domingo, 17 de diciembre de 2017

La sangría francesa

En un mundo globalizado como el nuestro, donde las fronteras han perdido el sentido que un día tuvieron (aunque muchos se empeñen en demostrar lo contrario), todo se mezcla de forma natural. Lenguas, culturas, experiencias, formas de ver la vida, olores y sabores. Si combinamos sabores, utilizando las dosis adecuadas y sazonando con cuidado, nuestro paladar se enriquece gracias a una simbiosis inevitable. Porque detrás está el placer que experimentamos al sentir algo nuevo y vivir de una forma más completa.

Podemos dar la vuelta al mundo sin abandonar nuestra propia ciudad. Basta con salir a la calle y entrar en cualquiera de los establecimientos que importan exóticos sabores. Incluso los restaurantes locales incluyen cada vez con más frecuencia especialidades extranjeras, en muchos casos convertidas en una sutil pincelada. Y cuando vivimos lejos de nuestra tierra, la distancia se hace más llevadera gracias a esos pequeños guiños: a las tiendas o bares españoles que encontramos a nuestro paso o a los cocineros locales que asumen nuestras tradiciones como un estimulante reto.

Me serviré de una curiosa anécdota para ilustrar esa forma de mezclar culturas. Sucedió hace más de un año, pero no viene mal recordar el calor de una tarde de agosto ahora que el frío ha llegado para quedarse. Buscaba la terraza de un bar junto con unos amigos franceses, cuando la sombra de un toldo nos llamó a gritos. La pizarra extendida en la calle nos invitó a probar la sangría casera o "fait maison", apelativo que adoran los franceses, como si el simple hecho de haber sido producida in situ fuera garantía de algo, obviando la destreza o torpeza de su autor. Y cuando se trata de un producto español elaborado en el extranjero, soy más que escéptico. Tras la paella con chorizo, miedo me da ver lo que los galos han hecho con nuestra veraniega bebida. Aún así cedí y pedimos una ronda de sangría francesa. Cualquier excusa es buena para mirarse a los ojos y gritar santé.

Entonces llegó la sorpresa: la sangría estaba de muerte. Refrescante, muy sabrosa, con un toque generoso de fruta y con el punto perfecto de alcohol. En los ocho años que llevo en Francia no había probado una sangría tan buena. Incluso cuando voy a España me cuesta encontrar algo parecido entre el aguachirle que sirven a los turistas. Así se lo dije al dueño del bar cuando volvió a la mesa y le pedimos otra ronda. Chapeau, como decís vosotros, y olé, como decimos nosotros. Le pregunté si era español, había vivido al sur de los Pirineos o tenía familia allí, pero ninguna de mis suposiciones resultó acertada. No hace falta ser español para hacer una buena sangría, me dijo, tajante. Y hasta nos invitó a venir en septiembre para probar su paella, que prepara cada año durante las fiestas del barrio. Le pregunté si le echaba chorizo y me respondió con una sonrisa. El punto justo, dijo.

Volvió al otro lado de la barra y me quedé pensativo. Qué razón tenía. Cuando algo, como una receta, trasciende al subconsciente colectivo, cualquiera puede usarlo a su conveniencia. Al igual que descargamos información de una nube de datos, podemos enriquecernos gracias a ese saber mundial y hacerlo nuestro, añadiendo un personal toque. No significa que desvirtuemos el original, sino que nuestra aportación debe suponer el digno complemento a una centenaria tradición. Podemos echarle chorizo a una paella, o lo que nos apetezca, siempre que el resultado valga la pena. Al igual que podemos hacer un coulant au chocolat, un wok o sushi. Y aunque repruebo la mayoría de las consecuencias de la globalización, reconozco mi debilidad por un privilegio al que nuestros antecesores no tuvieron acceso. Me gusta comer japonés una vez al mes, ir a un restaurante chino o tailandés para celebrar una ocasión especial o recurrir a un kebab cuando no tengo tiempo para cocinar.


