sábado, 28 de diciembre de 2019

Un poquito de por favor

Si nos sentimos solos en medio de la multitud, cuando deberíamos encontrarnos más acompañados que nunca, significa que algo va mal. Que la sociedad ha disfrazado esta situación de normalidad: antes nos preocupaba, pero ahora se ha vuelto casi irreversible. La soledad acompañada es cada vez más difícil de revocar.

Se abren las puertas de un tranvía abarrotado, veo el escaso espacio que queda, agarro a mi hijo con una mano, sostengo su bicicleta y su mochila con la otra. Es el tercer tranvía que pasa desde que llegamos, hace diez minutos, a la parada, así que no pienso perderlo. Salen tres pasajeros, el milagro se produce y conseguimos entrar, al tiempo que seis personas nos empujan por detrás. El inevitable choque se produce, la bicicleta acaba contra la pierna de no sé quien y las puertas se cierran mientras mi hijo, con la cabeza a la altura de mi cintura, respira con dificultad y saca todo el aire de sus pulmones con un sonoro llanto. Para conseguirle una burbuja de aire, empujo a quienes nos rodean utilizando la bicicleta como arma blanca. El llanto silencia las conversaciones, pero no fomenta la solidaridad. En esos momentos reprimo unas incontenibles ganas de gritar “un poquito de por favor”, cual Fernando Tejero en Aquí no hay quien vida, aun a riesgo de pasar por loco, pues ningún gabacho me habría entendido. Unas paradas después, cuando empezamos a tener más espacio, consigo hacer malabarismos con bicicleta, mochila y niño para pasar el abono por la máquina, no sea que, además, un revisor me dé la puntilla. Un alma caritativa se apiada de nosotros y le ofrece un asiento a mi hijo, algo que solo me ha sucedido tres veces en cuatro años.

Reconozco que la situación está lejos de corresponderse con las expectativas que tenía al llegar a Francia. Nuestros vecinos tienen fama de ser más corteses que nosotros, pero a la hora de la verdad, cuando realmente necesitamos esa cortesía, comprobamos que en todas partes cuecen habas y que unsmartphonenos aleja más de nuestros congéneres de lo que pretende acercarnos. Cual efectiva máscara, esconde el rostro de su propietario y, con unos auriculares como cómplices, le exime de cualquier obligación social. Todavía no he visto a nadie levantar la cara de la pantalla para ver qué ocurre a su alrededor. Lo comprobé cuando mi mujer estuvo embarazada, más tarde cuando tuve que apañármelas con un carrito de bebé y ahora que me toca mantener el equilibrio con los accesorios más variopintos. Nunca me he sentido más solo en medio de tanta gente.

Así que la frase de Fernando Tejero es más actual que nunca, sobre todo si queremos que la solidaridad sea algo más que un emoticono en el whatsapp. Más aún cuando las fechas navideñas parecen obligarnos a ser más amables de lo habitual, aunque la mayoría se sienta únicamente empujada a consumir más de lo habitual. Espero que, al menos, la navidad nos permita volver a ver el mundo con los ojos del niño que fuimos. Cuando se tiene un hijo, resulta más fácil: sentimos la natural obligación de ofrecerle la infancia más feliz posible, para que siempre pueda llevar consigo un agradable recuerdo que le permita sobrellevar los momentos más amargos. Incluso si nos juramos que no obligaríamos a nuestros hijos a creer en una mentira, nos vemos reescribiendo con ellos la carta a los Reyes Magos. Porque sabemos que si la ilusión se ausenta durante la infancia, todo está perdido de antemano. 

Este año descubrimos en Francia un ritual que adoptamos con gusto. Se trata del calendario del adviento: un panel con veinticuatro casillas para abrir cada día de diciembre, antes de navidad, dentro de las cuales el niño encuentra una figura de chocolate. Como todo en esta época, se ha convertido en un hábito consumista más, pero uno no deja de mirar cada cuadrado con optimismo, pensando que, algún día, al final del calendario, conseguiremos recuperar el por favor perdido por el camino.

domingo, 17 de noviembre de 2019

La fiesta del hartazgo

Aprender de nuestros errores nos ayuda a seguir adelante, no solo en un país extranjero, sino en cualquier ámbito de la vida. Evitar la autocrítica a toda costa y pensar que los problemas desaparecen si los ignoramos nos puede llevar a situaciones esperpénticas, como la vivida durante los últimos meses en la política española, cuyo mal sabor de boca recuerda que siempre se puede ir a peor.

Ya he comentado en alguna ocasión que nunca me ha gustado la política y, menos aún, hablar de ella. Pero ver las cosas desde lejos me ha llevado a adentrarme en un terreno minado, donde me sirvo de la distancia para conservar cierta objetividad o, al menos, comparar cuanto sucede a cada lado de la frontera. Así que, si hasta yo puedo convertirme en un acertado analista político (mi artículo“decepciones anticipadas” ya se adelantaba a la triste situación que siguió a las elecciones de abril), significa que el panorama es demasiado triste. Y como han sucedido más cosas en los últimos siete días que en los últimos siete meses, la situación bien merecía otro artículo.

Tras la sonada decepción de este verano, sentimos que nos habían tomado el pelo: los depositarios de nuestra confianza no estuvieron a la altura de la encrucijada (una vez más) y su incapacidad de dialogar devolvió la pelota a nuestro tejado, como si nosotros hubiéramos sido los responsables. Se nota que a nuestros incompetentes políticos les encantan los domingos electorales, cuando ponen la papeleta en la urna, sonríen y el fotógrafo de turno inmortaliza el idílico momento. “Es la fiesta de la democracia”, dicen sin remordimientos. Yo la llamaría más bien “la fiesta del hartazgo”, porque ya estamos hartos de votar para nada. Ingenuos, esperaban que resolviésemos sus problemas y se han encontrado con lo previsible: aún más problemas. Ahora el panorama es más complicado que el anterior, pero ¿quién esperaba lo contrario? La situación es tan ridícula, que nuestros políticos (quién los ha visto y quién los ve) se han afanado en encontrar una solución por la vía rápida, como si nada hubiera pasado antes. Sin aprender de sus errores, o tal vez empujados por ellos a un incierto futuro del que nadie sabe (o quiere saber) nada, con una crisis económica asomando el plumero y una ultraderecha más contenta que unas pascuas. 

Curiosamente el pasado domingo también fue un día electoral en Rumanía. Allí, para elegir al presidente de la República, recurren a dos vueltas. Solo los dos candidatos más votados pasan a la segunda convocatoria, sistema similar al utilizado en Francia. Sin olvidar que las elecciones legislativas del país galo, que permiten elegir a los componentes de la cámara baja, también se sirven de la doble vuelta. Si bien resulta difícil extrapolarlo a España, donde la monarquía parlamentaria impide que elijamos al jefe del Estado, tal vez sea una pista a explorar para evitar el bloqueo político en que nos hemos instalado. Creo que deberíamos aprender de los errores de los últimos meses y revisar un sistema caduco; hacer autocrítica y madurar como democracia. Otro de esos persistentes errores es el voto rogado, que sufrimos todos los residentes en el extranjero. Un complejo método que nos obliga a meter nuestra papeleta dentro de un sobre que introducimos a su vez en otro: uno destinado al consulado, que a su vez envía el segundo a la delegación en cuyo censo figuramos, que debe recibirlo antes de la fecha oficial del recuento. Y utilizando una documentación electoral que solo llega a nuestro domicilio, cuando lo hace, si la solicitamos antes. Eso significa que debemos votar antes incluso de la campaña electoral, sin ver esos debates que dan vergüenza ajena, con trozos de adoquín, falsos gráficos y demás parafernalia inútil.

Como parece difícil que estas reflexiones sean escuchadas algún día por quienes podrían servirse de ellas, no me queda más remedio que recurrir a una viñeta de Mafalda que el azar ha puesto en mis manos esta semana. Una envenenada ironía que conjuga sutilmente la historia de mi vida con la de nuestros apreciados políticos.


domingo, 27 de octubre de 2019

Diez años construyendo lejos

Cuando una obra dura más de diez años, hay que hacerse algunas preguntas. Sobre la complejidad del proyecto, las dificultades encontradas y la pertinencia de las soluciones aportadas. Para confirmar si vale la pena seguir adelante o si debemos cambiar un camino plagado de obstáculos por otro que ofrezca un tranquilo paseo. Para decidir si seguimos jugando y arriesgando o nos plantamos para asegurar lo que ya hemos ganado.

La obra más larga en cuya dirección he podido participar es la del museo de las confluencias de Lyon. Llegué en la recta final, pero la odisea duró siete años, trece si contamos la elaboración del proyecto. Desde el momento en que el estudio de arquitectura Coop Himmelb(l)auganó el concurso internacional, se sucedieron problemas técnicos y económicos que alargaron el final de una obra colosal, a la altura de la inclasificable imagen del edificio. Trabajar en una empresa que supone tal desafío ayuda a ver las cosas de otra manera: a relativizar y a aprender a un ritmo acelerado. 

Por mucho que intente dejar el trabajo a un lado, al llegar a casa me encuentro con una obra de similar dificultad. Se trata de un castillo del siglo XIII, cuya construcción avanza a un ritmo desigual desde hace exactamente diez años. Es una reproducción del llamado “Burg Branzoll”, situado en Chiusa, ciudad del norte de Italia. Al principio los muros se levantaban con rapidez, pues la fascinación por una nueva actividad dirigía mis movimientos. Después aparecieron otras inquietudes y ocupaciones que alargaron el trabajo. Conocí a la que acabó siendo mi mujer y el castillo se convirtió en una ruina sobre la que se acumulaba el polvo. Fue precisamente ella quien me animó a retomar la obra. Y así, gracias a su ayuda, la construcción empezó a acercarse a su forma final. Hasta que llegó mi hijo; el castillo sufrió un nuevo revés y volvió a su privilegiado lugar del salón, desde donde hoy espera, paciente, a que llegue su turno.

Fue un regalo que me hicieron mis amigos del instituto cuando me fui a Francia. Conocían mi gran afición a las maquetas, que me llevó a estudiar arquitectura, y me ofrecieron un pasatiempo para superar esos difíciles momentos en que, lejos de casa, añoramos cuanto no podemos tener a nuestro lado. El regalo no pudo ser más acertado y guardo con mucho cariño el recuerdo de aquella última cena en que me lo dieron, antes de que todo cambiara. Por eso me afané en reorganizar mi maleta para encajar cada uno de los componentes del castillo. Quien me conoce sabe la importancia que le doy a la amistad. Estoy muy orgulloso de mis amigos: nos conocemos desde que éramos unos críos y todos son especiales para mí. Uno de mis grandes miedos en el momento de mi partida fue perder esa amistad. Los estragos de la distancia eran una amenaza considerable y, además, dudaba poder encontrar unos amigos como ellos en Francia. Al final, aquella falsa idea acabó cayendo por su propio peso y, cada vez que vuelvo a mi tierra, ellos siempre están ahí, demostrando que podemos reencontrarnos como si el tiempo no hubiera pasado.

Hace apenas un par de semanas nos volvimos a juntar. Era la boda de Silvia y José. Ahí estábamos todos, menos los anfitriones, en torno a una misma mesa, como en mi cena de despedida, en la que me regalaron la maqueta del castillo. Han pasado diez años y el grupo ha crecido: hay más parejas e incluso niños. Reímos, contamos anécdotas, compartimos momentos de nuestras vidas, recorrimos la mesa con la mirada y encontramos esos invisibles lazos que siempre nos unirán. Tiramos de ellos y recordamos ese instante en que nuestros destinos se cruzaron por primera vez.

Fue un intenso fin de semana en el que poco dormí y que, en vez de agotarme, me dejó una olvidada sensación de plenitud. Diez años después, volví a coger un avión con destino a Francia. Esta vez no tenía un billete de simple ida, sino uno de vuelta. Regresé a Lyon con las maletas llenas de una renovada fe en la amistad, de nuevos recuerdos que se añaden a una extensa lista, de sensaciones recuperadas, de una energía que solo se obtiene en el lugar donde fuimos felices, de momentos que me atan a mi tierra y hacen que nunca olvide de donde vengo. Seguiré echando los dados en un país extranjero, construyendo un castillo ya empezado, pero con la certeza de que nunca perderé todo lo que ya he ganado. 


domingo, 29 de septiembre de 2019

Un verano árabe

En el coche no cabe un bulto más. Maletas y bolsas repletas se agolpan hasta hacer inservible el retrovisor. Sobre la baca, una lona oculta más de lo mismo. Los padres delante, los tres hijos y la abuela detrás completan el monovolumen. Aunque dos mil kilómetros les separan de Argelia, sus rostros no reflejan cansancio alguno. Parecen cegados por una luz que les guía hacia sus orígenes, donde el espejismo creado por una memoria evocadora hace que el desierto sea menos árido de lo que parece. 

Reconozco que antes de vivir en Francia no me había interesado demasiado por la comunidad árabe y poco sabía de ella. Algo difícil de creer para mis amigos franceses, sobre todo para quienes les gusta insinuar que Europa se termina en los Pirineos. Y de poco ayuda ver que las indicaciones de la autovía aparecen en árabe al llegar a la Jonquera, para guiar a quienes cogen el ferry en Alicante. Bromas aparte, en España seguimos arrastrando las consecuencias de un pasado que condiciona ciertos roles sociales. No se trata de mala fe, sino de una forma de relacionarnos transmitida de generación en generación. Y acostumbrados al paisaje existente, nuestra pasividad ha contribuido a perpetuarlo. Poco queda de una ocupación que duró setecientos años, que se dice pronto. Ahora las comunidades árabes se agrupan en barrios bien delimitados y, aunque no siempre es así, suelen realizar trabajos de poca importancia o mal remunerados. Les reservamos las tareas que nadie quiere hacer y, a pesar de ello, muchos se atreven a mirarles mal.

En Francia la situación es distinta y el mestizaje está a la orden del día. Aun cuando también tienen barrios propios, donde abundan cafés y comercios frecuentados solo por árabes fieles a sus tradiciones, y están las conflictivas “banlieues" (afueras), convertidas en caldo de cultivo yihadistaen más de una ocasión. Fuera de esos lugares es fácil ver algún velo por la calle y advertir conversaciones que mezclan francés y árabe sin reparo. La convivencia es pacífica y la explicación la encontramos en el periodo de ocupación francesa del Magreb, en que Argelia incluso llegó a ser un departamento francés. Las mujeres y los hombres árabes desempeñan todo tipo de trabajos y sus impronunciables apellidos se mezclan con los más chovinistas. 

Todos ellos repiten un ritual tan sagrado como cualquier otro: vuelven a su país de origen durante el mes de agosto, si su economía se lo permite y no les obliga a ahorrar hasta el próximo año. Un mes para reencontrar a familia y amigos, para mostrar a hijos y nietos que las historias contadas antes de dormir eran reales. Un mes para convertir en omnipresente la lengua que hablan en círculos cerrados. Un mes para rescatar imágenes, sonidos, sabores y olores que les convirtieron en lo que hoy son. Un mes para recuperar cuanto añoran y hacer más llevadera la lucha diaria lejos del que fue su primer hogar. Un mes para saciar las ganas de volver.

Yo también hago un larga ruta en coche para volver a mi tierra una vez al año. Aunque antes la hacía de un tirón, cuando el cansancio pesa demasiado me veo obligado a parar y dormir a medio camino. Una vez paré en un hotel de carretera y les volví a ver. Eran las once de la noche y, sobre los asientos del monovolumen aparcado en la gasolinera, toda la familia dormía. Cuando pasé a su lado, eché un rápido vistazo y los ojos protectores del padre se abrieron para analizar el peligro, como una alarma bien calibrada. No era la única familia árabe que dormía en el aparcamiento. Cuando al día siguiente retomé el camino, el lugar estaba vacío. Habían partido tras el primer rezo de la mañana. Pensé en ellos antes de arrancar el coche. En su coraje y en su capacidad de resistencia, de defender sus orígenes pase lo que pase. Les volví a ver en la autovía y les adelanté decenas de veces. Y cuando llegué a mi destino, ellos seguían su ruta, incansables. Guardianes de una cultura que sobrevivirá a pesar de cualquier traba.

domingo, 25 de agosto de 2019

España Global (Marca España II)

En el juego de las verdades a medias es fácil participar. Solo hace falta cierto conocimiento de la realidad y algo de picaresca disimulada, para que no se vea el plumero. Añadimos un envoltorio atractivo, un título que enganche y ya está: nuestra posverdad está lista para convertirse en un virus de incontrolados efectos. 

En la época en que vivimos se ha vuelto demasiado difícil distinguir la realidad de un decorado inventado. Entre esas manipulaciones, una hace que me piten los oídos de forma insoportable. Se llama Marca España, rebautizada España Global por el último gobierno. Pensaba que esa artificiosa imagen de nuestro país sería suprimida con el cambio de ejecutivo, pero solo se le ha dado un lavado de cara para que suene más moderna y adaptada a nuestros tiempos. Que no nos engañen: aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Quienes vivimos en el extranjero sufrimos esta lacra, transformada en un anuncio que aparece todas las noches en TVE internacional, después del telediario. Empieza con la lectura de una cita del Quijote en un teatro, tras la cual se levantan distintos espectadores para enumerar con orgullo cualidades de nuestro país, con un fondo de música in crescendo(castañuelas incluidas). Todo muy bonito, como siempre ocurre con las verdades a medias, hechas a la medida de quien las necesita. Las facultades citadas han sido cuidadosamente elegidas y nos llevan a preguntarnos por qué unas y no otras, o si son completamente ciertas. 

