Reconocemos mejor los
rasgos distintivos de nuestra tierra cuando nos alejamos de ella,
cuando la distancia borra lo superfluo y destaca lo original, cuando
vemos nuestro país con los ojos de quien nunca lo ha pisado y sólo
ha oído hablar de él. Entre esas singularidades, hay algunas que
nos cuesta más exportar. Nos alegra que permanezcan entre nuestras
fronteras porque conforman nuestra identidad, incluso si en un mundo
globalizado cada vez es más difícil conservar un rasgo autóctono.
Aunque a veces sea un cliché contra el que luchar cuando es
utilizado para dañar nuestra imagen, no podemos evitar sentir cariño
hacia nuestra alegre manera de celebrar la vida, que se manifiesta en
todas esas fiestas que salpican nuestra geografía.
Cuando vivimos en el
extranjero nos duele que el prejuicio que asocia a España con la
fiesta anteceda cualquier valoración de nuestro trabajo. Los
franceses, por ejemplo, si bien aplican la expresión "faire
la fête" (literalmente "hacer la fiesta") cuando
alguien va a divertirse (ya sea en casa o fuera), prefieren utilizar
la española palabra "fiesta", sin traducción que valga,
cuando quieren referirse a un auténtico desmadre. Es una curiosa
forma de expresarse que nos da una idea de la imagen colectiva que
nuestro país tiene en el extranjero. Y no les culpo por ello. Al fin
y al cabo nosotros nos lo hemos buscado y les hemos convencido con
más de un motivo. El trabajo inverso, el necesario para deshacer tan
grandes prejuicios, es mucho más difícil, si no imposible. Pero el
caso es que después de casi siete años de convivencia con nuestros
vecinos gabachos, les tengo que dar la razón: no saben divertirse
como nosotros.
Más allá de nuestras
fronteras el tiempo pasa deprisa y nos deja con la nostalgia por todo
aquello que tanto echamos de menos. Unas veces toma la forma de ganas
de volver y otras de comparación con las nuevas cosas que entran en
nuestra vida, como una balanza siempre descompensada. A veces una
posibilidad suele llevar a la otra, pues cuando la balanza se inclina
del lado de nuestro país, sentimos ganas de volver. Y entonces
tenemos un problema de difícil solución. Unos (los que no viven muy
lejos y tienen tiempo y dinero) optan por coger el primer avión de
vuelta para calmar la morriña, aunque sólo sea durante unos días,
y otros (los que no se pueden permitir ese viaje relámpago) tendrán
que respirar hondo y seguir adelante. Yo me he servido de ambas
soluciones, he probado otras tantas (siete años dan para mucho) y
desde que me dedico a escribir he descubierto que si dejo la
nostalgia en este blog, no me atormenta en mi vida cotidiana.
Ahora que el verano queda
bien atrás, recordamos los buenos momentos vividos, que en muchos
casos tienen unas fiestas locales como telón de fondo. No hay pueblo
español que no cuente con unos buenos festejos patronales, que en
muchos casos son esperados con ilusión durante todo el año. Ahí
encontramos las verbenas, las barracas populares, los moros y
cristianos, las ferias, las paellas gigantes, los interminables
desfiles, las hogueras, los fuegos artificiales, las ganas de pasar
el día en la calle, de beber y de disfrutar con los nuestros hasta
que el cuerpo aguante. Las grandes ciudades no se quedan atrás,
proponen mayores festejos y en algunas incluso cada barrio cuenta con
celebraciones en distintas épocas del año. Así, los sanfermines
son nuestra fiesta más internacional, pero las fallas, la feria de
abril o la tomatina de Buñol no se quedan muy atrás.
Al llegar a Francia,
guiado por esa tradición festera tan enraizada en el carácter
ibérico, pensé que cada población tendría sus fiestas locales y
que esa necesidad de celebración sería compartida por todo el
mundo. Nada más lejos de la realidad. En el país galo cuentan con
días especiales, festividades que se celebran con más o menos
intensidad, pero que no se pueden comparar con la más pequeña de
las fiestas de cualquier población española. Descubrí que en Dijon
lo único parecido es la fiesta de la música, que el veintiuno de
junio marca el principio del verano y todos aprovechan para lanzarse
a la calle a disfrutar del buen tiempo y de los grupos que tocan en
cada esquina. Espíritu similar se respira el catorce de julio, la
fiesta nacional, cuando todos coinciden para ver los fuegos
artificiales que se lanzan en cualquier localidad. Siempre se trata
de momentos puntuales y nunca llegan a paralizar una ciudad entera
durante días. Por eso los franceses no tienen más remedio que
importar nuestra palabra "fiesta". Porque no saben
divertirse como nosotros.
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