domingo, 16 de octubre de 2016

Visitas

Hay muchas formas de viajar que no implican un movimiento físico. Viajamos cuando leemos un libro que nos transporta lejos, vemos una película que nos muestra lugares distantes, escuchamos una música desconocida o probamos un plato extranjero. Viajamos cuando algo cambia en nuestro interior. Muchos de los viajes que recuerdo con cariño se producen cuando recibo alguna visita, uno de los grandes placeres de todo expatriado. Entonces la ciudad en que resido, que la vida cotidiana suele despojar de su verdadero interés, cambia por completo. La redescubro a través de los ojos de familiares y amigos. Me sorprendo al apreciar cosas que había pasado por alto y compruebo cuán especial es cualquier rincón del mundo, por anodino que a simple vista pueda parecer.

Las personas son, sin excepción, lo que más echamos de menos. Cuando llegamos a una nueva ciudad no tardamos en vender sus encantos a nuestros seres queridos. Intentamos atraerles, motivarles para realizar un siempre estimulante viaje, tenerles durante unos días a nuestro lado y mostrarles lo que tanto nos ha cautivado en el lejano lugar en que vivimos. Les decimos dónde tienen una segunda casa y hasta les enseñamos fotos de la habitación para invitados. Pero el tiempo pasa, añoramos su compañía y vemos cómo esas esperadas visitas tardan en llegar. Unos vendrán antes que otros, pues hacer un viaje no siempre es fácil y encontrar el tiempo y el dinero necesarios costará más de lo previsto. El momento acabará llegando, al fin les veremos en un contexto al que no están acostumbrados y nos sentiremos halagados por ser la meta de un largo periplo.

Nuestro propio viaje habrá empezado, aunque el lugar en que nos encontremos no haya cambiado. Impulsados por su curiosidad y ganas de visitar nuevos sitios, buscaremos barrios que nosotros tampoco conozcamos, sin dejar de mostrarles los rincones más turísticos y los que han dejado un mejor recuerdo en nuestra memoria. Iremos a nuevos restaurantes para degustar la comida local y nos haremos fotos frente a monumentos que diariamente vemos. Nos esforzaremos para que esos instantes sean inolvidables, incluso si cualquier visita nos recuerda que poco importa el lugar en que nos encontremos o los complicados planes que hagamos, porque lo principal es siempre la compañía que tengamos. Al final esa ansiada visita pasará mucho más rápido de lo que deseamos, como todo lo que se espera con ilusión y se disfruta con pasión.

Y cuando ellos se van, vemos las cosas de otra manera, como si una nueva luz lo bañara todo y cambiara el color de lo que ya conocemos. Aunque ese efecto no dure todo el tiempo que nos gustaría, siempre podremos buscar entre nuestros recuerdos y revivir el momento que lo cambió todo. También es un principio válido para quien no ha tenido la oportunidad de vivir en una ciudad distinta de la que le vio nacer. La presencia de un extranjero ayuda a recuperar el interés hacia todo lo que nunca nos hemos cuestionado porque siempre ha formado parte de nuestro paisaje. Un turista hace una foto y giramos instintivamente la cabeza para ver cuál es el centro de su interés. Así es como yo mismo he mostrado a mis amigos franceses detalles de sus ciudades que incluso ellos desconocían, transmitiéndoles una curiosidad que creían haber perdido.

Yo también he visitado a más de un emigrante, pues es una de las ventajas de tener amigos perdidos por el mundo. Es la oportunidad de conocer nuevas ciudades desde dentro e ir más allá de una superficial guía de viajes para coger la mano de quien las vive día a día. Son momentos intensos, que juntan las ganas de ver a un ser querido y de recuperar el tiempo perdido con las de comprobar cómo es su vida cotidiana, visitar un lugar desconocido y aprender cuanto podamos de él.

Hay mucha gente que visita con frecuencia nuevos países, pero que en realidad nunca viaja. Son personas que no se impregnan lo suficiente de los lugares que recorren, no aprenden de ellos y no respiran su atmósfera. Si su mentalidad no cambia, si no empatizan con lo que ven, la vuelta a sus casas se convierte en un acto de rutina que no les aporta nada nuevo. Viajar supone cambiar los ojos con que habitualmente vemos el mundo. Y esos viajes son los que más me gustan, pues no necesitan ni muchos preparativos, ni mucho dinero y los podemos emprender en cualquier momento. Sólo requieren la voluntad de ver las cosas de otra manera. 

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