domingo, 26 de marzo de 2017

Moneda de cambio

El tumulto no me permitía avanzar más. La calle había sido cortada, hacía unos minutos que se detuvo el autobús en que viajaba y tenía que recorrer a pie el camino que me quedaba para llegar al trabajo. Resultaba imposible andar mientras la multitud se agolpaba frente al cordón policial. Querían averiguar qué había sucedido, pero los agentes habían desplegado grandes lonas para evitar un escándalo público. Sólo quedaba un autobús dentro de la zona acordonada. Un delgado reguero de sangre corría frente al vehículo y teñía el negro asfalto. Tirado a un lado, un bolso de mujer había perdido a su dueña. La manta tendida en el suelo dejaba al descubierto una mano inerte.

Aunque tenía prisa y no me paré a analizar la escena, recogí todas las pistas que me permitieron reconstruir lo que había ocurrido unos minutos antes: un clásico atropello. No era el primero que veía y tampoco sería el último. Poco importaba quién había sido el culpable, si la mujer había cruzado sin reparar en que los autobuses pasaban en el sentido contrario de la circulación o si el conductor iba demasiado rápido y no frenó a tiempo para evitar la tragedia. El daño ya estaba hecho y no había vuelta atrás. Acostumbrado a los acelerones y frenazos habituales de los autobuses de Lyon, he visto a más de un conductor escapar de lo inevitable en el último segundo y sé que los atropellos son una habitual moneda de cambio. Uno de los altos precios que pagamos por disfrutar de la modernidad, de la rapidez y eficacia del transporte público, en este caso.

Cuantas más comodidades tenemos, menos pensamos por nosotros mismos. Esto nos lleva a vivir protegidos por un exceso de confianza y pensar que nunca nos va a pasar nada malo. Perdemos nuestro criterio y nos convertimos en máquinas de movimientos predecibles. Cegados por esa falsa sensación de control, ignoramos cómo las instituciones nos manejan a su antojo. Para ellas sólo somos números con los que operar para obtener el mayor beneficio. En este sistema las inevitables bajas, o errores humanos, son sólo daños colaterales fáciles de esconder tras el bien común.

El ejemplo del atropello ilustra bien esta idea. Lyon es la tercera ciudad más grande de Francia y dispone de una eficiente red de transporte público que nos permite desplazarnos con rapidez. Basta con descargar una aplicación en nuestro teléfono móvil y dejar que piense por nosotros. Indicamos un destino y una hora de llegada y ella elige la mejor combinación posible (entre metro, tranvía, autobús o trolebús). Estima los tiempos de espera o el trayecto que, irremediablemente, tendremos que hacer andando, pero no compara su resultado con lo que tardaríamos si hiciéramos a pie todo el recorrido. Sin darnos cuenta, la manera en que utilizamos el transporte público puede cambiar nuestra percepción de una ciudad. Nos movemos de una forma diferente, las distancias desaparecen y la utilización de los distintos medios de transporte se vuelve arbitraria. He visto a más de uno esperar diez minutos para coger un autobús y bajarse en la parada siguiente, adonde habría llegado si hubiera andado durante tan sólo cinco minutos. Así, este sistema aparentemente práctico, nos acaba embruteciendo y adoctrinando. No olvidemos que si dejamos que otros piensen por nosotros, nos orientarán según sus convicciones e intereses.


Cuando llegué por primera vez a Lyon, me dejé guiar a ciegas por ese todopoderoso transporte público. Dejé de utilizar el coche, pues conduciendo por las siempre congestionadas calles tardaba mucho más tiempo en desplazarme. El gran número de atropellos (llegué a ver tres frente a mi edificio) me decidió a aparcar la bici en el sótano. Cuando al fin me animé a utilizarla, descubrí que me la habían robado. No era una bici muy buena, pero escondía una historia simpática (tal vez un día me anime a contarla) y le tenía cariño. Desapareció como todas esas cosas que dejamos a un lado, acabamos olvidando, y cuando queremos recuperarlas ya es demasiado tarde: las hemos perdido para siempre. Como el factor humano en el frío mundo en que vivimos. Ahora no tengo otra opción que coger el transporte público y resignarme cada vez que sufro un retraso. Los motivos son diversos: además de los atropellos de los autobuses, no faltan los accidentes de los tranvías, las sospechas de atentado terrorista cada vez que alguien olvida una mochila o los suicidas que se lanzan a las vías del metro. Cuando nos convertimos en una banal moneda de cambio, significa que algo no funciona tan bien como creemos.

