domingo, 30 de octubre de 2016

Guiños de la vida

La vida nunca se para, por más que intentemos retenerla en nostálgicos recuerdos o en breves artículos, como acostumbro a hacer cada semana. El de hoy cierra un año que ha pasado volando si lo comparo con los otros siete que ya llevo viviendo en el país galo. Han sido doce meses de blog, de vivencias cotidianas, de anécdotas, de relatos, de historias de emigrantes, de choques culturales, de crítica hacia aspectos de mi país que desde la distancia se ven con otros ojos y, sobre todo, de reflexiones sobre una vida que pasa igual de rápida en cualquier rincón del mundo. Para celebrar este aniversario y agradecer vuestra fidelidad (cada día sois más los que me leéis al otro lado de una pantalla), he preparado un artículo especial. Se trata de la continuación de algunas historias que han pasado por este blog y que, como la vida misma, no se han parado tras el punto y final.

En "paraísos perdidos" (06/12/2015) relaté la triste desaparición de una vieja librería de Lyon, engullida por la imparable maquinaria de una crisis que no pudo evitar. Unos meses después volví a pasear bajo los árboles de la avenida de Saxe, sin hojas esta vez, y me detuve frente al escaparate que un día llamó mi atención. Las molduras de madera habían sido pintadas, el interior estaba iluminado y al otro lado del cristal había... ¡libros! Ocho vecinos del barrio se asociaron para impedir que cerrase una librería de más de sesenta años. Reunieron ochenta mil euros, reformaron el local, cambiaron el nombre por el de "librairie classique" y su hazaña apareció en los periódicos. Se resistieron a la revolución digital que acorrala al libro impreso y crearon su particular trinchera. Me alejé con una sonrisa en la boca, pensando que siempre hay lugar para la esperanza y que a veces recuperamos cosas que pensamos haber perdido para siempre.

Si la globalización no pudo con esa librería, sigue en cambio engullendo almas sin piedad a través de aparentemente inofensivos teléfonos móviles. Creo que "la cólera del Padrino" (14/02/2016) tuvo el efecto deseado, pues no he vuelto a ver al tipo que me daba codazos en el tranvía cuando cambiaba de aplicación. Sin embargo, cada vez hay más personas que prefieren ignorar el mundo real en que viven para inclinar la cabeza y rendirse al auge de la tecnología. El fenómeno que muchos llaman zombificación aún está en pañales y, aunque yo seguiré pidiendo justicia a Don Corleone, ya empiezo a asumir que esta batalla será muy difícil de ganar.

Desde hace unas pocas semanas cuento con un nuevo lugar en donde reponer fuerzas cuando mi personal lucha se complica demasiado. Se llama "Don Miguel", está en Villeurbanne (una ciudad limítrofe con Lyon) y allí puedo llenar a mis anchas "mi cofre del tesoro" (27/08/2016) con esos productos españoles insustituibles cuando se trata de combatir la nostalgia. En Dijon contaba con "Casa Manolo", que dentro del mercado central, bajo una constelación de banderas españolas y portuguesas, vende productos ibéricos: jamones, quesos manchegos o una gran variedad de aceitunas. Me gustaba comprar a Manolo algo de sobrasada (mi debilidad desde que vivo en el extranjero) y queso, mientras comentábamos el último partido de la selección española. No muy lejos está "Spécialités Vázquez", ya fuera del mercado, donde nuestros turrones se mezclan con especialidades de la ciudad de la mostaza para hacer las delicias de todo turista.

Si volvemos a Lyon, exactamente a mi propia casa, comprobaremos que no sólo el árbol que veía desde la ventana del salón ha desaparecido ("recuerdos talados", 28/02/2016), sino que todos los de la calle se han ido con él, las aceras parecen un queso gruyère tras nueve meses de caóticas obras y el actual paisaje post-apocalíptico poco tiene que ver con el barrio residencial al que hace dos años me mudé. En momentos como este me alegro de llevar una existencia nómada, sin ninguna atadura definitiva ("una vida de alquiler", 02/10/2016), y poder cambiar de casa con facilidad. No dejaré la ciudad, pero nunca viene mal encontrar algo que se adapte mejor a unas necesidades en constante cambio. En ese nuevo lugar, que todavía no conozco, seguiré escribiendo este blog hasta que me quede sin historias que contar o hasta que vuelva a mi país: lo que suceda antes. Lo más curioso es que, sin importar donde me encuentre, la vida sigue haciéndome guiños, como muestran estas fotografías que he tomado por la calle, que me hablan de ese familiar lugar que un día dejé atrás, pero que nunca me ha dejado de acompañar.



domingo, 23 de octubre de 2016

Deseos fugaces

Tumbado bajo las estrellas, el mundo le parecía más sencillo. Los problemas se empequeñecían y revelaban que su importancia siempre es relativa. Le gustaba pensar que aquellos astros eran los mismos que veían su familia y amigos desde el país que había dejado hacía apenas cuatro meses. Esa idea les unía de forma invisible y le hacía sentir más cerca de ellos. La distancia desaparecía cuando veía que ese cielo es el mismo para todos y que no entiende de fronteras ni prejuicios.

