Hay cosas que no se pueden hacer a
cualquier precio, por mucho que las deseemos o creamos que son buenas
para nosotros. Ciertas decisiones necesitan ser bien meditadas,
porque un paso en falso puede traer consecuencias difíciles de
asumir. Todo expatriado se pregunta alguna vez si volverá a vivir en
la tierra donde nació, pero forzar las cosas para que la balanza se
incline del lado que preferimos nunca es una buena respuesta. A veces
la mejor resolución es esperar y dejar que el tiempo se convierta en
el aliado imbatible que nos guiará en la próxima encrucijada.
Hace unos años, una familia española
emigró a Alemania. Un matrimonio y su hija se fueron en busca de
oportunidades, trabajo y dignidad. Lo encontraron todo. La pareja se
puso a trabajar en un restaurante, prosperó y construyó un futuro
para su hija. Estaban bien integrados y llevaban una vida correcta,
pero el éxito no les quitó de la cabeza una idea que les acompañó
desde que dejaron su país. Vivían sin lujos y ahorraban todo lo que
podían para hacer realidad ese sueño. Tenían una inquebrantable
confianza en el futuro, el que resuelve todos los problemas del
presente.
Un buen día rompieron la hucha y
volvieron a su tierra. Apoyaron su decisión con una organización
seria y metódica. Les llevó muchos años, pero al fin reunieron el
dinero suficiente para comprarse una casa en el pueblo que les vio
nacer. Como sabían que España seguía estancada en una crisis de
difícil solución, crearon su propio trabajo: compraron un local y
abrieron un restaurante. Él estaba en la cocina y ella servía;
hasta su hija les echaba una mano. Tampoco aquella decisión fue
improvisada: cuidaron al máximo cada detalle, eligiendo una
decoración moderna y una cocina creativa. Utilizaron todos los
medios a su alcance para poner la suerte de su lado.
A pesar de la ilusión y las buenas
intenciones, el restaurante nunca se llenó. La comida y el servicio
eran de calidad, pero a veces la vida es demasiado caprichosa. No
consiguieron abrirse un hueco en una cerrada clientela que parecía
tener unos hábitos bien establecidos. Cerraron el local. Se habían
equivocado, pero eran unos trabajadores incansables y conocían la
solución que les sacaría de aquel callejón sin salida. Por mucho
que les dolió, vendieron su local y su flamante casa, volvieron a
Alemania y recuperaron su antiguo trabajo. Y allí siguen, ahorrando
religiosamente, esperando el día en que la ocasión definitiva se
les presente.
La historia es real, aunque menos
conocida que la de Ángel, el finalista de Masterchef del año
pasado. Emigró a Londres para hacer realidad su sueño de ser chef,
pero acabó trabajando como friegaplatos. Frustrado y sin posibilidad
de evolucionar, cambió aquel sueño por el de volver a su añorada
tierra. Sin embargo, no podía hacerlo con una mano delante y otra
detrás: su orgullo quería demostrar que su aventura había valido
la pena. Quería volver por la puerta grande. Desde el principio del
concurso su historia me resultó simpática. Me sentí identificado,
al menos en parte. Además, conozco a muchos como él y sé de qué
pasta están hechos. Son luchadores que no se rinden ante nada, de
convicciones poderosas que les guían de forma ciega. Sabía que su
actitud le llevaría lejos, y así fue. La victoria habría sido la
guinda del pastel, pero acabó como un digno finalista. Su evolución
fue flagrante y se ganó a pulso el reconocimiento público. Su sueño
se hizo al fin realidad y volvió por la puerta grande.
Estas historias (y muchas otras) vienen
a confirmar lo que ya he denunciado en más de una ocasión en este
blog. El regreso de los expatriados conlleva un salto al vacío más
importante que el ya dado cuando dejaron su país. Aun intentando
ahorrar, un salario modesto no puede llenar un colchón capaz de
amortiguar tal caída. Una vuelta generalizada no será posible sin
una intervención del Estado, sin una ayuda que garantice la
seguridad que todo hogar debe aportar. Queremos volver a casa, no a
un mundo más hostil que el conocido en el extranjero. Sin el
necesario apoyo, el regreso se convierte en un paso casi temerario,
que puede ser en falso. Hace falta un golpe de suerte, un empujón
ajeno a nosotros mismos, una mano tendida al otro lado del abismo.
Hay una frase que ilustra muy bien esta idea. La escuché en un
anuncio de lotería en donde una pareja de emigrantes mira su décimo
con ilusión. Suspiran, sonríen y dicen: "si nos toca,
volvemos". ¿Y si no nos toca?