Londres, Tate Modern, 19/11/2010

Pensamos habernos despojado de viejas creencias, pero adoramos a los tótems de la modernidad sin cuestionarlos, sin preguntarnos si sus pies son de barro o de hormigón.

domingo, 19 de marzo de 2017

Rompiendo barreras

Los sonidos se encadenan y componen una melodía indescifrable. Es la primera vez que oímos muchos de ellos y nos preguntamos cómo una persona puede pronunciarlos a tal velocidad. Alguien intenta comunicarse con nosotros y, lo que es peor, espera una respuesta de nuestra parte. Aunque intuimos su desesperación (ya lleva un tiempo buscando sinónimos a modo de mágica llave capaz de desbloquear la situación), no sabemos cómo mostrar nuestra impotencia. Acabamos de desembarcar en otro país y nos enfrentamos a una de las mayores barreras que podemos encontrar.

Por más esfuerzos que hacemos (tanto nosotros como nuestro interlocutor), no tenemos más remedio que recurrir a la mímica y mirar a nuestro alrededor en busca de algo que señalar o alguien que nos pueda ayudar. Entonces nos damos cuenta de que no es tan difícil entenderse, que contamos con un subconsciente colectivo mucho más sensible de lo que pensamos y unos cuantos gestos bastan para transmitir más de una emoción. Así, con bastante paciencia y sin esperar una comprensión absoluta, una comunicación básica acaba instalándose. No tardamos en aprender el significado de algunas palabras y las pronunciamos rudimentariamente, pero no tendremos más remedio que usar lápiz y papel (y algún que otro libro) para entablar una conversación fluida.

Lo mejor es llegar al lugar que visitamos con unas nociones de la lengua local (o del todopoderoso inglés), pero muchas veces nos falta tiempo para aprender algo que, en determinadas circunstancias, hasta nos puede salvar la vida. En ciertos lugares, o situaciones, el inglés sirve de poco o nada. Ese desconocimiento, en muchos casos, es un acto de resistencia frente a la globalización: una actitud de reivindicación de lo local que obliga al visitante a bajar del infranqueable escalón en que se suele subir. En otros casos se trata de un abismo generacional: mayores que no han tenido acceso a una cultura que obliga a aprender más de un idioma desde la más temprana edad. Constaté una mezcla de ambas posibilidades la primera vez que vi a mi familia rumana. No pude esperar a aprender su idioma para visitarles y confié en una privilegiada intérprete. Aunque hablé en inglés con los más jóvenes, tuve que recurrir a la mímica para relacionarme con no pocos familiares, herederos de una nación que durante demasiados años estuvo cerrada al resto del mundo. Y comprobé que un gesto amable, una sonrisa y una mirada sincera bastan para hacernos entender.

Incluso cuando llegamos a otro país con parte de la lección aprendida, tras haber estudiado durante años el idioma local, nos damos cuenta de que las cosas son siempre más difíciles de lo que parecen. Descubrimos que toda lengua está viva, se adapta a cada lugar y situación en que se utiliza y se aleja de lo que aprendemos en un principio. Eso me sucedió cuando llegué a Dijon hace más de siete años. No era la primera vez que visitaba Francia, pero en esta ocasión estaba solo y tenía que perfeccionar mi conocimiento de la lengua para salir adelante. En las primeras semanas no es fácil distinguir unas palabras de otras (sobre todo cuando se cuela alguna que desconocemos) y hay que deducir el significado de una frase a partir de su contexto. Tenemos la impresión de que nuestro interlocutor habla demasiado rápido y vivimos en una nube donde todo es difuso, obligados a hacer aproximativas interpretaciones. Recuerdo cuando iba al cine y, decepcionado, no comprendía buena parte de lo que sucedía en la pantalla. O los malentendidos en el trabajo, cuando hacía interpretaciones más imaginativas de lo que deberían.


Con el paso del tiempo vemos cómo todo va aclarándose y adquiriendo la forma que en realidad tiene. Al final comprendemos cada palabra y frase, aunque algunos dobles sentidos, o expresiones acuñadas a partir de la sabiduría popular, continúen lejos de nuestro alcance. Desaparece el velo tras el que se escondían los verdaderos significados y vemos todo con nitidez. Aunque la difícil pronunciación de una lengua como la francesa delate un acento más o menos acusado cada vez que hablemos (hay sonidos para los que nuestro paladar no parece estar hecho), los problemas de comprensión quedan atrás. Con tiempo y esfuerzo acabamos rompiendo esa barrera que nos separaba de nuestro entorno más inmediato. Llega el momento de descubrir los innumerables matices de nuestro segundo idioma. Y si no nos sorprendemos cuando soñamos en esa jerga que un día nos pareció extraña, significa que ya forma parte de lo más profundo de nuestro ser.

domingo, 12 de marzo de 2017

Ella

Hay guerras que nunca acaban, aunque una fugaz tregua haga soñar con el fin de una larga agonía. Suelo hablar de los prejuicios y de la lucha por la igualdad a la que todo emigrante se enfrenta al desembarcar en tierra ajena, pero ese combate se empequeñece si lo comparamos con el que se encuentran ellas al nacer. El pasado ocho de marzo nos recordaron que su espíritu guerrero no se rendirá nunca y por eso quiero contar una de las historias de emigración más especiales que conozco: la de la mujer con la que comparto cada día de mi vida.

