Hay muchas formas de
viajar que no implican un movimiento físico. Viajamos cuando leemos
un libro que nos transporta lejos, vemos una película que nos
muestra lugares distantes, escuchamos una música desconocida o
probamos un plato extranjero. Viajamos cuando algo cambia en nuestro
interior. Muchos de los viajes que recuerdo con cariño se producen
cuando recibo alguna visita, uno de los grandes placeres de todo
expatriado. Entonces la ciudad en que resido, que la vida cotidiana
suele despojar de su verdadero interés, cambia por completo. La
redescubro a través de los ojos de familiares y amigos. Me sorprendo
al apreciar cosas que había pasado por alto y compruebo cuán
especial es cualquier rincón del mundo, por anodino que a simple
vista pueda parecer.
Las personas son, sin
excepción, lo que más echamos de menos. Cuando llegamos a una nueva
ciudad no tardamos en vender sus encantos a nuestros seres queridos.
Intentamos atraerles, motivarles para realizar un siempre estimulante
viaje, tenerles durante unos días a nuestro lado y mostrarles lo que
tanto nos ha cautivado en el lejano lugar en que vivimos. Les decimos
dónde tienen una segunda casa y hasta les enseñamos fotos de la
habitación para invitados. Pero el tiempo pasa, añoramos su
compañía y vemos cómo esas esperadas visitas tardan en llegar.
Unos vendrán antes que otros, pues hacer un viaje no siempre es
fácil y encontrar el tiempo y el dinero necesarios costará más de
lo previsto. El momento acabará llegando, al fin les veremos en un
contexto al que no están acostumbrados y nos sentiremos halagados
por ser la meta de un largo periplo.
Nuestro propio viaje
habrá empezado, aunque el lugar en que nos encontremos no haya
cambiado. Impulsados por su curiosidad y ganas de visitar nuevos
sitios, buscaremos barrios que nosotros tampoco conozcamos, sin dejar
de mostrarles los rincones más turísticos y los que han dejado un
mejor recuerdo en nuestra memoria. Iremos a nuevos restaurantes para
degustar la comida local y nos haremos fotos frente a monumentos que
diariamente vemos. Nos esforzaremos para que esos instantes sean
inolvidables, incluso si cualquier visita nos recuerda que poco
importa el lugar en que nos encontremos o los complicados planes que
hagamos, porque lo principal es siempre la compañía que tengamos.
Al final esa ansiada visita pasará mucho más rápido de lo que
deseamos, como todo lo que se espera con ilusión y se disfruta con
pasión.
Y cuando ellos se van,
vemos las cosas de otra manera, como si una nueva luz lo bañara todo
y cambiara el color de lo que ya conocemos. Aunque ese efecto no dure
todo el tiempo que nos gustaría, siempre podremos buscar entre
nuestros recuerdos y revivir el momento que lo cambió todo. También
es un principio válido para quien no ha tenido la oportunidad de
vivir en una ciudad distinta de la que le vio nacer. La presencia de
un extranjero ayuda a recuperar el interés hacia todo lo que nunca
nos hemos cuestionado porque siempre ha formado parte de nuestro
paisaje. Un turista hace una foto y giramos instintivamente la cabeza
para ver cuál es el centro de su interés. Así es como yo mismo he
mostrado a mis amigos franceses detalles de sus ciudades que incluso
ellos desconocían, transmitiéndoles una curiosidad que creían
haber perdido.
Yo también he visitado a
más de un emigrante, pues es una de las ventajas de tener amigos
perdidos por el mundo. Es la oportunidad de conocer nuevas ciudades
desde dentro e ir más allá de una superficial guía de viajes para
coger la mano de quien las vive día a día. Son momentos intensos,
que juntan las ganas de ver a un ser querido y de recuperar el tiempo
perdido con las de comprobar cómo es su vida cotidiana, visitar un
lugar desconocido y aprender cuanto podamos de él.
Hay mucha gente que
visita con frecuencia nuevos países, pero que en realidad nunca
viaja. Son personas que no se impregnan lo suficiente de los lugares
que recorren, no aprenden de ellos y no respiran su atmósfera. Si su
mentalidad no cambia, si no empatizan con lo que ven, la vuelta a sus
casas se convierte en un acto de rutina que no les aporta nada nuevo.
Viajar supone cambiar los ojos con que habitualmente vemos el mundo.
Y esos viajes son los que más me gustan, pues no necesitan ni muchos
preparativos, ni mucho dinero y los podemos emprender en cualquier
momento. Sólo requieren la voluntad de ver las cosas de otra manera.
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