Acostumbrado a los arrebatos patrióticos de la Marca España, no presté demasiada atención al anuncio y fue mi mujer, que no es española, quien me hizo remarcar una de las máximas que se citaban: « en el mundo solo hay diecinueve democracias plenas y somos una de ellas ». Me preguntó qué era eso de una democracia plena. Buena pregunta, pues si la Unión Europea se compone de veintiocho países, cuesta imaginar que no fueran democráticos todos. Pues bien, el “índice de democracia” es una clasificación creada por el medio inglés The Economisten la que se puntúa la calidad de la democracia de cada nación y cuya última publicación sitúa a España en la decimonovena plaza. Si bien es motivo de alegría, no quiere decir que solo haya diecinueve países realmente democráticos en el mundo. La lista consta de cuatro grupos: democracias plenas, democracias imperfectas, regímenes híbridos y regímenes autoritarios. Para estar en el primero hay que tener una nota mayor de ocho, obtenida solo por veinte naciones. En el anuncio no se dice la posición de España en el ranking, lo que nos devuelve al terreno de las verdades a medias. Decir que ocupamos el puesto diecinueve de veinte no parece que motive mucho, así que la frase se formula de otra manera, se hace referencia a una clasificación que nadie conoce y todos contentos. Porque la publicidad pretende motivar a los expatriados para que nos convirtamos en embajadores de España. Es decir, para que hablemos maravillas del país que nos obligó a abandonarlo y poco hace para que volvamos. 

Pero, ¿adónde nos lleva todo esto? En un mundo plagado de etiquetas, de hashtagsque quieren reducirnos a un simple sustantivo, de grupos cuya sola existencia es motivo de enfrentamiento, me sorprende que, en vez de luchar por eliminar este tipo de clasificaciones reduccionistas, nos hundamos hasta el fondo en esta pelea en el barro. No olvidemos que el ilusorio objetivo de España Global es mejorar nuestra imagen en el extranjero: decir a quienes nos miran por encima del hombro que somos mejores que ellos… en otras cosas que desconocen que existen. Por eso no entiendo que el anuncio esté en español y no aparezcan subtítulos en otro idioma. Así que me pregunto para qué sirven estas campañas y por qué se gasta tanto dinero público en ellas. Me pregunto por qué no hacemos del diálogo (el que nos permitiría tener un gobierno) una cualidad que exportar en el próximo anuncio. Tal vez porque somos una “democracia plena”: a nuestros dirigentes les encanta convocarnos a elecciones y trasladarnos los problemas que son incapaces de resolver.   

domingo, 30 de junio de 2019

Trampas low cost

La tela se teje de forma inexorable. Cada nuevo hilo cuenta, cada nueva puntada asegura la resistencia del conjunto. La araña vuelve a rodear el centro, convencida de la eficacia de sus gestos. Y tras acabar una geometría perfecta, se pregunta si servirá algún día para algo o si la muerte llegará antes de que todo cobre el sentido deseado. Por pequeñas que sean, nuestras decisiones tejen una personal tela de araña que atrae todo aquello con lo que soñamos. No hay que subestimar nunca el poder de una elección, porque si dejamos que otros elijan por nosotros, quedamos atrapados en una trampa creada por quienes se enriquecen ejerciendo un control invisible.

Empezamos a utilizar el término “low cost” cuando aparecieron las compañías aéreas que proponían precios imbatibles. Nos permitieron viajar más, pero acabaron condicionando las fechas de nuestras vacaciones y hasta su lugar. La tiranía de lo barato es tal, que deforma los precios descaradamente. Con tal de ofrecer la mayor ganga, ponen en opción aquellas cosas que acaban siendo obligatorias y cualquier excusa (el tipo de tarjeta de crédito, el asiento, la forma en que nos trate la azafata o el azafato de turno...) aumenta el precio final. Quienes vivimos en el extranjero sabemos bien de qué va el juego. Las fechas de nuestras vacaciones son decididas por motores de búsqueda que comparan cientos de compañías aéreas. Y cuando queremos osar y decidir nosotros, debemos ahorrar durante todo el año, porque cada vez que hay una fecha señalada en el horizonte (navidades, festivos, puentes…) los precios suben como la espuma y de poco vale comprar los billetes con antelación.

Antes de los aviones low costestaban las marcas blancas, a nuestro alcance en cualquier estantería de supermercado, que, al igual que los vuelos baratos, se han multiplicado con los años. Todo producto tiene su equivalente de bajo precio, que a pesar de hacernos dudar de su calidad, nos acaba encandilando. Como las marcas de ropa que deslocalizan su producción en países pobres. Se trata de un medio de control más, como cualquier otro: saben que los productos más baratos serán comprados por la inmensa mayoría y son una puerta de entrada segura a millones de hogares. Pensamos que podemos elegir, que somos libres porque tenemos la posibilidad de escoger, pero al final acabamos esclavizados por lo más barato. Las empresas saben que poco importa lo que metan en sus artículos e incluso juegan con ese factor: serán comprados porque su precio será imbatible.

Pero también podemos consumir de forma responsable, asumiendo que cada decisión tomada es importante. Comercio justo o ético, alimentos ecológicos, productores locales... Si bien hay muchas opciones, todas tienen un precio. Cuando esa decisión nos importa, hacemos lo posible para que las cuentas salgan a fin de mes: ciertos sacrificios compensan y permiten encontrar el necesario equilibrio. Aun así, esta posibilidad no está al alcance de todos, porque cuando el cinturón ya está apretado por culpa de infravalorados salarios, acabamos pasando demasiado tiempo frente a la estantería del súper hasta dar con el producto que nos permita estirar un poco más el presupuesto, pagar facturas o, simplemente, uno de esos pequeños placeres que se dejan pronto de lado cuando no hay más remedio. Y yo me pregunto por qué es tan difícil hacer las cosas con cabeza y utilizar un denostado sentido común. ¿Por qué los productos que vienen de un consumo responsable no reciben más ayudas? ¿Por qué no se incentiva la vía más coherente? Porque hay demasiados intereses en juego: los de quienes se benefician de este sistema, los de quienes prefieren tener controlada a una población que no piensa por sí misma, como la araña se sirve de invisibles hilos para inmovilizar a sus víctimas. Pero nosotros tenemos la última palabra, la que deja espacio a la esperanza. Elegir es tener poder. Que nadie nos lo quite.

domingo, 26 de mayo de 2019

Una de madres, padres e hijos

A veces celebramos que sin ciertas cosas la vida sería imposible. Suele ser una vez al año, obligados por una sociedad cada vez más consumista, ávida de ritos con que esclavizar a la creciente población. Si bien hoy toca felicitar a las madres, conviene refrescar unos cuantos principios antes de regalar lo que se tercie. 

No, no me he equivocado de fecha, pues en Francia el día de la madre se celebra el último domingo del mes de mayo. Es el momento en que pensamos en ellas y en su siempre infravalorada labor. Incluso la sociedad actual, que se acerca a grandes pasos a la igualdad, sigue ejerciendo una enorme presión sobre ellas, que hacen frente a las mismas exigencias laborales que sus compañeros masculinos, pero sin descuidar sus obligaciones como madres. Cuando se trata de los padres la presión es menor, porque, aunque hayamos cambiado, todavía arrastramos un modelo de familia tradicional. La verdadera igualdad no llegará hasta que los padres no asumamos todas nuestras responsabilidades y carguemos con la mitad del peso de la familia. 

Yo he afrontado el reto y reconozco que no es fácil, pues supone entrar en un mundo habitualmente femenino. Cuando voy a recoger a mi hijo, tanto antes en la guardería como ahora en el colegio, suelo estar rodeado de madres. Cuando busco ayuda en publicaciones de puericultura, descubro que la mayoría está dirigida a mujeres. Y si echamos mano a libros más antiguos, vemos que asignan a la mujer el cuidado exclusivo de los hijos, hasta que llegan a cierta edad. Los padres parecemos relegados a un segundo plano en el caso de la educación de los niños, y cuando intentamos equilibrar la balanza nos encontramos muy solos, con la cabeza llena de dudas, sobre todo cuando vivimos en el extranjero y no tenemos familiares cerca. Y es que la educación secundaria debería incluir una asignatura obligatoria que nos preparara a afrontar el reto de criar a un niño (o una niña) con solvencia. Resulta sorprendente que no recibamos formación alguna para uno de los trabajos más importantes que vayamos a desempeñar en nuestra vida. Y así nos va, dejando a los críos bajo el cuidado del todopoderoso internet, quejándonos cuando vemos que carecen de todo tipo de valores o educación. 

