El tumulto no me permitía avanzar más.
La calle había sido cortada, hacía unos minutos que se detuvo el
autobús en que viajaba y tenía que recorrer a pie el camino que me
quedaba para llegar al trabajo. Resultaba imposible andar mientras la
multitud se agolpaba frente al cordón policial. Querían averiguar
qué había sucedido, pero los agentes habían desplegado grandes
lonas para evitar un escándalo público. Sólo quedaba un autobús
dentro de la zona acordonada. Un delgado reguero de sangre corría
frente al vehículo y teñía el negro asfalto. Tirado a un lado, un
bolso de mujer había perdido a su dueña. La manta tendida en el
suelo dejaba al descubierto una mano inerte.
Aunque tenía prisa y no me paré a
analizar la escena, recogí todas las pistas que me permitieron
reconstruir lo que había ocurrido unos minutos antes: un clásico
atropello. No era el primero que veía y tampoco sería el último.
Poco importaba quién había sido el culpable, si la mujer había
cruzado sin reparar en que los autobuses pasaban en el sentido
contrario de la circulación o si el conductor iba demasiado rápido
y no frenó a tiempo para evitar la tragedia. El daño ya estaba
hecho y no había vuelta atrás. Acostumbrado a los acelerones y
frenazos habituales de los autobuses de Lyon, he visto a más de un
conductor escapar de lo inevitable en el último segundo y sé que
los atropellos son una habitual moneda de cambio. Uno de los altos
precios que pagamos por disfrutar de la modernidad, de la rapidez y
eficacia del transporte público, en este caso.
Cuantas más comodidades tenemos, menos
pensamos por nosotros mismos. Esto nos lleva a vivir protegidos por
un exceso de confianza y pensar que nunca nos va a pasar nada malo.
Perdemos nuestro criterio y nos convertimos en máquinas de
movimientos predecibles. Cegados por esa falsa sensación de control,
ignoramos cómo las instituciones nos manejan a su antojo. Para ellas
sólo somos números con los que operar para obtener el mayor
beneficio. En este sistema las inevitables bajas, o errores humanos,
son sólo daños colaterales fáciles de esconder tras el bien común.
El ejemplo del atropello ilustra bien
esta idea. Lyon es la tercera ciudad más grande de Francia y dispone
de una eficiente red de transporte público que nos permite
desplazarnos con rapidez. Basta con descargar una aplicación en
nuestro teléfono móvil y dejar que piense por nosotros. Indicamos
un destino y una hora de llegada y ella elige la mejor combinación
posible (entre metro, tranvía, autobús o trolebús). Estima los
tiempos de espera o el trayecto que, irremediablemente, tendremos que
hacer andando, pero no compara su resultado con lo que tardaríamos
si hiciéramos a pie todo el recorrido. Sin darnos cuenta, la manera
en que utilizamos el transporte público puede cambiar nuestra
percepción de una ciudad. Nos movemos de una forma diferente, las
distancias desaparecen y la utilización de los distintos medios de
transporte se vuelve arbitraria. He visto a más de uno esperar diez
minutos para coger un autobús y bajarse en la parada siguiente,
adonde habría llegado si hubiera andado durante tan sólo cinco
minutos. Así, este sistema aparentemente práctico, nos acaba
embruteciendo y adoctrinando. No olvidemos que si dejamos que otros
piensen por nosotros, nos orientarán según sus convicciones e
intereses.
Cuando llegué por primera vez a Lyon,
me dejé guiar a ciegas por ese todopoderoso transporte público.
Dejé de utilizar el coche, pues conduciendo por las siempre
congestionadas calles tardaba mucho más tiempo en desplazarme. El
gran número de atropellos (llegué a ver tres frente a mi edificio)
me decidió a aparcar la bici en el sótano. Cuando al fin me animé
a utilizarla, descubrí que me la habían robado. No era una bici muy
buena, pero escondía una historia simpática (tal vez un día me
anime a contarla) y le tenía cariño. Desapareció como todas esas
cosas que dejamos a un lado, acabamos olvidando, y cuando queremos
recuperarlas ya es demasiado tarde: las hemos perdido para siempre.
Como el factor humano en el frío mundo en que vivimos. Ahora no
tengo otra opción que coger el transporte público y resignarme cada
vez que sufro un retraso. Los motivos son diversos: además de los
atropellos de los autobuses, no faltan los accidentes de los
tranvías, las sospechas de atentado terrorista cada vez que alguien
olvida una mochila o los suicidas que se lanzan a las vías del
metro. Cuando nos convertimos en una banal moneda de cambio,
significa que algo no funciona tan bien como creemos.