A su lado, ella empezó a tiritar. Él también sentía cómo el frío de la madrugada helaba sus huesos, pero no se permitía mostrar el menor signo de debilidad en su presencia. Cruzó los brazos para retener algo más de calor corporal y se concentró en aquel fondo negro para olvidar cualquier molestia terrenal y viajar lejos. Cada vez que prestaba atención al cielo nocturno, escuchaba dos historias que siempre le sobrecogían. Por un lado estaba la realidad, la impresión de que el cielo diurno es una cortina tras la que se esconde el verdadero mundo en que vivimos. Por otro lado, aquel oscuro paisaje le hablaba de profundidad, donde la vista se pierde más allá de lo imaginable mientras distingue constelaciones y viaja con la luz hasta el origen de la vida.

Una estrella fugaz cruzó el firmamento, sin avisar, cerca de la uve doble de Casiopea. Pide un deseo, le dijo ella. Entonces él imaginó que prosperaba en el país al que había llegado recientemente, que obtenía todo aquello que su patria le había negado o le había quitado de las manos. Fantaseó con la hermosa chica que tenía a su lado, que había nacido en esa patria ajena y se presentaba como la anfitriona perfecta para conocer ese nuevo lugar con paso firme. Sería su mejor baza para integrarse en una familia local, mejorar su conocimiento del idioma y perder el estigma que siempre acompaña a todo forastero. Se vio viviendo con ella en una gran casa, con el eco de voces de niños sonando de fondo. Sonrió al futuro y guardó en secreto sus pensamientos.

Una nueva estrella, aún más brillante que la anterior, se dejó ver. Ahora te toca a ti, le dijo él. Ella viajó al país de ese chico que conocía desde hacía pocas semanas, pero que tanto le atraía. Nunca había estado allí y le asaltaban las ganas de encontrar otra cultura, de aprender otro idioma, de sentir el calor bajo el sol que bañaba aquella lejana tierra. Desde pequeña había estado ligada al lugar en que había nacido y su mayor deseo era librarse de las ataduras que hasta ahora le habían impedido volar. Anhelaba coger la mano de aquel chico cuyo acento le seducía, correr y sentirse viva. Él era su excusa para abandonar ese entorno que tanto la limitaba. Ella quería aventuras y él, que ya estaba cansado de ellas, sólo buscaba estabilidad.

Continuaron observando en silencio el interminable y cautivador espectáculo de las Perseidas. Aunque las esterillas les aislaban del húmedo césped, el frío empezaba a hacerse insoportable en medio de aquel monte. Era su primera cita, cada uno se mantenía a una estudiada distancia del otro y ambos estaban absortos en el intenso ejercicio de invocar sus anhelos. Les irritaba la dificultad de ver una estrella fugaz de frente. Su carácter huidizo les llevaba a surgir de soslayo y mostrar una corta estela. Algunas, las más atrevidas, eran deslumbrantes y se alargaban más de lo habitual. A ellas había que confiar los sueños que parecen inalcanzables.


Si cada estrella fugaz representaba un deseo, ambos esperaban con ansiedad aquella en que al final coincidirían. Esta no. Esa tampoco. Pensaron que sería aquella otra, pero se equivocaron. Al fin vieron una y se besaron de forma instintiva, intuyéndose en la oscuridad de la noche. Era ésa la que cumplió el deseo más simple y evidente de todos. Su primer beso. Su primer paso juntos en la carrera de obstáculos de la vida. De poco servía querer resolver el problema de su existencia en una sola noche o anticiparse a situaciones que seguramente nunca llegarían. Sabían que los deseos, siempre fugaces, cambian a lo largo de una vida, mientras las estrellas nos contemplan sin que les influya la situación en que nos encontremos. No sabían hasta dónde llegarían, pero querían recorrer el camino juntos. Poco importaba que procedieran de países y culturas distantes, que la lengua pudiera representar una barrera o que su forma de ver la vida no fuera exactamente la misma. Compartían las mismas estrellas y eso era lo único que contaba.

Lyon, 10/12/2011

Olvidamos su presencia porque solemos andar mirando al suelo, pero siempre está ahí e influye en nosotros más de lo que estamos dispuestos a admitir.

domingo, 16 de octubre de 2016

Visitas

Hay muchas formas de viajar que no implican un movimiento físico. Viajamos cuando leemos un libro que nos transporta lejos, vemos una película que nos muestra lugares distantes, escuchamos una música desconocida o probamos un plato extranjero. Viajamos cuando algo cambia en nuestro interior. Muchos de los viajes que recuerdo con cariño se producen cuando recibo alguna visita, uno de los grandes placeres de todo expatriado. Entonces la ciudad en que resido, que la vida cotidiana suele despojar de su verdadero interés, cambia por completo. La redescubro a través de los ojos de familiares y amigos. Me sorprendo al apreciar cosas que había pasado por alto y compruebo cuán especial es cualquier rincón del mundo, por anodino que a simple vista pueda parecer.

Las personas son, sin excepción, lo que más echamos de menos. Cuando llegamos a una nueva ciudad no tardamos en vender sus encantos a nuestros seres queridos. Intentamos atraerles, motivarles para realizar un siempre estimulante viaje, tenerles durante unos días a nuestro lado y mostrarles lo que tanto nos ha cautivado en el lejano lugar en que vivimos. Les decimos dónde tienen una segunda casa y hasta les enseñamos fotos de la habitación para invitados. Pero el tiempo pasa, añoramos su compañía y vemos cómo esas esperadas visitas tardan en llegar. Unos vendrán antes que otros, pues hacer un viaje no siempre es fácil y encontrar el tiempo y el dinero necesarios costará más de lo previsto. El momento acabará llegando, al fin les veremos en un contexto al que no están acostumbrados y nos sentiremos halagados por ser la meta de un largo periplo.

Nuestro propio viaje habrá empezado, aunque el lugar en que nos encontremos no haya cambiado. Impulsados por su curiosidad y ganas de visitar nuevos sitios, buscaremos barrios que nosotros tampoco conozcamos, sin dejar de mostrarles los rincones más turísticos y los que han dejado un mejor recuerdo en nuestra memoria. Iremos a nuevos restaurantes para degustar la comida local y nos haremos fotos frente a monumentos que diariamente vemos. Nos esforzaremos para que esos instantes sean inolvidables, incluso si cualquier visita nos recuerda que poco importa el lugar en que nos encontremos o los complicados planes que hagamos, porque lo principal es siempre la compañía que tengamos. Al final esa ansiada visita pasará mucho más rápido de lo que deseamos, como todo lo que se espera con ilusión y se disfruta con pasión.

Y cuando ellos se van, vemos las cosas de otra manera, como si una nueva luz lo bañara todo y cambiara el color de lo que ya conocemos. Aunque ese efecto no dure todo el tiempo que nos gustaría, siempre podremos buscar entre nuestros recuerdos y revivir el momento que lo cambió todo. También es un principio válido para quien no ha tenido la oportunidad de vivir en una ciudad distinta de la que le vio nacer. La presencia de un extranjero ayuda a recuperar el interés hacia todo lo que nunca nos hemos cuestionado porque siempre ha formado parte de nuestro paisaje. Un turista hace una foto y giramos instintivamente la cabeza para ver cuál es el centro de su interés. Así es como yo mismo he mostrado a mis amigos franceses detalles de sus ciudades que incluso ellos desconocían, transmitiéndoles una curiosidad que creían haber perdido.

Yo también he visitado a más de un emigrante, pues es una de las ventajas de tener amigos perdidos por el mundo. Es la oportunidad de conocer nuevas ciudades desde dentro e ir más allá de una superficial guía de viajes para coger la mano de quien las vive día a día. Son momentos intensos, que juntan las ganas de ver a un ser querido y de recuperar el tiempo perdido con las de comprobar cómo es su vida cotidiana, visitar un lugar desconocido y aprender cuanto podamos de él.

Hay mucha gente que visita con frecuencia nuevos países, pero que en realidad nunca viaja. Son personas que no se impregnan lo suficiente de los lugares que recorren, no aprenden de ellos y no respiran su atmósfera. Si su mentalidad no cambia, si no empatizan con lo que ven, la vuelta a sus casas se convierte en un acto de rutina que no les aporta nada nuevo. Viajar supone cambiar los ojos con que habitualmente vemos el mundo. Y esos viajes son los que más me gustan, pues no necesitan ni muchos preparativos, ni mucho dinero y los podemos emprender en cualquier momento. Sólo requieren la voluntad de ver las cosas de otra manera. 

domingo, 9 de octubre de 2016

Hacer la fiesta

Reconocemos mejor los rasgos distintivos de nuestra tierra cuando nos alejamos de ella, cuando la distancia borra lo superfluo y destaca lo original, cuando vemos nuestro país con los ojos de quien nunca lo ha pisado y sólo ha oído hablar de él. Entre esas singularidades, hay algunas que nos cuesta más exportar. Nos alegra que permanezcan entre nuestras fronteras porque conforman nuestra identidad, incluso si en un mundo globalizado cada vez es más difícil conservar un rasgo autóctono. Aunque a veces sea un cliché contra el que luchar cuando es utilizado para dañar nuestra imagen, no podemos evitar sentir cariño hacia nuestra alegre manera de celebrar la vida, que se manifiesta en todas esas fiestas que salpican nuestra geografía.

Cuando vivimos en el extranjero nos duele que el prejuicio que asocia a España con la fiesta anteceda cualquier valoración de nuestro trabajo. Los franceses, por ejemplo, si bien aplican la expresión "faire la fête" (literalmente "hacer la fiesta") cuando alguien va a divertirse (ya sea en casa o fuera), prefieren utilizar la española palabra "fiesta", sin traducción que valga, cuando quieren referirse a un auténtico desmadre. Es una curiosa forma de expresarse que nos da una idea de la imagen colectiva que nuestro país tiene en el extranjero. Y no les culpo por ello. Al fin y al cabo nosotros nos lo hemos buscado y les hemos convencido con más de un motivo. El trabajo inverso, el necesario para deshacer tan grandes prejuicios, es mucho más difícil, si no imposible. Pero el caso es que después de casi siete años de convivencia con nuestros vecinos gabachos, les tengo que dar la razón: no saben divertirse como nosotros.

Más allá de nuestras fronteras el tiempo pasa deprisa y nos deja con la nostalgia por todo aquello que tanto echamos de menos. Unas veces toma la forma de ganas de volver y otras de comparación con las nuevas cosas que entran en nuestra vida, como una balanza siempre descompensada. A veces una posibilidad suele llevar a la otra, pues cuando la balanza se inclina del lado de nuestro país, sentimos ganas de volver. Y entonces tenemos un problema de difícil solución. Unos (los que no viven muy lejos y tienen tiempo y dinero) optan por coger el primer avión de vuelta para calmar la morriña, aunque sólo sea durante unos días, y otros (los que no se pueden permitir ese viaje relámpago) tendrán que respirar hondo y seguir adelante. Yo me he servido de ambas soluciones, he probado otras tantas (siete años dan para mucho) y desde que me dedico a escribir he descubierto que si dejo la nostalgia en este blog, no me atormenta en mi vida cotidiana.

Ahora que el verano queda bien atrás, recordamos los buenos momentos vividos, que en muchos casos tienen unas fiestas locales como telón de fondo. No hay pueblo español que no cuente con unos buenos festejos patronales, que en muchos casos son esperados con ilusión durante todo el año. Ahí encontramos las verbenas, las barracas populares, los moros y cristianos, las ferias, las paellas gigantes, los interminables desfiles, las hogueras, los fuegos artificiales, las ganas de pasar el día en la calle, de beber y de disfrutar con los nuestros hasta que el cuerpo aguante. Las grandes ciudades no se quedan atrás, proponen mayores festejos y en algunas incluso cada barrio cuenta con celebraciones en distintas épocas del año. Así, los sanfermines son nuestra fiesta más internacional, pero las fallas, la feria de abril o la tomatina de Buñol no se quedan muy atrás.

Al llegar a Francia, guiado por esa tradición festera tan enraizada en el carácter ibérico, pensé que cada población tendría sus fiestas locales y que esa necesidad de celebración sería compartida por todo el mundo. Nada más lejos de la realidad. En el país galo cuentan con días especiales, festividades que se celebran con más o menos intensidad, pero que no se pueden comparar con la más pequeña de las fiestas de cualquier población española. Descubrí que en Dijon lo único parecido es la fiesta de la música, que el veintiuno de junio marca el principio del verano y todos aprovechan para lanzarse a la calle a disfrutar del buen tiempo y de los grupos que tocan en cada esquina. Espíritu similar se respira el catorce de julio, la fiesta nacional, cuando todos coinciden para ver los fuegos artificiales que se lanzan en cualquier localidad. Siempre se trata de momentos puntuales y nunca llegan a paralizar una ciudad entera durante días. Por eso los franceses no tienen más remedio que importar nuestra palabra "fiesta". Porque no saben divertirse como nosotros.   

domingo, 2 de octubre de 2016

Una vida de alquiler

Cuando somos niños nos preguntan qué queremos ser y después nos dicen qué debemos ser. Nos hablan de conseguir un trabajo estable, de comprar una casa, de casarnos y tener hijos, como ellos ya hicieron. Pero nadie menciona que la incertidumbre también entra en juego, que puede aparecer tras cualquier esquina y acabar con los planes más sólidos. Nadie nos cuenta cómo dominar una fuerza tan impredecible o cómo evitar que la desilusión estropee el resto del viaje. Y nadie nos dice que el camino que al final elegimos, ése que es tan difícil y tan distinto al que ellos siguieron, esconde agradables sorpresas que justifican una existencia llena de riesgos y falta de certezas.

Elegir la emigración supone aceptar una vida nómada. Al principio la asumimos como una etapa transitoria, un sueño del que tarde o temprano despertaremos, que nos permitirá volver a nuestra tierra de origen para, esta vez sí, empezar una vida seria. Pero el tiempo, que siempre acaba poniendo cada cosa en su sitio, convierte una situación efímera en permanente y hace que dudemos de los más arraigados principios. Descubrimos que, al menos en nuestro país, un trabajo estable es una quimera, una casa en propiedad es un sueño inalcanzable y formar una familia es inviable sin los medios necesarios. Al final nos damos cuenta de que no tiene sentido desear lo imposible y nos contentamos con llegar a fin de mes y hacer planes con sólo tres meses de antelación.

Alquilar es una buena opción, tal vez la única en los tiempos que corren, que implica cierto cansancio con el paso de los años. Primero llegamos a un país nuevo, a una ciudad nueva, no encontramos el piso de nuestros sueños, pero es lo que nos podemos permitir y lo aceptamos como algo temporal. La vida pasa más rápido de lo que deseamos, cambiamos de trabajo y de casa. Como tenemos más experiencia y ganamos un poco más, conseguimos un piso un poco más grande y un poco más cerca de la oficina. Después el azar nos lleva a una ciudad y a una casa distintas. Aunque esta vez tengamos un trabajo indefinido, las ideas en nuestra cabeza no son tan estables y no podemos evitar comparar nuestra existencia con la que llevaron nuestros padres. Nos preguntamos en qué momento el tren del cambio se parará y nos dejará disfrutar de cierta tranquilidad.

Entretanto nos hemos convertido en clientes habituales de IKEA y de todas esas cosas de usar y tirar que, como nuestra situación vital, tienen fecha de caducidad. Nos gastamos en ellas lo mínimo posible y encontramos en nuestras pasajeras circunstancias la justificación que necesitamos para seguir consumiendo sin preocuparnos excesivamente por la calidad. Entonces nos damos cuenta de que nuestra actitud delata una excesiva confianza en el futuro, donde nos espera una añorada situación estable que un día nos hicieron creer que existía. Esa inevitable forma de pensar a largo plazo, que desde un principio achacamos al regreso a nuestra patria o a la obtención de unas condiciones más favorables, nos ha hecho descuidar el presente. Hemos olvidado que lo más importante sucede ahora y aquí, en el país en donde estamos, con el trabajo que tenemos y en la casa en que vivimos. Que un instante alquilado vale lo mismo que uno en propiedad, porque lo que realmente cuenta es lo que hagamos con él, sin pensar en un futuro que nunca llega.

Pensábamos que las inseguridades de la convulsa adolescencia habían quedado atrás, imaginábamos que algún día sentaríamos la cabeza y crearíamos un verdadero hogar, un lugar entre cuyas paredes nos sentiríamos seguros, donde podríamos ver crecer a nuestros hijos y planear una tranquila jubilación. O al menos eso habíamos aprendido de las generaciones que nos precedieron, de las películas, de los libros y de un bien arraigado subconsciente colectivo.

En un armario de mi casa hay una caja de cartón bien embalada, todavía sin abrir. Está ahí desde la última mudanza, hace ya más de dos años. Éste es el tercer piso en el que vivo desde mi llegada a Francia y tengo la certeza de que no será el último. Ni siquiera el siguiente será el definitivo. Porque lo definitivo, tal y como nuestros mayores lo concibieron, ya no existe. No sé qué hay dentro de esa caja. Reconozco que su contenido no será muy importante si no lo he echado en falta durante los últimos años. Si todavía no la he abierto es porque me recuerda tanto a mi pasado como a mi futuro, porque así ya no tendré que volver a cerrarla y llevarla conmigo a mi futura y efímera etapa.

Metz, 28/05/2011

Las situaciones transitorias se transforman en momentos lúcidos, instantes donde la impunidad de lo temporal nos muestra opciones que rechazaríamos de otro modo.