Si no pedimos una tercera ronda de sangría fue porque ya empezaban a subir a la cabeza las dos anteriores. Antes de irnos, una música familiar me sacó de mi pensamientos. Al principio me pareció una melodía habitual, pero después me sorprendió reconocer un ritmo que hacía tiempo no escuchaba. Era un pasodoble. Me dí la vuelta y el dueño me sonrió desde el interior del bar. Poco importaba que personalmente aborreciera aquella cantinela. Además de buen cocinero, el tipo era un cachondo. Chapeau, amigo. Algún día vendré a probar tu paella. Aunque le pongas chorizo.  

domingo, 10 de diciembre de 2017

Matices del francés

El tiempo acaba desvelando todos los secretos. Poco a poco, limpiando primero el polvo más superficial y quitando luego cada capa. Como un implacable juez convencido de que siempre encontrará la verdad. Ocho años de vida en Francia me han permitido conocer la lengua de Molière desde dentro y hacer un pequeño e incompleto balance. Para recordarme que cada día aprendo algo nuevo y que el tiempo siempre guarda una sorpresa en la recámara.

Son cosas que no se aprenden en los libros y ningún profesor se atreve a enseñar. Tal vez porque no son indispensables y sólo se usan en el lenguaje coloquial, que curiosamente es el que usamos la mayor parte del tiempo. Así que sólo gracias a la casualidad, las conversaciones, los libros y las películas se pueden advertir esos matices que un ojo atento no tarda en encontrar. Como es el caso de las siglas y los acrónimos, recursos muy utilizados por los franceses. En mi profesión, cualquiera sabe de lo que hablo si menciono un CCTP, una DPGF, un RICT o un PIGC, al igual que otros entornos cuentan con sus específicas siglas. Al principio nos resultará muy difícil seguir una conversación que las incluya, sobre todo si no conocemos su origen, pero acabaremos agradeciendo tal economía de palabras. Otros términos nos chocarán nada más escucharlos. Todavía me cuesta asimilar que "Mano" es un nombre propio de mujer. Diminutivo de Marie-Noëlle, para ser más exactos, que no tiene equivalente en español, pero que podríamos traducir por "María Navidad".

En el ámbito de las onomatopeyas, comprobamos que de poco sirven los sonidos aprendidos en la infancia. Todavía no sé por qué extraña razón los gallos franceses no cantan "quiquiriquí", sino "cocoricó", palabra que precederá toda reivindicación patriótica (no olvidemos que el gallo es el símbolo nacional) y que se parece bastante al canto de sus homólogos rumanos, "cucuricú". No creo que este detalle haya contribuido a que la lengua francesa haya vuelto a ser nombrada la más sexy del planeta. Seguramente quienes piensan que es tan romántica es porque no la han escuchado o hablado lo suficiente. Yo la considero una lengua demasiado melosa, en la que todo se suaviza en exceso. No sólo los sonidos, sino las expresiones reflejan una dulzura característica, como, por ejemplo, "se faire plaisir", que traduciríamos literalmente por "hacerse placer", aunque el verdadero equivalente es "darse el gusto". Si en español emplearíamos esta expresión en contadas ocasiones, en francés es muy usual. Toda elección parece condicionada por esa hedonista actitud. Y es que la lengua de Voltaire está plagada de "mots doux" (palabras suaves) que suavizan cualquier situación, por dura que pueda ser, en esa búsqueda del placer a toda costa.

Pero a veces el francés traspasa la frontera de la cursilería con bastante frecuencia y hace que el exceso de azúcar se vuelva indigesto. Si nos referimos al vocabulario relativo a los bebés (al que no he podido evitar recurrir), comprobamos cómo abundan las palabras creadas por la repetición de una simple sílaba. Un niño se suele llamar de forma cariñosa "loulou", de la misma manera que "nounou" se refiere a una niñera o "doudou" al peluche que acompaña de forma permanente a la criatura, sobre todo cuando duerme (hace "dodo"). Así, podemos componer frases tan monas como "le loulou a fait dodo avec son doudou chez sa nounou" (el niño ha dormido con su peluche en casa de su niñera). Hay muchas palabras que siguen en la misma línea, pero me resultan bastante ñoñas y las evito siempre que puedo.


