Sus
pequeños pies todavía no son capaces de aguantar todo su peso. Él
no lo sabe, pero no necesita que sean más grandes, ni más fuertes.
La clave está en su interior, donde siempre ha estado. Lo ha
intentado muchas veces y no se rendirá hasta que consiga su
objetivo. Tras la decepción de incontables caídas ha reunido las
pistas que dirigirán sus próximos tanteos. Sabe que deberá separar
más sus piernas y servirse de sus manos para no perder el
equilibrio. Sólo así encontrará la mágica manera de coordinar
bien sus pies y caminar por primera vez.
Durante
este último año, cada día le ha traído un nuevo hallazgo. Cuando
le observo, algo me dice que lo encontrado no le ha resultado tan
desconocido como pudiera parecer en un principio. Como si
redescubriera cada objeto que toca, ve, huele o come. Como si
despertara sensaciones aletargadas en su interior. Como si todas las
respuestas ya estuvieran en él y el secreto fuera la manera de
hacerlas salir a la superficie, de encontrar la llave que abre el
cofre del tesoro.
Los
juguetes están pensados para despertar cada sentido en un momento
preciso del desarrollo del niño, sirviéndose de su curiosidad para
estimular su imaginación. Los estímulos son pequeños empujones que
nos devuelven las ganas cuando nos faltan, sacan lo mejor de nosotros
mismos y nos muestran el camino a seguir. Desde que soy padre me
obsesiona la idea de estimular correctamente a mi hijo, porque no sé
cuáles son sus talentos, las habilidades que destacarán sobre otras
y le ayudarán a encauzar su vida. Por eso intento estimularle tanto
como puedo, esperando la señal que me avisará cuando haya
encontrado lo que busco. Pero por muchos juguetes que ha tenido, lo
que más ha despertado a mi hijo ha sido cada viaje en que ha
descubierto la tierra de la que procede.
Si
para un adulto hay pocas cosas tan estimulantes como un viaje, el
efecto causado en un niño es aún mayor. El hecho de coger un avión,
hacer escala en un aeropuerto, conocer gente nueva, cambiar de
idioma, de paisaje, de clima o de casa tiene un efecto irreversible.
Cuando llevé a mi hijo a Rumanía con apenas dos meses y medio,
muchos se echaron las manos a la cabeza y me dijeron que era
demasiado pequeño. Nunca me he arrepentido de aquella decisión,
pues aquel viaje operó algo en él, estimulándole más de lo que
pude imaginar. El viaje aceleró un proceso inevitable, concentrando
en un corto espacio de tiempo las experiencias que hubieran
correspondido a varios meses de vida. Su forma de actuar, observar o
reaccionar no fue la misma tras su regreso.
El
despertar de sus sentidos incluye el reencuentro con las sensaciones
propias de una tierra que, aunque la haya pisado durante unas pocas
semanas, ya le pertenece. De forma natural asimilará Francia como su
patria, el lugar donde nació y donde pasa la mayor parte del tiempo.
Sus padres son de países diferentes, así que deberá asociar esos
lejanos lugares con un espejo familiar en donde verse reflejado y
poder identificarse. Me cuesta imaginar que mi hijo pueda ver mi
país, mi lengua y mi cultura como elementos ajenos a él. Aunque
sólo cuente conmigo para establecer los necesarios vínculos con su
pasado, parece existir algo innato que me ayuda en mi ardua tarea. Es
una sensación que intuí en cada viaje, como todo padre (o madre)
que sabe cuándo su hijo se siente a gusto en un entorno determinado.
Visitamos lugares que tienen un especial significado para sus padres
y que él reconoció de inmediato como suyos. La esperada inquietud
ante un drástico cambio de contexto se convirtió en un talante
innato, asociado a una tierra que aparentemente desconocía.
Nos
equivocamos si pensamos que los adultos no necesitamos estímulos,
pues sin ellos corremos el riesgo de entrar en un letargo del que
difícilmente se sale. Necesitamos cambios, retos, aventuras al igual
que un niño. Por eso admiro a mi hijo cuando intenta caminar y
muestra una inquebrantable convicción que pocas veces he visto en un
adulto. Se ha caído tantas veces, que ha encontrado la manera de
hacerlo sin resentirse. Su cara se ilumina tras cada nuevo paso y, si
la realidad le devuelve al duro suelo, se levanta con rapidez, sin descansar ni pensar en rendirse. Para él no existe el
fracaso y se mueve con la seguridad de quien sabe que alcanzará su
objetivo. Dentro de poco no necesitará el apoyo de mi mano para
avanzar. Acaba
de dar sus primeros pasos. El mundo a sus pies, la vida ante él.
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