Ella pasó su infancia en la comunista Rumanía de Ceaucescu. Sabe lo que significa ir a una tienda con una tarjeta de racionamiento y volver a su casa con las manos vacías. No había comida para todos y, en una familia numerosa, tomar un trozo de chocolate era un raro momento de celebración. Una vecina la llamaba francesa, sin saber por qué, como si de alguna manera ya supiera lo que el destino tenía preparado para ella. Solía leer libros de aventuras e imaginar que visitaba sus exóticos parajes, lejos de un país demasiado encerrado en sí mismo. Después llegó la revolución, la caída del déspota dictador y el comienzo de un largo período de apertura que continúa en la actualidad.

Ella estudió en la universidad de Bucarest, aunque dejó la ciudad tras acabar su carrera, sin verla convertida en la vibrante capital europea que es hoy. Una beca la llevó a estudiar un máster en Creta, donde sucumbió ante los encantos de una Grecia que la acogió como una turista más. Pero llegar hasta allí no fue tarea fácil. Ser mujer y emigrante no estaba bien visto en una época en que la apreciada belleza de las mujeres del Este las convertía en blanco fácil de redes de prostitución. En la embajada griega le reconocieron que trataban de impedir que jóvenes como ella llegaran a su país. Al final se alió con un grupo de mujeres que compartían el mismo objetivo, luchó contra todas las trabas imaginables y obtuvo el visado que le permitió coger su ansiado autobús hacia la libertad.

Una vez acabado su máster, tras dos años en la idílica isla griega, se dejó llevar por una vida que seguía reservándole sorpresas lejos de su tierra natal. Obtuvo una plaza para hacer un doctorado en Turín, pero esta vez no consiguió el visado: Italia era un destino demasiado cotizado por los emigrantes rumanos. La similitud entre las lenguas de ambos países les servía de incentivo para buscar allí un futuro mejor. Ella no se dio por vencida y siguió intentándolo hasta conseguir lo que necesitaba para descubrir un nuevo país. Italia la acogió con más frialdad de la que esperaba, pero eso no le impidió aprovechar su estancia, aprender la lengua y conocer a las personas que darían un vuelco a su vida. Una de ellas fue una simpática murciana que acabó invitándola a su boda. Y así, sin saberlo, ella pisó durante unos días la tierra donde yo vivía. Tal vez nos encontramos por la calle, nuestras miradas se cruzaron y decidieron que el momento todavía no había llegado.

Cuatro años después de su llegada a Turín, volvió a echar los dados, deseosa por saber qué había dispuesto el azar para ella. Era la tercera ocasión en que cambiaba de país y se abría paso en un nuevo mundo sin conocer a nadie, sin una cara amiga que le tendiera una mano. Pero esta vez había algo distinto: desde su llegada a Francia, se sintió como en casa. La amabilidad de sus gentes y las comodidades del país se convirtieron en un inesperado apoyo que no había encontrado antes. Una plaza de postdoctorado la llevó hasta Dijon, donde dos años pasaron con más rapidez de la que en un principio imaginó. Su contrato llegó a su fin y se enfrentó a una nueva encrucijada, pues estaba cansada de tantos cambios y no quería empezar una vez más en un lugar desconocido.


En ese momento conocí a aquella rumana que había recorrido media Europa entre estudios, trabajos, congresos y viajes, que se había convertido en la protagonista de uno de los libros de aventuras que con tanta ilusión leía de niña. La vida también me había colocado en una difícil encrucijada, hace seis años, y no sabía cómo salir de ella. Cuando escuché el nombre de mi ciudad natal salir de sus labios, un extraño eco se produjo en mi interior. Ambos nos rendimos ante una incontestable certeza: nuestras trayectorias, tan alejadas, tan distintas, habían encontrado el lugar común que justificaba el camino ya recorrido. Compartimos las ganas por encontrar un puerto donde amarrar con seguridad. Nada había sido en balde. Nada había sucedido por azar.