Otras, sin embargo, siempre me han atraído por su fina ironía, como es el caso de "belle famille" (bella familia), que equivale a "familia política". Porque cuando los franceses llaman "belle mère" a su suegra, no es porque piensen que sea más guapa que su propia madre... La cortesía implícita en la lengua de nuestros vecinos gabachos les lleva a llamar "beau frère" o "belle soeur" (hermano guapo o hermana guapa) a su cuñado/a. De la misma manera abundan las fórmulas de agradecimiento que, aunque nos parezcan construcciones artificiosas, son de uso obligado. Y si no las utilizamos con la debida frecuencia nos arriesgamos a ser socialmente sancionados. Incluso si a veces me resulta difícil usarlas o encontrar la frase más adecuada para cada situación, reconozco que la educación nunca debe perderse. Porque, como decía mi padre, mi primer profesor de francés, recurrir a ella no cuesta dinero, nos abre todas las puertas y hace la vida más soportable.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Pretextos

Siempre están ahí, respaldándonos, aunque no queramos admitirlo. Unas veces nos preceden y otras quedan atrás. Inventamos pretextos para hacer (o no hacer) lo que queremos. Pueden ser razones legítimas o manipulaciones al servicio de nuestra conveniencia. Quien quiere arriesgar, siempre encontrará un argumento que le empuje a dejarlo todo, cambiar de país y buscar un futuro mejor. Y quien prefiere la continuidad, conservar lo que ya tiene o permanecer en su círculo de seguridad, también hallará una razón a su favor.

Vivimos rodeados de excusas, que utilizamos tanto para justificar acciones (por muy arbitrarias que puedan parecer) como para eludir obligaciones (o todo aquello que no queremos hacer). Cuando las ganas nos abandonan, forman una barrera entre nosotros y el resto del mundo que hace aún más difícil cualquier movimiento. También las necesitamos para forzarnos a hacer algo que nos beneficia, pero nos cuesta demasiado. Las excusas son ambiguas y actúan cual arma de doble filo que, como todo en esta vida, conviene usar en su justa medida. Aunque a veces son actos reflejos que nos ayudan en nuestro camino, en más de una ocasión se transforman en un gran lastre que nos resta velocidad. Cuando llegamos a mentirnos a nosotros mismos, entramos en un círculo vicioso del que resulta difícil salir.

Los ejemplos abundan en un mundo tan superficial como en el que vivimos, donde nada es lo que parece y la verdad se sepulta bajo espesas capas de pretextos. Vemos a diario cómo los políticos abusan de excusas para respaldar cuestionables decisiones o cómo en las redes sociales cualquier argumento es bueno para apoyar indefendibles causas. Pero me centraré en mis personales motivos. Cuando alguien me pregunta por qué dejé mi país, le hablo de construir una vida, de trabajar en lo que un día estudié, de tener un sueldo digno o de disfrutar de derechos sociales. Si bien son razones de peso para mí, no significan lo mismo para otros, que me comentan casos de quienes se enfrentaron a la misma encrucijada y decidieron quedarse. Ellos encontraron sus propios pretextos y siguieron el camino que les indicaron. Es una opción igual de válida que partir, porque ninguna decisión sirve de nada si no nos convence a nosotros mismos. Otros viven frustrados por no haber encontrado la excusa que les permita dar el salto y cambiar de país. Y también hay quien vive en el extranjero deseando hallar el pretexto que le obligue a regresar a su tierra.

Una triste película francesa, "Juste la fin du monde" ("sólo el fin del mundo"), adaptación de una obra de teatro homónima, narra precisamente el regreso a su pueblo natal de un escritor tras doce años de ausencia, período durante el cual no vio a ningún miembro de su familia. El pretexto que le empujó a volver es incontestable: estaba enfermo y moriría en poco tiempo. En su fugaz viaje para notificar su suerte se enfrenta a viejas rencillas, a tensiones familiares y a las razones que le sacaron de allí y le mantuvieron alejado. Aunque el paso del tiempo las aletargó, la vuelta le sirvió para constatar que seguían existiendo. La película es desgarradora e incómoda, pues es tan real que todos podemos identificarnos con las difíciles situaciones que se suceden.

Aunque a veces nos sentimos obligados a hacer algo, a inclinar la balanza de un lado determinado, siempre hay elección. Siempre hay otra posibilidad. Siempre podemos decir que no. Por mucho que nos asuste o no queramos reconocerlo. Entonces pensamos en la vida que hubiéramos llevado de haber tomado el otro camino, el que tanto nos tentó, pero que al final declinamos. Nos preguntamos si habríamos conocido a las mismas personas, si nuestra personalidad se habría afirmado de la misma manera o si habríamos sido más felices. Si, en definitiva, las alternativas eran mejores que la opción finalmente elegida. Al final nos damos cuenta de que ningún camino es mejor que otro y que todos nos enseñan algo importante.


Todos buscamos el pretexto que nos permita realizar nuestros sueños y concretar nuestras más íntimas convicciones. Esperamos que un día llegue y nos coja de la mano, sin saber que podemos construirlo con un mínimo, pero continuado esfuerzo. Sólo debemos ser capaces de reconocerlo cuando se presente ante nosotros y tener la suficiente valentía como para permanecer a su lado.

domingo, 26 de noviembre de 2017

Carta a la vida

Quién me iba a decir que, ocho años después de haber llegado a un país extranjero, la vida me obligaría a aprender una lengua nueva. Sin seguir un curso, sin estudiar un sólo libro, sin nada que me pueda ayudar en mi ardua tarea. La única forma de progresar es conversar y dejarse llevar, sin miedo, por un juego en donde las reglas se aprenden sobre la marcha y la improvisación es una necesaria aliada. Como un reto en que la intuición y las ganas de aprender son los únicos maestros, además de un pequeño, pero inteligente, ser de apenas noventa centímetros de estatura.

Para concentrarme, le miro a los ojos y escucho, atento. La repetición de sonidos me ha permitido entender las reglas más básicas, aunque hay tantas excepciones que cualquier norma caduca con rapidez. Cuando se trata de nombres, sólo se pronuncian las últimas sílabas: mandarina se transforma en "nina", basura en "sura", tortilla en "tilla", Natalia en "Talia", Matilda en "Tilda" y manta en "tita", ya que entra en juego el diminutivo mantita. Pero hay que llevar cuidado, porque una regla complementaria indica que la "s" final no se pronuncia. Así, diremos "Ca" en lugar de Lucas o "Colá" en vez de Nicolás. Para enriquecer nuestro discurso, mezclaremos palabras de varios idiomas, sin olvidar nunca su significado. Por ejemplo, si queremos referirnos a un coche, diremos "shina" (de "mașină", coche en rumano), pero también valdrá "toche". Siguiendo el mismo razonamiento, para beber agua pediremos "apa", "agua" o "de l'eau" y acompañaremos nuestros gestos con cada palabra: cuando cogemos un vaso, antes de beber y en el momento de dejarlo sobre la mesa. Si queremos, en cambio, un biberón, bastará con decir "bibi", si está demasiado caliente lo expresaremos con "c'est chaud", cuando hayamos terminado lo indicaremos con "fini" (acabado en francés) y si todavía tenemos hambre diremos "encore" (más). Antes de salir a la calle nos protegeremos con una "căciulă" (gorro en rumano), cuya pronunciación respeta todas las sílabas (cachula), como también sucede con "chaussette" (que se pronuncia "choset" y quiere decir calcetín en francés). Y entre las palabras más innovadoras de este vocabulario encontraremos "totó", sinónimo de aspirador, o "cocolá", evolución de chocolat (chocolate en francés).

