domingo, 25 de junio de 2017

Riesgos, seguridades y árboles caídos

Nuestra personal forma de actuar y casi todas las decisiones que tomamos a diario dependen de la lucha entre dos antagónicos instintos: nuestra capacidad de asumir riesgos y nuestra tendencia hacia la seguridad. Son los extremos de una balanza difícil de equilibrar, que se miden en un pulso cuyo resultado define nuestra vida.

Cuando decidimos vivir en otro país, el riesgo gana la partida e inyecta en nosotros la adecuada dosis de adrenalina que nos incitará a volver al lado oscuro. Allí no hay certezas y el fracaso se esconde tras cada esquina, pero la euforia que sentimos al mantener el equilibrio en la cuerda floja nos empuja a seguir adelante. Tal vez sea la única forma de avanzar e ir más allá de los límites establecidos. Vivir en el extranjero mantiene alerta nuestros sentidos y nos acostumbra al riesgo. Cada vez que tenemos que elegir, nos quedamos con la opción más arriesgada, porque sabemos que es la más interesante, con la que más crecemos. Y si la apuesta sale mal, lo aprendido gracias a nuestros errores nos ayudará a llegar más lejos la próxima vez que decidamos arriesgar.

Al otro lado de la balanza, la seguridad llama a nuestro lado más sensato. Quiere que decidamos en función de lo ya conocido o de lo que los demás definen como seguro: un lugar común donde todo va bien. Allí los riesgos van acompañados de un colchón que amortigüe la posible caída. Muchos se sienten atraídos por ese mundo ideal, pero una vez dentro, como si de una trampa se tratara, salir resulta demasiado difícil. Habituados a una vida según los cauces establecidos, asumir un gran riesgo nos parecerá una idea absurda que atenta contra el natural curso de las cosas. Cegados por la calma, olvidamos que ese camino sólo conduce a donde otros ya han estado. Sólo cuando el tedio se vuelve insoportable volvemos a contemplar el riesgo como una posibilidad interesante.

La infancia es el principal estandarte de ese mundo perfecto que hay que proteger a todo precio. Mi trabajo en la rehabilitación de colegios me ha permitido comprobar el grado de psicosis al que llega la sociedad francesa cuando se trata de proteger a sus infantes. Los patios se convierten en tristes lugares donde el hormigón sustituye a la tierra (para evitar que se lancen piedras), con pocos árboles (para evitar que se coman las hojas) y con áreas de juego recubiertas de caucho (para evitar que se rompan la crisma). Queremos ofrecer a nuestros hijos un mundo sin riesgos, sin darnos cuenta de que limitando sus elecciones creamos generaciones de mentes dóciles y fáciles de manipular gracias al señuelo de la tranquilidad. En vez de mostrarles que se encuentran en un lugar hostil donde deben identificar el peligro y aprender a convivir con él.


Hace diez días, esta lucha interna entre el riesgo y la seguridad se materializó en un hecho inesperado: en la plaza de Santo Domingo de Murcia, buena parte de un ficus centenario se desplomó sin lamentar heridos graves. Recuerdo cuando, de niño, jugaba saltando sobre sus retorcidas raíces, trepando y escondiéndome entre sus ramas. Cuando se peatonalizó la plaza, el espacio del ficus quedó reducido a una especie de gran macetero de metro y medio de altura, una solución poco adaptada a este tipo de árbol. Ningún niño volvió a jugar bajo su sombra. Unos años más tarde, la caída de una rama acabó con la vida de un hombre y las voces de alarma obligaron a la construcción de una gran pérgola, que no sirvió de nada ante las doce toneladas de ramas que le cayeron la semana pasada. La realidad nos recordó que el riesgo está siempre al acecho. Ignoro qué estrategia seguirá el ayuntamiento para restituir el ambiente de falsa seguridad. Tal vez recurra a las medidas que nuestros vecinos franceses utilizan para proteger a sus niños. Por mi parte, rechazo vivir en un mundo envasado al vacío. Prefiero disfrutar de un buen árbol en toda su magnitud. Y si se me cae una rama encima… así es la vida.
El ficus de Santo Domingo, hace diez días.

domingo, 18 de junio de 2017

La caída

Cuando se camina en el filo de la navaja, cualquier nuevo paso puede ser el último, se preguntaba mientras, desde las alturas, observaba el vacío bajo sus pies. Su vida, el equilibro entre lo que los demás esperaban de él y lo que realmente quería, o podía hacer, pendía de un hilo. Su estado de ánimo cambiaba con facilidad de la euforia a la duda, a esa extraña sensación de estar perdiendo el tiempo o de encontrarse en el sitio equivocado. Últimamente había deambulado demasiado por ese lugar donde todo pierde su sentido y había fantaseado con una opción de la que nunca se había visto tan cerca.

