Todos cabían en una maleta. Al menos
así es como llegaron a un país extranjero que se acabó
convirtiendo en propio. Los objetos son limitados cuando acabamos de
aterrizar en un nuevo lugar. Al principio, la casa de todo emigrante
es austera y, salvo los muebles, cuanto hay en ella cabe en una
maleta. Su ocupante piensa en el regreso a su tierra natal e intenta
que su equipaje de vuelta se adapte a los cánones de una compañía
low cost. Después, cuando ese viaje deviene una utopía, el
tiempo se encarga de llenar la casa con unos objetos que nunca verán
el país de su dueño.
En mi caso, el único lujo que me he
permitido en estos años de vida en el extranjero ha sido llenar una
biblioteca. Con cada viaje a mi país he ido trayendo aquellos libros
que han significado algo para mí, que me ha apetecido tener a mi
lado o que todavía no había leído. Poco a poco he ido completando
los estantes con nuevos compañeros de vida: hallazgos casuales o
deseados durante mucho tiempo. Cada uno de ellos ha llegado hasta mí
de una forma diferente. Unos formaron parte de listas personales,
otros fueron recomendaciones de buenos amigos, una parte fue el
resultado de una cadena de causalidades (libros que, antes de
acabarlos, me susurraban al oído otros títulos, y así
sucesivamente) y un gran porcentaje procedió del más puro azar: de
encuentros fortuitos y situaciones inesperadas. Un ejemplo de este
último grupo es una curiosa iniciativa que descubrí en mi nuevo
barrio de Lyon y que empieza a extenderse por Francia y Europa. Se
trata de una estantería que, en medio de una plaza pública, recibe
todo tipo de objetos de segunda mano. Cualquiera puede depositar o
coger lo que quiera. Su nombre, "partagère",
procede de un acertado juego de palabras que, en francés, combina
los términos "compartir" (partager) y "estantería"
(étagère). Entre los improbables objetos que podemos
encontrar, hay de todo: ropa, vajilla, juguetes, películas y, cómo
no, libros. Muchos libros. Siempre es una agradable sorpresa
detenerse a su lado para ver lo que la casualidad ofrece a nuestro
paso.
Aunque mi biblioteca es bastante
reducida, se hace raro verla en el piso de un emigrante. Y tras
cuatro mudanzas a mis espaldas, con un creciente número de libros (y
de peso que transportar), me he visto obligado a tomar una decisión
que nunca contemplé. Me he comprado un libro electrónico. Pero no
he traicionado a mi biblioteca y sigo comprando y cogiendo prestados
libros reales, cuya presencia aumenta más lentamente que antes.
Aparte de ganar espacio, el ebook me permite acceder a títulos
españoles de una forma muy sencilla. En Francia, las librerías que
dedican una sección a la literatura española (no traducida al
francés) son escasas. Casi siempre me veo obligado a comprar por
internet y a sufrir las inevitables decepciones ligadas a los libros
que no han pasado por mis manos antes de ser comprados. La edición o
incluso la traducción (cuando el autor escribe en una lengua que no
domino) dejan que desear. Muy pocos de los ejemplares que así he
adquirido merecen permanecer mucho tiempo en mi biblioteca, o ser
transmitidos a mi hijo para que él haga lo propio con su
descendencia. Contrasta ver esos volúmenes junto a los que
pertenecieron a mi padre, que se conservan con vigor y siguen siendo
dignos de ser leídos. Y en un país en que cada vez utilizo menos mi
lengua natal, la lectura de libros en español se ha convertido en
una necesidad.
A pesar de contar con un minúsculo y
frío libro electrónico, he vuelto a pasear entre los bouquinistes
(libreros de viejo) de Lyon. El otoño cubre con anaranjadas hojas
sus libros de segunda mano, que llenan las mesas extendidas junto al
Saona. El pretil del río se ve salpicado de pequeñas urnas de acero
en donde los libreros preservan su preciada mercancía, como sus
homólogos hacen en París, junto al Sena. En la otra orilla, la
vista es digna de una postal, donde los renacentistas edificios del
vieux Lyon enmarcan la colina
y la basílica de la Fourvière. Camino entre periódicos
centenarios y clásicos de Julio Verne, Víctor Hugo o Émile Zola,
que conviven con contemporáneos como Marc Levy. De vez en cuando me
detengo a hojear un viejo ejemplar, veo su precio marcado en lápiz
en la primera página y paso con suavidad sus gruesas y amarillas
hojas. Nunca sé qué voy a recoger en una cacería de domingo, sólo
examino las piezas y elijo la que me observa con los mismos ojos que
yo a ella. La que me susurra cosas que nunca antes había oído. La
que me promete que el mundo no volverá a ser igual cuando termine de
pasar sus páginas. A veces son flechazos que, como el propio amor,
son difíciles de justificar.
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