El aprendizaje de esta nueva lengua no se limita a seguir las directrices de un profesor o los pasos de un rígido método, sino todo lo contrario: la implicación del alumno es fundamental y su rol activo influye en la calidad de la enseñanza. El maestro aprende entonces del discípulo y se crea una enriquecedora simbiosis, que se materializa en un principio aplicable a cualquier ámbito de la vida: cuanto más se da, más se recibe a cambio. Cuántas más palabras enseño a mi hijo, más reglas encuentra y más complejo es el vocabulario que inventa. Si el aprendizaje de tres lenguas al mismo tiempo me asustó en un principio, se ha acabado desarrollando con una increíble naturalidad. Su pequeña cabeza procesa toda la información que recibe de una forma sorprendentemente creativa. En lugar de limitarse a acatar las reglas del lugar al que ha llegado, les da una vuelta de tuerca y crea otras normas, que pueden respetar, o no, a sus predecesoras, pero que, en todo caso, le permiten identificarse con ellas. Un mundo nuevo aparece ante él y ante quien repara en ese complejo sistema del cual es el único dueño. Y en ese momento, contra toda expectativa, cruzamos al otro lado del espejo: dejamos de ser los mentores, los guardianes de una verdad que pensábamos controlar, para convertirnos en los espectadores de la creación de un mundo inesperado, de una nueva forma de ver las cosas.


Educar a un niño supone participar en el mágico proceso a través del cual transmitimos todo el saber del mundo. Porque nuestra obligación es ir más allá de las experiencias encontradas en nuestro camino (cuanto hemos leído, viajado, visto u oído), para enseñar las de nuestros predecesores. Admitir que formamos parte de la humanidad, con sus virtudes y sus defectos, y su historia no nos puede dejar indiferentes. Debemos aprender de los errores de quienes nos precedieron para darnos cuenta de que vivimos en un mundo cíclico, que nos condena a repetir acciones que creemos originales. Y si hoy escribo esta carta a la vida es para reconocer que desde que soy padre me siento partícipe de este mundo y me intereso más por él, tanto por el origen como por el futuro de esta cadena a la que pertenecemos y de la que somos responsables. Pero, sobre todo, la escribo para agradecer a la vida cada día en que participo en esta apasionante aventura. 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Diamantes sobre el sofá

Aunque no fue su principal objetivo, sobrepasaron los límites que se impusieron. Traspasaron la frontera de la mediocridad y se convirtieron en inmortales. Son libros, películas, canciones, cuadros, esculturas, obras de arte, invenciones… que destacan sobre el resto. Cuando algo trasciende de ese modo, deja de pertenecer a una persona o a un país determinado para habitar en un lugar común al que cualquiera puede tener acceso. Pero, ¿qué lengua se habla en esa tierra idílica? Y lo que es más importante: ¿cómo traducir lo que encontremos allí a nuestro propio idioma?

Cuando cambiamos de país constatamos que ese subconsciente colectivo existe realmente. Y, aunque lo que allí habita es común a toda la humanidad, cada nación lo interpreta de una forma distinta para adaptarlo a la cultura local. El primer filtro de todos es el lenguaje. Cada idioma tiene una forma distinta de vocalizar: unos sonidos característicos que codifican cuanto se quiere expresar. Y luego está el significado de cada palabra, cuyos matices pueden cambiar de una lengua a otra. De manera que, cuando un término extranjero hace su aparición, no puede salir indemne.