Venecia, 27/02/2014

Las máscaras nos protegen, nos dan la impunidad que necesitamos para hacer realidad nuestros pensamientos y creer que todo es posible, aunque dejan nuestros ojos al descubierto, por donde el alma se asoma y delata sus intenciones.

domingo, 5 de marzo de 2017

Igualdad ausente

A veces olvidamos que los estereotipos se hallan dentro de nosotros mismos, como un defecto de fábrica que el mundo ha ido imprimiendo en nuestros genes, sin dejarnos elegir. A veces vemos y oímos lo que queremos ver y oír y le echamos la culpa a los demás de nuestra deformada percepción. A veces nuestro camino se ve condicionado por esas invisibles barreras, que se materializan cuando cambiamos de entorno, como cualquier emigrante que, en terreno hostil, lucha para que la palabra igualdad tenga el sentido que de verdad merece.

Los desafortunados lugares comunes explican ciertos complejos de inferioridad, que aparecen cuando alguien de un colectivo desfavorecido se dirige a una persona de otro grupo social, o interpreta las palabras de ésta. Aunque luche por la idealizada igualdad, no podrá evitar interpretar todo gesto o expresión ambigua como un prejuicio en su contra. Incluso si la persona que tiene en frente muestra un carácter abierto y prefiere ignorar esos clichés, al colectivo desfavorecido le costará superar la lacra que la sociedad le ha impuesto. La igualdad no llegará mientras ambos bandos no olviden esos estereotipos, algo que parece bastante improbable. Son los gérmenes de la xenofobia, el racismo o cualquier tipo de discriminación, que, por desgracia, no creo que puedan erradicarse, pues se hallan en lo más profundo de nuestra condición humana.

Como emigrante español he podido comprobar que, a pesar del progreso que en las últimas décadas ha experimentado nuestra nación, algunos gabachos nos siguen mirando por encima del hombro. Seguimos siendo ese país de pandereta (flamenco, toros, fútbol, siesta y fiesta) que no duda en explotar sus clásicos tópicos si les sirven para recibir más turistas y enriquecerse a su costa. Si echamos mano a esos clichés que tanto aborrezco, los franceses se suelen caracterizar por un chovinismo (palabra que tiene precisamente su origen en el francés Nicolas Chauvin, personaje de exacerbado patriotismo) que les hace sentir superiores a cualquier nación. Tampoco puedo olvidar que parte de mi familia es rumana. En Francia, no pocos chistes se burlan de los rumanos, que tratan como a un pueblo pobre y gitano. Y España comparte esa degradada imagen que sólo se puede aplicar a un reducido colectivo del país dacio, pero que es generalizada hasta el esperpento.

De poco sirve que hable de estas injusticias, porque sólo se pueden superar de dos maneras: leyendo y viajando. Y estos dos estupendos hábitos están desapareciendo en una sociedad esclavizada por internet, un medio que nos abre al mundo, pero también nos encierra en nuestras casas. Si tenemos acceso a todo en cualquier momento y lugar, la necesidad de salir a buscar nuestras propias respuestas acaba perdiéndose. La red debería ayudarnos a tener una visión más rica y global que en cualquier otro momento de nuestra historia, pero se está revelando como una oscura forma de adoctrinar fácilmente a la sociedad. De este modo, la política del miedo y del desprecio hacia el prójimo acaba cosechando un éxito arrollador: asistimos a la radicalización de musulmanes o vemos cómo las políticas conservadoras adquieren cada vez más poder para librarnos del mal que todo extranjero (de otro país, religión, raza, condición sexual...) parece aportar.


En este oscuro panorama, una curiosa iniciativa arroja un poco de luz y devuelve la confianza en un futuro que creíamos haber perdido. Desde hace unos días, un joven marcha a pie, desde Marsella hasta París, para denunciar el fundamentalismo religioso. Por las ciudades que pasa, intenta reunirse con los imanes que hacen apología del odio hacia otras culturas. Pero, sobre todo, se dirige a los jóvenes que encuentran en esa forma extremista de ver las cosas su leitmotiv y son manipulados impunemente. Se llama Abdelghaní Mehra y es hermano de Mohammed Mehra, el terrorista abatido hace cinco años tras haber matado a tres niños judíos y cuatro adultos en Toulouse. Entre todos los estereotipos imaginables, tal vez uno de los peores resulte ser familiar de un terrorista. Abdelghaní vivirá el resto de su existencia con un apellido que le asocia a un asesino y, ante todo, con el dolor de haber perdido a un hermano corrompido por el odio. Por eso lucha con los escasos medios de que dispone para superar prejuicios y soñar con la igualdad, uno de los supuestos principios de la República Francesa. Y aunque combata en una batalla de antemano perdida, no podrá reprocharse que no haya luchado por lo que creía.

Auschwitz, 17/08/2011

Cuando los prejuicios sentencian a muerte, no podemos olvidar ni, menos aún, dejar de luchar.