domingo, 5 de noviembre de 2017

La biblioteca del emigrante

Todos cabían en una maleta. Al menos así es como llegaron a un país extranjero que se acabó convirtiendo en propio. Los objetos son limitados cuando acabamos de aterrizar en un nuevo lugar. Al principio, la casa de todo emigrante es austera y, salvo los muebles, cuanto hay en ella cabe en una maleta. Su ocupante piensa en el regreso a su tierra natal e intenta que su equipaje de vuelta se adapte a los cánones de una compañía low cost. Después, cuando ese viaje deviene una utopía, el tiempo se encarga de llenar la casa con unos objetos que nunca verán el país de su dueño.

En mi caso, el único lujo que me he permitido en estos años de vida en el extranjero ha sido llenar una biblioteca. Con cada viaje a mi país he ido trayendo aquellos libros que han significado algo para mí, que me ha apetecido tener a mi lado o que todavía no había leído. Poco a poco he ido completando los estantes con nuevos compañeros de vida: hallazgos casuales o deseados durante mucho tiempo. Cada uno de ellos ha llegado hasta mí de una forma diferente. Unos formaron parte de listas personales, otros fueron recomendaciones de buenos amigos, una parte fue el resultado de una cadena de causalidades (libros que, antes de acabarlos, me susurraban al oído otros títulos, y así sucesivamente) y un gran porcentaje procedió del más puro azar: de encuentros fortuitos y situaciones inesperadas. Un ejemplo de este último grupo es una curiosa iniciativa que descubrí en mi nuevo barrio de Lyon y que empieza a extenderse por Francia y Europa. Se trata de una estantería que, en medio de una plaza pública, recibe todo tipo de objetos de segunda mano. Cualquiera puede depositar o coger lo que quiera. Su nombre, "partagère", procede de un acertado juego de palabras que, en francés, combina los términos "compartir" (partager) y "estantería" (étagère). Entre los improbables objetos que podemos encontrar, hay de todo: ropa, vajilla, juguetes, películas y, cómo no, libros. Muchos libros. Siempre es una agradable sorpresa detenerse a su lado para ver lo que la casualidad ofrece a nuestro paso.

Aunque mi biblioteca es bastante reducida, se hace raro verla en el piso de un emigrante. Y tras cuatro mudanzas a mis espaldas, con un creciente número de libros (y de peso que transportar), me he visto obligado a tomar una decisión que nunca contemplé. Me he comprado un libro electrónico. Pero no he traicionado a mi biblioteca y sigo comprando y cogiendo prestados libros reales, cuya presencia aumenta más lentamente que antes. Aparte de ganar espacio, el ebook me permite acceder a títulos españoles de una forma muy sencilla. En Francia, las librerías que dedican una sección a la literatura española (no traducida al francés) son escasas. Casi siempre me veo obligado a comprar por internet y a sufrir las inevitables decepciones ligadas a los libros que no han pasado por mis manos antes de ser comprados. La edición o incluso la traducción (cuando el autor escribe en una lengua que no domino) dejan que desear. Muy pocos de los ejemplares que así he adquirido merecen permanecer mucho tiempo en mi biblioteca, o ser transmitidos a mi hijo para que él haga lo propio con su descendencia. Contrasta ver esos volúmenes junto a los que pertenecieron a mi padre, que se conservan con vigor y siguen siendo dignos de ser leídos. Y en un país en que cada vez utilizo menos mi lengua natal, la lectura de libros en español se ha convertido en una necesidad.


A pesar de contar con un minúsculo y frío libro electrónico, he vuelto a pasear entre los bouquinistes (libreros de viejo) de Lyon. El otoño cubre con anaranjadas hojas sus libros de segunda mano, que llenan las mesas extendidas junto al Saona. El pretil del río se ve salpicado de pequeñas urnas de acero en donde los libreros preservan su preciada mercancía, como sus homólogos hacen en París, junto al Sena. En la otra orilla, la vista es digna de una postal, donde los renacentistas edificios del vieux Lyon enmarcan la colina y la basílica de la Fourvière. Camino entre periódicos centenarios y clásicos de Julio Verne, Víctor Hugo o Émile Zola, que conviven con contemporáneos como Marc Levy. De vez en cuando me detengo a hojear un viejo ejemplar, veo su precio marcado en lápiz en la primera página y paso con suavidad sus gruesas y amarillas hojas. Nunca sé qué voy a recoger en una cacería de domingo, sólo examino las piezas y elijo la que me observa con los mismos ojos que yo a ella. La que me susurra cosas que nunca antes había oído. La que me promete que el mundo no volverá a ser igual cuando termine de pasar sus páginas. A veces son flechazos que, como el propio amor, son difíciles de justificar.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario