domingo, 9 de octubre de 2016

Hacer la fiesta

Reconocemos mejor los rasgos distintivos de nuestra tierra cuando nos alejamos de ella, cuando la distancia borra lo superfluo y destaca lo original, cuando vemos nuestro país con los ojos de quien nunca lo ha pisado y sólo ha oído hablar de él. Entre esas singularidades, hay algunas que nos cuesta más exportar. Nos alegra que permanezcan entre nuestras fronteras porque conforman nuestra identidad, incluso si en un mundo globalizado cada vez es más difícil conservar un rasgo autóctono. Aunque a veces sea un cliché contra el que luchar cuando es utilizado para dañar nuestra imagen, no podemos evitar sentir cariño hacia nuestra alegre manera de celebrar la vida, que se manifiesta en todas esas fiestas que salpican nuestra geografía.

Cuando vivimos en el extranjero nos duele que el prejuicio que asocia a España con la fiesta anteceda cualquier valoración de nuestro trabajo. Los franceses, por ejemplo, si bien aplican la expresión "faire la fête" (literalmente "hacer la fiesta") cuando alguien va a divertirse (ya sea en casa o fuera), prefieren utilizar la española palabra "fiesta", sin traducción que valga, cuando quieren referirse a un auténtico desmadre. Es una curiosa forma de expresarse que nos da una idea de la imagen colectiva que nuestro país tiene en el extranjero. Y no les culpo por ello. Al fin y al cabo nosotros nos lo hemos buscado y les hemos convencido con más de un motivo. El trabajo inverso, el necesario para deshacer tan grandes prejuicios, es mucho más difícil, si no imposible. Pero el caso es que después de casi siete años de convivencia con nuestros vecinos gabachos, les tengo que dar la razón: no saben divertirse como nosotros.

Más allá de nuestras fronteras el tiempo pasa deprisa y nos deja con la nostalgia por todo aquello que tanto echamos de menos. Unas veces toma la forma de ganas de volver y otras de comparación con las nuevas cosas que entran en nuestra vida, como una balanza siempre descompensada. A veces una posibilidad suele llevar a la otra, pues cuando la balanza se inclina del lado de nuestro país, sentimos ganas de volver. Y entonces tenemos un problema de difícil solución. Unos (los que no viven muy lejos y tienen tiempo y dinero) optan por coger el primer avión de vuelta para calmar la morriña, aunque sólo sea durante unos días, y otros (los que no se pueden permitir ese viaje relámpago) tendrán que respirar hondo y seguir adelante. Yo me he servido de ambas soluciones, he probado otras tantas (siete años dan para mucho) y desde que me dedico a escribir he descubierto que si dejo la nostalgia en este blog, no me atormenta en mi vida cotidiana.

Ahora que el verano queda bien atrás, recordamos los buenos momentos vividos, que en muchos casos tienen unas fiestas locales como telón de fondo. No hay pueblo español que no cuente con unos buenos festejos patronales, que en muchos casos son esperados con ilusión durante todo el año. Ahí encontramos las verbenas, las barracas populares, los moros y cristianos, las ferias, las paellas gigantes, los interminables desfiles, las hogueras, los fuegos artificiales, las ganas de pasar el día en la calle, de beber y de disfrutar con los nuestros hasta que el cuerpo aguante. Las grandes ciudades no se quedan atrás, proponen mayores festejos y en algunas incluso cada barrio cuenta con celebraciones en distintas épocas del año. Así, los sanfermines son nuestra fiesta más internacional, pero las fallas, la feria de abril o la tomatina de Buñol no se quedan muy atrás.

Al llegar a Francia, guiado por esa tradición festera tan enraizada en el carácter ibérico, pensé que cada población tendría sus fiestas locales y que esa necesidad de celebración sería compartida por todo el mundo. Nada más lejos de la realidad. En el país galo cuentan con días especiales, festividades que se celebran con más o menos intensidad, pero que no se pueden comparar con la más pequeña de las fiestas de cualquier población española. Descubrí que en Dijon lo único parecido es la fiesta de la música, que el veintiuno de junio marca el principio del verano y todos aprovechan para lanzarse a la calle a disfrutar del buen tiempo y de los grupos que tocan en cada esquina. Espíritu similar se respira el catorce de julio, la fiesta nacional, cuando todos coinciden para ver los fuegos artificiales que se lanzan en cualquier localidad. Siempre se trata de momentos puntuales y nunca llegan a paralizar una ciudad entera durante días. Por eso los franceses no tienen más remedio que importar nuestra palabra "fiesta". Porque no saben divertirse como nosotros.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario