Los
sonidos se encadenan y componen una melodía indescifrable. Es la
primera vez que oímos muchos de ellos y nos preguntamos cómo una
persona puede pronunciarlos a tal velocidad. Alguien intenta
comunicarse con nosotros y, lo que es peor, espera una respuesta de
nuestra parte. Aunque intuimos su desesperación (ya lleva un tiempo
buscando sinónimos a modo de mágica llave capaz de desbloquear la
situación), no sabemos cómo mostrar nuestra impotencia. Acabamos de
desembarcar en otro país y nos enfrentamos a una de las mayores
barreras que podemos encontrar.
Por
más esfuerzos que hacemos (tanto nosotros como nuestro
interlocutor), no tenemos más remedio que recurrir a la mímica y
mirar a nuestro alrededor en busca de algo que señalar o alguien que
nos pueda ayudar. Entonces nos damos cuenta de que no es tan difícil
entenderse, que contamos con un subconsciente colectivo mucho más
sensible de lo que pensamos y unos cuantos gestos bastan para
transmitir más de una emoción. Así, con bastante paciencia y sin
esperar una comprensión absoluta, una comunicación básica acaba
instalándose. No tardamos en aprender el significado de algunas
palabras y las pronunciamos rudimentariamente, pero no tendremos más
remedio que usar lápiz y papel (y algún que otro libro) para
entablar una conversación fluida.
Lo
mejor es llegar al lugar que visitamos con unas nociones de la lengua
local (o del todopoderoso inglés), pero muchas veces nos falta
tiempo para aprender algo que, en determinadas circunstancias, hasta
nos puede salvar la vida. En ciertos lugares, o situaciones, el
inglés sirve de poco o nada. Ese desconocimiento, en muchos casos,
es un acto de resistencia frente a la globalización: una actitud de
reivindicación de lo local que obliga al visitante a bajar del
infranqueable escalón en que se suele subir. En otros casos se trata
de un abismo generacional: mayores que no han tenido acceso a una
cultura que obliga a aprender más de un idioma desde la más
temprana edad. Constaté una mezcla de ambas posibilidades la primera
vez que vi a mi familia rumana. No pude esperar a aprender su idioma
para visitarles y confié en una privilegiada intérprete. Aunque
hablé en inglés con los más jóvenes, tuve que recurrir a la
mímica para relacionarme con no pocos familiares, herederos de una
nación que durante demasiados años estuvo cerrada al resto del
mundo. Y comprobé que un gesto amable, una sonrisa y una mirada
sincera bastan para hacernos entender.
Incluso
cuando llegamos a otro país con parte de la lección aprendida, tras
haber estudiado durante años el idioma local, nos damos cuenta de
que las cosas son siempre más difíciles de lo que parecen.
Descubrimos que toda lengua está viva, se adapta a cada lugar y
situación en que se utiliza y se aleja de lo que aprendemos en un
principio. Eso me sucedió cuando llegué a Dijon hace más de siete
años. No era la primera vez que visitaba Francia, pero en esta
ocasión estaba solo y tenía que perfeccionar mi conocimiento de la
lengua para salir adelante. En las primeras semanas no es fácil
distinguir unas palabras de otras (sobre todo cuando se cuela alguna
que desconocemos) y hay que deducir el significado de una frase a
partir de su contexto. Tenemos la impresión de que nuestro
interlocutor habla demasiado rápido y vivimos en una nube donde todo
es difuso, obligados a hacer aproximativas interpretaciones. Recuerdo
cuando iba al cine y, decepcionado, no comprendía buena parte de lo
que sucedía en la pantalla. O los malentendidos en el trabajo,
cuando hacía interpretaciones más imaginativas de lo que deberían.
Con
el paso del tiempo vemos cómo todo va aclarándose y adquiriendo la
forma que en realidad tiene. Al final comprendemos cada palabra y
frase, aunque algunos dobles sentidos, o expresiones acuñadas a
partir de la sabiduría popular, continúen lejos de nuestro alcance.
Desaparece el velo tras el que se escondían los verdaderos
significados y vemos todo con nitidez. Aunque la difícil
pronunciación de una lengua como la francesa delate un acento más o
menos acusado cada vez que hablemos (hay sonidos para los que nuestro
paladar no parece estar hecho), los problemas de comprensión quedan
atrás. Con tiempo y esfuerzo acabamos rompiendo esa barrera que nos
separaba de nuestro entorno más inmediato. Llega el momento de
descubrir los innumerables matices de nuestro segundo idioma. Y si no
nos sorprendemos cuando soñamos en esa jerga que un día nos pareció
extraña, significa que ya forma parte de lo más profundo de nuestro
ser.
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