domingo, 19 de marzo de 2017

Rompiendo barreras

Los sonidos se encadenan y componen una melodía indescifrable. Es la primera vez que oímos muchos de ellos y nos preguntamos cómo una persona puede pronunciarlos a tal velocidad. Alguien intenta comunicarse con nosotros y, lo que es peor, espera una respuesta de nuestra parte. Aunque intuimos su desesperación (ya lleva un tiempo buscando sinónimos a modo de mágica llave capaz de desbloquear la situación), no sabemos cómo mostrar nuestra impotencia. Acabamos de desembarcar en otro país y nos enfrentamos a una de las mayores barreras que podemos encontrar.

Por más esfuerzos que hacemos (tanto nosotros como nuestro interlocutor), no tenemos más remedio que recurrir a la mímica y mirar a nuestro alrededor en busca de algo que señalar o alguien que nos pueda ayudar. Entonces nos damos cuenta de que no es tan difícil entenderse, que contamos con un subconsciente colectivo mucho más sensible de lo que pensamos y unos cuantos gestos bastan para transmitir más de una emoción. Así, con bastante paciencia y sin esperar una comprensión absoluta, una comunicación básica acaba instalándose. No tardamos en aprender el significado de algunas palabras y las pronunciamos rudimentariamente, pero no tendremos más remedio que usar lápiz y papel (y algún que otro libro) para entablar una conversación fluida.

Lo mejor es llegar al lugar que visitamos con unas nociones de la lengua local (o del todopoderoso inglés), pero muchas veces nos falta tiempo para aprender algo que, en determinadas circunstancias, hasta nos puede salvar la vida. En ciertos lugares, o situaciones, el inglés sirve de poco o nada. Ese desconocimiento, en muchos casos, es un acto de resistencia frente a la globalización: una actitud de reivindicación de lo local que obliga al visitante a bajar del infranqueable escalón en que se suele subir. En otros casos se trata de un abismo generacional: mayores que no han tenido acceso a una cultura que obliga a aprender más de un idioma desde la más temprana edad. Constaté una mezcla de ambas posibilidades la primera vez que vi a mi familia rumana. No pude esperar a aprender su idioma para visitarles y confié en una privilegiada intérprete. Aunque hablé en inglés con los más jóvenes, tuve que recurrir a la mímica para relacionarme con no pocos familiares, herederos de una nación que durante demasiados años estuvo cerrada al resto del mundo. Y comprobé que un gesto amable, una sonrisa y una mirada sincera bastan para hacernos entender.

Incluso cuando llegamos a otro país con parte de la lección aprendida, tras haber estudiado durante años el idioma local, nos damos cuenta de que las cosas son siempre más difíciles de lo que parecen. Descubrimos que toda lengua está viva, se adapta a cada lugar y situación en que se utiliza y se aleja de lo que aprendemos en un principio. Eso me sucedió cuando llegué a Dijon hace más de siete años. No era la primera vez que visitaba Francia, pero en esta ocasión estaba solo y tenía que perfeccionar mi conocimiento de la lengua para salir adelante. En las primeras semanas no es fácil distinguir unas palabras de otras (sobre todo cuando se cuela alguna que desconocemos) y hay que deducir el significado de una frase a partir de su contexto. Tenemos la impresión de que nuestro interlocutor habla demasiado rápido y vivimos en una nube donde todo es difuso, obligados a hacer aproximativas interpretaciones. Recuerdo cuando iba al cine y, decepcionado, no comprendía buena parte de lo que sucedía en la pantalla. O los malentendidos en el trabajo, cuando hacía interpretaciones más imaginativas de lo que deberían.


Con el paso del tiempo vemos cómo todo va aclarándose y adquiriendo la forma que en realidad tiene. Al final comprendemos cada palabra y frase, aunque algunos dobles sentidos, o expresiones acuñadas a partir de la sabiduría popular, continúen lejos de nuestro alcance. Desaparece el velo tras el que se escondían los verdaderos significados y vemos todo con nitidez. Aunque la difícil pronunciación de una lengua como la francesa delate un acento más o menos acusado cada vez que hablemos (hay sonidos para los que nuestro paladar no parece estar hecho), los problemas de comprensión quedan atrás. Con tiempo y esfuerzo acabamos rompiendo esa barrera que nos separaba de nuestro entorno más inmediato. Llega el momento de descubrir los innumerables matices de nuestro segundo idioma. Y si no nos sorprendemos cuando soñamos en esa jerga que un día nos pareció extraña, significa que ya forma parte de lo más profundo de nuestro ser.

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