gran triunfo de la roja. Era junio de 2008 cuando mis compañeros de piso y yo dejamos el enclaustramiento de la época de exámenes para salir y descubrir el significado de la palabra histeria colectiva. Dos años después, cuando Iniesta paró el tiempo, yo me encontraba en el lugar equivocado. Si bien la alegría seguía en mi interior, las calles de Dijon estaban igual de vacías que cualquier otro domingo. Ni cánticos, ni pitidos, ni abrazos espontáneos, ni fuentes atestadas de improvisados bañistas. 

Tal vez la vida me haya devuelto ahora aquella celebración de un mundial que en su día no tuve, pero de todas maneras… no es lo mismo. Esa tarde de julio miré a mi alrededor con una nostálgica sonrisa y pensé: si ellos supieran… Si ellos escucharan a nuestros locutores de radio anunciando cada gol. Si ellos sintieran la pasión de un país en donde el fútbol es más que una religión. Mejor que no sepan lo que se están perdiendo y disfruten del presente como buenamente puedan.