Y para darle la vuelta a la tortilla, me gustaría recordar que sin hijos no habría madres. Es decir, que sin políticas que incentiven la natalidad, el número de madres seguirá disminuyendo. La ausencia de ayudas estatales, los contratos precarios, la inestabilidad laboral y la pérdida de poder adquisitivo hace que nos lo pensemos más de una vez antes de traer un niño al mundo. De este modo, países como España e Italia sustentan las peores tasas de natalidad de Europa. Y encabezando la lista se encuentran Irlanda, Suecia, Reino Unido y Francia. En el país galo contamos con numerosas ayudas, que van desde los mil euros en el nacimiento hasta una mensualidad que se recibe durante toda la infancia del niño, adaptada al poder adquisitivo de cada familia. De momento España ha dado un gran paso con la prolongación de la baja por paternidad, pero el camino para evitar el crecimiento negativo sigue siendo largo. 

No es fácil ser madre, o padre, pero si dejáramos de intentar algo por el simple hecho de ser difícil, nunca haríamos nada. Se trata, en definitiva, de usar más el sentido común, no solo en la creación de nuevas políticas familiares, sino en las decisiones que tomamos en nuestro día a día. No hay que esperar a que los astros se alineen y nos encontremos con la mejor situación posible. Basta con que cambiemos nosotros, con que tomemos la iniciativa y hagamos caso a nuestro instinto, convencidos de nuestras capacidades. Y entonces veremos que esas condiciones perfectas que pensábamos inalcanzables (la utópica igualdad o las necesarias ayudas) acaban tomando forma, rendidas ante el peso de nuestro propio esfuerzo.

domingo, 28 de abril de 2019

Decepciones anticipadas

Si damos la espalda a cuanto nos decepciona, no es el resultado de una acción premeditada a modo de castigo, sino la consecuencia de un gesto natural. Nuestra mente, aconsejada por su instinto, pasa a otra cosa. En mi caso reconozco que el olvido ha sido intencionado. Hace tiempo que no hablo de política, pero ha llegado el momento de abordar lo que, en este día de elecciones anticipadas, parece ineludible. 

Cuando era pequeño veía cómo mi padre seguía lo que dirigentes de uno y otro partido decían en el telediario o debate de turno, mientras yo encontraba todos los discursos vacíos de sentido: cada político se limitaba a criticar a su oponente y cuanto hacía, por el simple hecho de pertenecer al bando contrario. Siguiendo una lógica infantil, resultado de aplicar un denostado sentido común, yo rebatía a mi padre para recordar que las cosas no son negras o blancas, que todo lo que hace un gobierno, o una oposición, no puede ser malo por definición. Siempre hay matices: buenas, regulares y malas decisiones. Pero los discursos políticos destruían toda acción del prójimo y ensalzaban toda iniciativa propia. Por aquella época, un simple “cuando seas mayor lo entenderás” servía para zanjar cualquier discusión incómoda. 

Cuando tuve edad para votar, aún descontento con el panorama político, pero consciente del gran privilegio que supone meter un papel en una urna, decidí desoír los consejos de mi padre y votar en blanco. Si no tenemos una democracia perfecta, hay que engrasar la maquinaria hasta que funcione como es debido. La lectura de libros como “Ensayo sobre la lucidez”, del gran Saramago, me animó a seguir explorando aquella vía, alimentada por la indiferencia hacia un sistema bipartidista.

Una vez en Francia vi que mi decepción, compartida por la mayoría, no era expresada del mismo modo. Mis amigos franceses argumentaban que es más eficaz votar a un partido que hacerlo en blanco. Incluso si no estamos de acuerdo con ciertas ideas, un voto puede servir de castigo hacia la mala gestión de un gobierno. Recordemos que el sistema francés cuenta con una segunda vuelta en la que se debe elegir entre dos candidatos y muchos tienen que votar a quien realmente no apoyan para evitar que salga elegido quien resultaría aún peor para los intereses del país. 

En ese contexto, convencido por mis colegas franceses, decidí dar color a mi voto y contribuir a que el bipartidismo desapareciera. Si bien el panorama político español se volvió más esperanzador que el francés, la euforia fue enfriada por unas elecciones fallidas y una sorprendente incapacidad de dialogar: se dio muchas vueltas para volver a la penosa situación de antes. Si en los últimos meses el paisaje electoral se ha fragmentado aún más, la posibilidad de encontrar acuerdos viables de gobierno se ha desvanecido de forma proporcional. Los discursos se han empobrecido y vuelvo a tener la misma sensación de aquel chiquillo que miraba la televisión junto a su padre. Los actuales líderes se dedican a criticar exclusivamente a sus adversarios, el debate se polariza y no hay propuestas convincentes que piensen en el bien común. 