Dos años después de su llegada a un país extranjero, el balance no era nada positivo. Partió lleno de ilusión, motivado por el ejemplo de muchos amigos, en busca de trabajo y aventuras. Nunca contempló el fracaso como una posibilidad y la realidad se reveló más dura de lo previsto. Sin el suficiente conocimiento de la lengua local, no fue capaz de encontrar un empleo a la altura de sus estudios. A pesar de haber invertido sus ahorros en un curso intensivo de ese idioma, en las entrevistas seguía enmarañándose con la gramática y vergonzantes silencios sustituían a las palabras que todavía no conocía. Sólo había conseguido trabajar en un restaurante de comida rápida, donde ganaba un irrisorio sueldo que apenas le servía para pagar el alquiler. Con cada vez menos dinero en los bolsillos, se vio obligado a dejar el piso que compartía para ocupar la habitación que un jubilado ofrecía a cambio de ayuda y compañía.

Pensaba volver a su país con la maleta llena de experiencias, éxito y dinero, pero ni siquiera podía permitirse comprar un billete de avión. Y aunque pudiera hacerlo, ¿qué excusa pondría a una familia que le veía como un ejemplo a seguir? Resultaba fácil mentir por teléfono o a través de una pantalla, durante unos escasos minutos, una vez por semana. El triste tono de su voz cambiaba entonces para reflejar una confianza que nunca había tenido en sí mismo. En sus labios, el sueño por el que había dejado su casa se hacía realidad. Les hablaba de sus progresos en una empresa que le ofrecía todo lo que en su país no había encontrado y no le dejaba tiempo para ir a visitarles tanto como le gustaría. Incluso les decía que vivía con una estupenda chica que le había ayudado a dominar la lengua local. Ella era lo único real en aquella historia, así como la responsable de parte de su desgracia. Se vio atraída por la osadía y el singular acento de aquel ambicioso español que buscaba nuevas sensaciones. Desde una posición de superioridad que nunca abandonó, supo manejarle a su antojo. Y cuando la rutina diluyó la pasión e hizo desparecer el interés por aquel joven, no dudó en dejarle.

Cuando examinó el suelo, antes de dar el último paso, buscó su rostro con avidez. Reencontrarla era su última esperanza, pero aquella ilusión era tan irreal como la historia que cada semana contaba a su familia. Ya no podía volver atrás, así que flexionó sus piernas, tomó impulso y saltó al vacío, como la primera vez en que cambió la seguridad de su tierra natal por la incertidumbre de un futuro confuso. Sintió cómo el viento envolvía cada parte de su cuerpo desnudo y frenaba su caída. Extendió sus brazos hacia delante para proteger su cabeza y cerró los ojos justo antes del impacto. Oscuridad. Frío y humedad. Silencio. Una desconocida sensación sacudió todo su ser, mientras se hundía en las tinieblas a gran velocidad. Se detuvo, ingrávido, y abrió los ojos. Se dio la vuelta para ver el mundo desde lejos, deformado por miles de litros de agua. Y allí, tal vez seducido por su carácter inalcanzable, recuperó el interés por el lugar hostil del que quería escapar. Con el aturdimiento de quien lo ha perdido todo, empezó a nadar hacia la superficie. Ya no quedaba aire en sus pulmones y la distancia parecía insalvable, pero movió sus extremidades tanto como pudo, convencido de que, a pesar del tiempo perdido, nunca es demasiado tarde para seguir luchando.

domingo, 11 de junio de 2017

Despertando sentidos

Sus pequeños pies todavía no son capaces de aguantar todo su peso. Él no lo sabe, pero no necesita que sean más grandes, ni más fuertes. La clave está en su interior, donde siempre ha estado. Lo ha intentado muchas veces y no se rendirá hasta que consiga su objetivo. Tras la decepción de incontables caídas ha reunido las pistas que dirigirán sus próximos tanteos. Sabe que deberá separar más sus piernas y servirse de sus manos para no perder el equilibrio. Sólo así encontrará la mágica manera de coordinar bien sus pies y caminar por primera vez.

Durante este último año, cada día le ha traído un nuevo hallazgo. Cuando le observo, algo me dice que lo encontrado no le ha resultado tan desconocido como pudiera parecer en un principio. Como si redescubriera cada objeto que toca, ve, huele o come. Como si despertara sensaciones aletargadas en su interior. Como si todas las respuestas ya estuvieran en él y el secreto fuera la manera de hacerlas salir a la superficie, de encontrar la llave que abre el cofre del tesoro.

Los juguetes están pensados para despertar cada sentido en un momento preciso del desarrollo del niño, sirviéndose de su curiosidad para estimular su imaginación. Los estímulos son pequeños empujones que nos devuelven las ganas cuando nos faltan, sacan lo mejor de nosotros mismos y nos muestran el camino a seguir. Desde que soy padre me obsesiona la idea de estimular correctamente a mi hijo, porque no sé cuáles son sus talentos, las habilidades que destacarán sobre otras y le ayudarán a encauzar su vida. Por eso intento estimularle tanto como puedo, esperando la señal que me avisará cuando haya encontrado lo que busco. Pero por muchos juguetes que ha tenido, lo que más ha despertado a mi hijo ha sido cada viaje en que ha descubierto la tierra de la que procede.

Si para un adulto hay pocas cosas tan estimulantes como un viaje, el efecto causado en un niño es aún mayor. El hecho de coger un avión, hacer escala en un aeropuerto, conocer gente nueva, cambiar de idioma, de paisaje, de clima o de casa tiene un efecto irreversible. Cuando llevé a mi hijo a Rumanía con apenas dos meses y medio, muchos se echaron las manos a la cabeza y me dijeron que era demasiado pequeño. Nunca me he arrepentido de aquella decisión, pues aquel viaje operó algo en él, estimulándole más de lo que pude imaginar. El viaje aceleró un proceso inevitable, concentrando en un corto espacio de tiempo las experiencias que hubieran correspondido a varios meses de vida. Su forma de actuar, observar o reaccionar no fue la misma tras su regreso.

El despertar de sus sentidos incluye el reencuentro con las sensaciones propias de una tierra que, aunque la haya pisado durante unas pocas semanas, ya le pertenece. De forma natural asimilará Francia como su patria, el lugar donde nació y donde pasa la mayor parte del tiempo. Sus padres son de países diferentes, así que deberá asociar esos lejanos lugares con un espejo familiar en donde verse reflejado y poder identificarse. Me cuesta imaginar que mi hijo pueda ver mi país, mi lengua y mi cultura como elementos ajenos a él. Aunque sólo cuente conmigo para establecer los necesarios vínculos con su pasado, parece existir algo innato que me ayuda en mi ardua tarea. Es una sensación que intuí en cada viaje, como todo padre (o madre) que sabe cuándo su hijo se siente a gusto en un entorno determinado. Visitamos lugares que tienen un especial significado para sus padres y que él reconoció de inmediato como suyos. La esperada inquietud ante un drástico cambio de contexto se convirtió en un talante innato, asociado a una tierra que aparentemente desconocía.


Nos equivocamos si pensamos que los adultos no necesitamos estímulos, pues sin ellos corremos el riesgo de entrar en un letargo del que difícilmente se sale. Necesitamos cambios, retos, aventuras al igual que un niño. Por eso admiro a mi hijo cuando intenta caminar y muestra una inquebrantable convicción que pocas veces he visto en un adulto. Se ha caído tantas veces, que ha encontrado la manera de hacerlo sin resentirse. Su cara se ilumina tras cada nuevo paso y, si la realidad le devuelve al duro suelo, se levanta con rapidez, sin descansar ni pensar en rendirse. Para él no existe el fracaso y se mueve con la seguridad de quien sabe que alcanzará su objetivo. Dentro de poco no necesitará el apoyo de mi mano para avanzar. Acaba de dar sus primeros pasos. El mundo a sus pies, la vida ante él.

Lyon, 15/02/2014

Sin quererlo, nos vemos arrastrados hacia el embudo de la curiosidad, deseosos por alcanzar lo que hay detrás, sin darnos cuenta de que sólo advertimos lo que ya existe en nuestro interior.

domingo, 4 de junio de 2017

Derrotas y esperanzas

El silencio ayuda a pensar, sobre todo cuando procede del dolor ante la pérdida de una vida humana. Llena un minuto aparentemente vacío, que a pesar de haber sido repetido durante tantas veces, no pierde su sentido. Es un acto reflejo que surge tras cada atentado terrorista: un momento de respeto, un instante de reflexión. Hace años salíamos a la calle cada vez que ETA acababa con una nueva vida. Ahora los asesinos y las razones que impulsan a matar han cambiado, pero el silencio sigue siendo el mismo.

Cuando empecé a escribir estas líneas tenía el reciente atentado de Manchester en la cabeza y no podía imaginar que la historia se volvería a repetir en Londres en tan poco tiempo. Desgraciadamente ni siquiera me ha sorprendido, pues el riesgo es inminente, siempre ha existido y existirá. La guerra contra el terrorismo está perdida de antemano, pero no somos capaces de admitir la derrota. Aunque sea un discurso pesimista y políticamente incorrecto, es real y por eso nos da miedo reconocerlo como tal. El año pasado un político francés admitió que, a pesar del estado de emergencia y demás medidas adoptadas tras la tragedia del Bataclan, el riesgo seguía siendo más alto que nunca y resultaba imposible impedir que un atentado sucediera en cualquier lugar. Tan sólo unos días después un camión arrolló a una multitud en Niza.

Y aunque los políticos conservadores aprovechen este momento para vender falsas esperanzas, ellos también saben que sus promesas no sirven más que para conseguir votos y llevarles al poder. Las fronteras que debemos defender no son las físicas, que separan pueblos, sino las invisibles, que delimitan valores e ideas, para alertar cuando ciertas actitudes obvian el respeto al prójimo o a la vida humana. La emigración no es el problema, sino parte de la solución. Yo mismo soy un emigrante y disfruto siéndolo, conociendo la cultura local y las de aquellos que se hallan en mi situación. En este tiempo de Ramadán me gusta pasear por la plaza Bahadourian de Lyon, donde cada tarde se monta un mercadillo musulmán. Entre los puestos se escucha hablar en árabe y se respira un ambiente festivo. Dar un bocado a esos exóticos manjares basta para echar por tierra los prejuicios, fomentar la tolerancia y olvidar el miedo a un atentado.

La única arma para combatir el terrorismo es la educación. Debemos asumir que nuestro mundo actual está perdido, pero que si educamos a las generaciones venideras según auténticos valores comunes, lejos de adoctrinamientos inútiles (de uno u otro bando), habrá esperanza. La cultura es la última oportunidad, no para nosotros, que seguiremos viviendo (y muriendo) con el miedo a un nuevo atentado, sino para las generaciones que no conoceremos. Es inútil desperdiciar dinero en defensa, pensando que podemos escapar de lo inevitable. Aunque acabemos con los terroristas, el odio que motiva sus actos seguirá existiendo, encarnado en su descendencia ideológica. La cultura es la única que puede enseñarnos (a nosotros y a ellos) a aprender de nuestros errores.


Por eso lucharé contra el terrorismo de la mejor manera que conozco: educando a mi propio hijo. Le explicaré que en este mundo no hay buenos ni malos, sino gente que se cree buena o mala, porque el bien y el mal no existen y todo depende de cómo veamos las cosas. Le enseñaré a ponerse en el lugar del otro antes (y después) de llevar a cabo cualquier acción. Le mostraré todas las opciones posibles, sin privilegiar ninguna, para que pueda elegir sin la influencia de intereses ajenos. Le diré que el sentido común es el principal instrumento de que disponemos para actuar de forma coherente y eficaz. Y cuando tenga suficiente criterio para decidir por sí mismo, le preguntaré si merece la pena salvar una humanidad enferma de odio y perdida. Sólo entonces le diré que él y los suyos son los únicos que pueden hacer algo antes de que todo se vaya al carajo.  

Ubud, Bali (Indonesia), 04/05/2015

Cada arruga nos recuerda un momento de lucha, esa energía cuya pérdida en el fragor de la batalla nos hizo tan fuertes como para soñar con la victoria.