Al llegar a Francia comprobé la dificultad de entender (y de hacerme entender) cuando se habla de lugares comunes, de realidades que todo mortal debe conocer. Entonces llegan las miradas de extrañeza, los ceños fruncidos de quienes piensan que soy tan estúpido como para ignorar verdades universales. Si, por ejemplo, hablamos de coches, nombres como BMW o Audi traspasan fronteras, pero se pronuncian de forma distinta tras cada una de ellas. La primera vez que escuché “odí” (pronunciación francesa de “Audi”) en una conversación, reconocí que no sabía lo que era. Y cuando me dijeron que se trataba de un coche, pensé que sería una marca casi desconocida. Luego me mostraron una fotografía y se me quedó cara de imbécil. Otro nombre universal que se presta a confusión es el de Leonardo da Vinci, que en francés se pronuncia “vansí”. Imposible reconocer al genial autor de la Gioconda o el célebre libro de Dan Brown en semejantes condiciones.   

Otro ámbito plagado de malentendidos es el del cine. Todos tenemos en la cabeza esos clásicos que hemos visto al menos una vez y que se han quedado para siempre en nuestra memoria. Muchos de ellos son yanquis y sus títulos han sido traducidos a todas las lenguas, con más o menos fortuna. Si pensamos que las traducciones españolas respetan poco el original, las francesas no son mucho mejores. Entonces, ¿cómo mencionar uno de esos clásicos en una conversación? No basta con conocer el título original, pues nuestros amigos franceses lo escondieron tras una personal e intransferible traducción. Yo tengo mi propio método: busco la película en Wikipedia y leo el artículo en francés. Y siempre que veo una película extranjera, lo hago en versión original subtitulada. Así escucho las voces reales de los actores y compruebo, de paso, los estragos que las traducciones causan. Pero yo también me veo obligado a traducir a diario y comprendo las contrariedades de un oficio difícil. No basta con traducir palabra por palabra, pues el conjunto podría resultar ininteligible, y hay que recurrir a fórmulas o expresiones locales que transmitan la esencia de lo que se quiere decir. Jugar con sutilidades, en definitiva, para hacer un encaje de bolillos que, en muchos casos, sólo capta parte del significado original.


Hace poco me encontré con un ejemplo que ilustra bien ese juego. La apertura de una cafetería en Tiffany’s se convirtió en la mejor excusa para volver a ver “Desayuno con diamantes”. El título original, “Breakfast at Tiffany’s” (desayuno en Tiffany’s), era difícil de traducir en los años sesenta, cuando se desconocía la existencia de la joyería neoyorkina. El título elegido fue una forma acertada de asociar el hábito de la protagonista con el lujo de la insignia de la quinta avenida. Al mismo problema se enfrentaron en Francia, con consecuencias más surrealistas. Nombraron a la película “Diamants sur canapé” (diamantes sobre el sofá), que no aludía al poético desayuno de la protagonista, pero evocaba la lujosa atmósfera de la que se quería rodear. Curiosamente, la novela de Truman Capote en la que se basa sí fue traducida literalmente (“Petit-déjeuner chez Tiffany”). Pero, más allá del envoltorio, el contenido sigue siendo el mismo: la historia de una mujer que pretende esconder con excentricidades un alma perdida. Y la deslumbrante actuación de Audrey Hepburn no sólo honra a su personaje, sino que perdona cualquier desliz de sus traductores.

domingo, 12 de noviembre de 2017

6 + 2 años lejos

Cuando somos niños, un día parece interminable, lleno de nuevas experiencias y horas que nunca acaban. Miramos impacientes el reloj, pero todavía queda demasiado tiempo para escuchar la sirena del colegio. Las semanas se nos hacen eternas y las próximas vacaciones siempre quedan lejos. Sin embargo, cuando maduramos los años pasan con una rapidez que asusta: la percepción del tiempo cambia y se acelera a lo largo de una vida. Y así, subido en este bólido que se acerca más rápido a la meta, me doy cuenta de que ya han pasado ocho años desde que aterricé en Francia. Y ha llegado el momento de explicar cómo y por qué escribo este blog cada semana desde hace ya dos años.

