En
un mundo globalizado como el nuestro, donde las fronteras han perdido
el sentido que un día tuvieron (aunque muchos se empeñen en
demostrar lo contrario), todo se mezcla de forma natural. Lenguas,
culturas, experiencias, formas de ver la vida, olores y sabores. Si
combinamos sabores, utilizando las dosis adecuadas y sazonando con
cuidado, nuestro paladar se enriquece gracias a una simbiosis
inevitable. Porque detrás está el placer que experimentamos al
sentir algo nuevo y vivir de una forma más completa.
Podemos
dar la vuelta al mundo sin abandonar nuestra propia ciudad. Basta con
salir a la calle y entrar en cualquiera de los establecimientos que
importan exóticos sabores. Incluso los restaurantes locales incluyen
cada vez con más frecuencia especialidades extranjeras, en muchos
casos convertidas en una sutil pincelada. Y cuando vivimos lejos de
nuestra tierra, la distancia se hace más llevadera gracias a esos
pequeños guiños: a las tiendas o bares españoles que encontramos a
nuestro paso o a los cocineros locales que asumen nuestras
tradiciones como un estimulante reto.
Me
serviré de una curiosa anécdota para ilustrar esa forma de mezclar
culturas. Sucedió hace más de un año, pero no viene mal recordar
el calor de una tarde de agosto ahora que el frío ha llegado para
quedarse. Buscaba la terraza de un bar junto con unos amigos
franceses, cuando la sombra de un toldo nos llamó a gritos. La
pizarra extendida en la calle nos invitó a probar la sangría casera
o "fait maison", apelativo que adoran los franceses,
como si el simple hecho de haber sido producida in situ fuera
garantía de algo, obviando la destreza o torpeza de su autor. Y
cuando se trata de un producto español elaborado en el extranjero,
soy más que escéptico. Tras la paella con chorizo, miedo me da ver
lo que los galos han hecho con nuestra veraniega bebida. Aún así
cedí y pedimos una ronda de sangría francesa. Cualquier excusa es buena para
mirarse a los ojos y gritar santé.
Entonces
llegó la sorpresa: la sangría estaba de muerte. Refrescante, muy
sabrosa, con un toque generoso de fruta y con el punto perfecto de
alcohol. En los ocho años que llevo en Francia no había probado una
sangría tan buena. Incluso cuando voy a España me cuesta encontrar
algo parecido entre el aguachirle que sirven a los turistas. Así se
lo dije al dueño del bar cuando volvió a la mesa y le pedimos otra
ronda. Chapeau, como decís vosotros, y olé, como decimos
nosotros. Le pregunté si era español, había vivido al sur de los
Pirineos o tenía familia allí, pero ninguna de mis suposiciones
resultó acertada. No hace falta ser español para hacer una buena
sangría, me dijo, tajante. Y hasta nos invitó a venir en septiembre
para probar su paella, que prepara cada año durante las fiestas del
barrio. Le pregunté si le echaba chorizo y me respondió con una
sonrisa. El punto justo, dijo.
Volvió
al otro lado de la barra y me quedé pensativo. Qué razón tenía.
Cuando algo, como una receta, trasciende al subconsciente colectivo,
cualquiera puede usarlo a su conveniencia. Al igual que descargamos
información de una nube de datos, podemos enriquecernos gracias a
ese saber mundial y hacerlo nuestro, añadiendo un personal toque. No
significa que desvirtuemos el original, sino que nuestra aportación
debe suponer el digno complemento a una centenaria tradición.
Podemos echarle chorizo a una paella, o lo que nos apetezca, siempre
que el resultado valga la pena. Al igual que podemos hacer un coulant
au chocolat, un wok o sushi. Y aunque repruebo la
mayoría de las consecuencias de la globalización, reconozco mi
debilidad por un privilegio al que nuestros antecesores no tuvieron
acceso. Me gusta comer japonés una vez al mes, ir a un restaurante
chino o tailandés para celebrar una ocasión especial o recurrir a
un kebab cuando no tengo tiempo para cocinar.
Si
no pedimos una tercera ronda de sangría fue porque ya empezaban a
subir a la cabeza las dos anteriores. Antes de irnos, una música
familiar me sacó de mi pensamientos. Al principio me pareció una
melodía habitual, pero después me sorprendió reconocer un ritmo
que hacía tiempo no escuchaba. Era un pasodoble. Me dí la vuelta y
el dueño me sonrió desde el interior del bar. Poco importaba que
personalmente aborreciera aquella cantinela. Además de buen
cocinero, el tipo era un cachondo. Chapeau, amigo. Algún día
vendré a probar tu paella. Aunque le pongas chorizo.