domingo, 26 de noviembre de 2017

Carta a la vida

Quién me iba a decir que, ocho años después de haber llegado a un país extranjero, la vida me obligaría a aprender una lengua nueva. Sin seguir un curso, sin estudiar un sólo libro, sin nada que me pueda ayudar en mi ardua tarea. La única forma de progresar es conversar y dejarse llevar, sin miedo, por un juego en donde las reglas se aprenden sobre la marcha y la improvisación es una necesaria aliada. Como un reto en que la intuición y las ganas de aprender son los únicos maestros, además de un pequeño, pero inteligente, ser de apenas noventa centímetros de estatura.

Para concentrarme, le miro a los ojos y escucho, atento. La repetición de sonidos me ha permitido entender las reglas más básicas, aunque hay tantas excepciones que cualquier norma caduca con rapidez. Cuando se trata de nombres, sólo se pronuncian las últimas sílabas: mandarina se transforma en "nina", basura en "sura", tortilla en "tilla", Natalia en "Talia", Matilda en "Tilda" y manta en "tita", ya que entra en juego el diminutivo mantita. Pero hay que llevar cuidado, porque una regla complementaria indica que la "s" final no se pronuncia. Así, diremos "Ca" en lugar de Lucas o "Colá" en vez de Nicolás. Para enriquecer nuestro discurso, mezclaremos palabras de varios idiomas, sin olvidar nunca su significado. Por ejemplo, si queremos referirnos a un coche, diremos "shina" (de "mașină", coche en rumano), pero también valdrá "toche". Siguiendo el mismo razonamiento, para beber agua pediremos "apa", "agua" o "de l'eau" y acompañaremos nuestros gestos con cada palabra: cuando cogemos un vaso, antes de beber y en el momento de dejarlo sobre la mesa. Si queremos, en cambio, un biberón, bastará con decir "bibi", si está demasiado caliente lo expresaremos con "c'est chaud", cuando hayamos terminado lo indicaremos con "fini" (acabado en francés) y si todavía tenemos hambre diremos "encore" (más). Antes de salir a la calle nos protegeremos con una "căciulă" (gorro en rumano), cuya pronunciación respeta todas las sílabas (cachula), como también sucede con "chaussette" (que se pronuncia "choset" y quiere decir calcetín en francés). Y entre las palabras más innovadoras de este vocabulario encontraremos "totó", sinónimo de aspirador, o "cocolá", evolución de chocolat (chocolate en francés).

El aprendizaje de esta nueva lengua no se limita a seguir las directrices de un profesor o los pasos de un rígido método, sino todo lo contrario: la implicación del alumno es fundamental y su rol activo influye en la calidad de la enseñanza. El maestro aprende entonces del discípulo y se crea una enriquecedora simbiosis, que se materializa en un principio aplicable a cualquier ámbito de la vida: cuanto más se da, más se recibe a cambio. Cuántas más palabras enseño a mi hijo, más reglas encuentra y más complejo es el vocabulario que inventa. Si el aprendizaje de tres lenguas al mismo tiempo me asustó en un principio, se ha acabado desarrollando con una increíble naturalidad. Su pequeña cabeza procesa toda la información que recibe de una forma sorprendentemente creativa. En lugar de limitarse a acatar las reglas del lugar al que ha llegado, les da una vuelta de tuerca y crea otras normas, que pueden respetar, o no, a sus predecesoras, pero que, en todo caso, le permiten identificarse con ellas. Un mundo nuevo aparece ante él y ante quien repara en ese complejo sistema del cual es el único dueño. Y en ese momento, contra toda expectativa, cruzamos al otro lado del espejo: dejamos de ser los mentores, los guardianes de una verdad que pensábamos controlar, para convertirnos en los espectadores de la creación de un mundo inesperado, de una nueva forma de ver las cosas.


Educar a un niño supone participar en el mágico proceso a través del cual transmitimos todo el saber del mundo. Porque nuestra obligación es ir más allá de las experiencias encontradas en nuestro camino (cuanto hemos leído, viajado, visto u oído), para enseñar las de nuestros predecesores. Admitir que formamos parte de la humanidad, con sus virtudes y sus defectos, y su historia no nos puede dejar indiferentes. Debemos aprender de los errores de quienes nos precedieron para darnos cuenta de que vivimos en un mundo cíclico, que nos condena a repetir acciones que creemos originales. Y si hoy escribo esta carta a la vida es para reconocer que desde que soy padre me siento partícipe de este mundo y me intereso más por él, tanto por el origen como por el futuro de esta cadena a la que pertenecemos y de la que somos responsables. Pero, sobre todo, la escribo para agradecer a la vida cada día en que participo en esta apasionante aventura. 

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