Y, casualidades de la vida (o no), en un momento en que volvería a votar en blanco, no podré meter mi papel en una urna. La complejidad del voto rogado, del que dependemos los integrantes del CERA (Censo Electoral de los Residentes Ausentes), ha sido una nueva barrera. Como si fuéramos ciudadanos de segunda. Es cierto que no pisamos el mismo suelo, pero participar en la construcción de nuestro país tal vez sea el penúltimo hilo (más allá de familiares y amigos) que nos une a él. Esta situación ahonda en nuestro desarraigo. Si nuestro país de origen nos pone trabas para votar y el de acogida nos niega el derecho al voto sin poseer la nacionalidad, nos sentimos perdidos en el limbo al que nos arrastra el rechazo. Apátridas en tierra hostil que solo quieren tirar los dados con su propia mano. Para ver qué sale. 

domingo, 3 de marzo de 2019

Buenos deseos

Todo empieza siempre con buenos deseos. Cuanto emprendemos, ya sea una actividad, un trabajo, unas vacaciones…, debe comenzar bien y acabar de la misma manera. Queremos que todo suceda lo mejor posible, que el camino no tenga baches y que nada nos impida lograr nuestros objetivos. Y tiene sentido, porque no vale la pena empezar algo si no estamos convencidos de que acabaremos con éxito. Luego la realidad se encargará de demostrar si estábamos en lo cierto, de comprobar si nuestras aptitudes eran las necesarias y de poner las cosas en su debido sitio.

Es algo recurrente en año nuevo, como un reflejo que repetimos de forma instintiva, no sabemos si movidos por un verdadero sentimiento de empatía o por la simple reiteración de una convención social de obligado uso. Deseamos un feliz año a quien está junto a nosotros, pero también a quien se encuentra al otro lado de un teléfono o de una pantalla, a quien vemos de forma ocasional o a quien cuya vida nos importa lo más mínimo. 

En Francia, donde la educación y las buenas formas llegan a límites insospechados, este hábito roza con demasiada frecuencia lo obsceno. Más allá de los primeros días o semanas, se puede felicitar el año hasta finales de enero. Si durante esas fechas nos encontramos con alguien a quien no vemos desde el año pasado, ya sabemos cómo debemos empezar la conversación. Pero si soltar un “feliz año” a bocajarro durante las dos primeras semanas es lo más normal del mundo, su uso en la segunda quincena se vuelve cada vez más raro. Salvo en el ámbito laboral, donde la imagen que aparentamos importa demasiado y muchas aberraciones están permitidas. Así, todos los emails empiezan con artificiosas construcciones que desean lo mejor (e incluso más) a su lector. Poco importa lo que venga después, si escribimos a compañeros que aborrecemos o si ponemos a caldo al destinatario por incompetente, dando lugar a cómicos contrastes. Las fórmulas de cortesía son infinitas en la lengua francesa, donde nada es lo suficientemente cursi, y ponen en evidencia una hipocresía subyacente en cada palabra de forzada condescendencia. 

También está la costumbre de los “vœux” (deseos). Se trata de las típicas tarjetas que se envían por correo para felicitar el año (aunque los emailsya son mayoritarios) y los destinatarios son antiguos y futuros clientes. Suponen un pretexto para decir “estoy aquí, acuérdate de mí porque yo he pensado en ti”. También se les llama “vœux” a unas ceremonias que organizan todos los ayuntamientos galos. En ellas, el alcalde de turno prepara un discurso en que habla de los principales logros del ejercicio anterior y de los que depara el nuevo año, seguido por un cóctel o “vin de l’amitié” (vino de la amistad), donde todos los vecinos intercambian opiniones con una copa en la mano. Y cada vez más empresas comparten este hábito, prolongación de las cenas navideñas, en donde desean un productivo año a sus empleados y clientes, ofrecen una fiesta más o menos suntuosa y demuestran de lo que son capaces.

Ni que decir tiene que yo también me he visto atrapado en esta ineludible red de apariencias. Yo también he empezado mis emailscon la frase “antes de nada…” y yo también he enviado los obligados vœux, aunque, eso sí, utilizando frases originales que ofrezcan una alternativa a las manidas palabras ñoñas. Ya sé que acabamos de empezar el mes de marzo y todo esto queda un poco lejos, pero nunca lo había mencionado en este blog y me apetecía comentarlo. Además, quería desear a todos mis lectores que este año 2019, simplemente, pase. Para bien o para mal. Deseo que nos reencontremos dentro de un año en esta página, tal y como somos. No deseo salud, amor, dinero o éxito profesional. Deseo simplemente que no perdamos las ganas de hacer lo que quiera que hagamos. Porque de poco sirve ser afortunados si no valoramos lo que tenemos o nos faltan ganas para disfrutarlo.