Para más inri, éste es mi artículo número cien. Ya sé que dos años tienen más de cien semanas, pero últimamente la vida me ha obligado a poner en pausa la maquinaria. Entre compromisos laborales y personales, cada vez me resulta más difícil mantener el ritmo. En momentos como este, me acuerdo de un estupendo consejo que me dio un profesor de Proyectos Arquitectónicos, el gran Joaquín Alvado. Cuando le decíamos que la enorme carga de trabajo que creaban las demás asignaturas no nos permitía dedicarle suficiente tiempo a la suya, él nos contestaba con una pregunta: ¿en qué pensáis cuando andáis por la calle, esperáis a que el semáforo se ponga en verde o llegue el autobús? A partir de entonces, aproveché esos tiempos muertos para pensar en mi proyecto y hacerlo madurar, de forma que al llegar a casa ya tuviera medio trabajo hecho. Aquel extraordinario consejo no sólo me ayudó a acabar con éxito la carrera, sino que me marcó para siempre.     

Así es como escribo este blog: mientras camino o voy en el metro. Pienso en temas para próximos artículos, cómo desarrollar mis ideas, la estructura de la página, el contenido de los párrafos, la frase inicial, lo que quiero transmitir... Anoto en mi móvil lo más importante (antes usaba pequeñas libretas que acababa olvidando) de manera que, cuando al fin me siento frente al ordenador, la página nunca está en blanco. Consulto mis notas, pienso en lo que voy a exponer y me dejo llevar. A veces me sorprendo llegando a conclusiones que no había imaginado antes o a giros que desvían la idea inicial, me guían por un camino paralelo y me muestran un lugar inesperado. Después dejo el texto madurar (un día como mínimo) para volver a él con nuevos ojos y corregirlo sin piedad. De todos modos, no sigo siempre el mismo método e intento dejar espacio a la improvisación.   

Para explicar por qué escribo, tengo que retroceder más de veinte años en el tiempo y recordar cuando empecé a redactar una revista en el colegio, por iniciativa propia, con la ayuda de una vieja máquina de escribir. Más tarde la cambié por un ordenador y mis amigos me ayudaron en mi causa. La publicación, mensual, se volvió cada vez más seria. Además, cualquier excusa era buena para garabatear en un cuaderno: viajes, relatos, diarios... Siempre me atrajo el periodismo, pero cuando la vida me dio a elegir, incliné la balanza del lado de la arquitectura. Cuando acabé la carrera y empecé a trabajar en otro país, recuperé el tiempo libre que los años de estudio me arrebataron. Volví a escribir. Necesitaba algo que me obligara a hacerlo con frecuencia y me permitiera cruzar la frontera de mi espacio personal para encontrar lectores. Un blog era la manera ideal de llegar hasta cualquier persona y sentir la presión necesaria para no dejar de escribir. No tuve que pensar mucho para encontrar un tema del que hablar durante un buen tiempo. Mi vida en el extranjero se convirtió en el contexto ideal para esta nueva aventura. Decidí compartir mis variopintas experiencias para hacer pública una historia de gran actualidad, para decir a quienes se identifiquen en ellas que no están solos y para exponer mi forma de ver la vida. Pero, por encima de todo, ha sido una excusa para escribir, disfrutar haciendo lo que me gusta y no perder el contacto con mi lengua materna.


Y si estos dos años han valido la pena, ha sido gracias a ti, querido lector. No he estado solo durante este tiempo y sois muchos los que me seguís cada semana. Al principio publicaba en este blog una selección de fotos personales, pero aunque la fotografía es otra de mis pasiones, no he encontrado el tiempo necesario para crear un hábito. Para agradecer vuestra fidelidad, he asignado cada imagen a un artículo. Si bien no hay tantas como textos, os propongo un pequeño juego: releer antiguos artículos en busca de esos guiños. Porque mientras estéis ahí, leyendo, seguiré escribiendo desde el extranjero, sintiéndome un poco más cerca de vosotros, pero todavía lejos.

Ginebra, 09/06/2012

Los decorados se superponen y la ciudad, fondo activo de nuestras vidas, se muestra ante nosotros desafiante, retándonos a interpretar los restos de un mundo inacabado.