Viene de un mundo tan lejano, que
ninguna palabra podría describirlo. Un país que sólo acepta a
visitantes mudos, que transporten una parte de su magia sin desvelar
sus secretos. Cuando Sara la vio aparecer sobre la cinta
transportadora del aeropuerto, supo que su maleta venía de un lugar
que ella nunca había pisado. Permaneció ensimismada unos minutos,
como si aquella caja de tela ya no le perteneciera, y una vez en sus
manos, tuvo la sensación de coger el equipaje de un desconocido.
No sabía por qué la había elegido
entre su amplia colección de maletas. Era la primera de todas, la
que cerró hace más de cinco años antes de ir a trabajar a otro
continente. Cada viaje la había desgastado un poco más. Un rasguño
primero, una rueda menos después. Ahora apenas se tenía de pie sin
cogerla del asa, que siempre se atascaba antes de extenderla. Sara
vivía tan lejos, que sólo la necesitaba una vez al año, cuando
volvía a casa por Navidad, y se resistía a deshacerse de ella.
Venía del país que tanto añoraba y le recordaba el vértigo que
sintió antes de su partida.
La había llenado con regalos para
familiares y amigos, recuerdos de ese lugar tan exótico en donde
vivía. Eran simples objetos con los que pretendía llenar el vacío
que su ausencia había dejado. Los había dispuesto con cuidado,
dejando los más frágiles entre las pocas prendas de invierno que
llevaba. Confiaba en usar la ropa que le quedaba en casa de sus
padres. Era su manera de encontrar el espacio que pedían los
paquetes que con esmero había envuelto. Dentro de dos semanas
volvería a llenar esa maleta, pero con todo aquello que le hablara
del país que sólo pisa durante unos días al año.
Sara necesitaba coger dos aviones para
volver a su tierra natal. Cuando al fin llegó a su destino, el
veintitrés de diciembre, esperó en vano a que su equipaje
apareciera en la cinta transportadora. Reclamó. Le dijeron que su
maleta estaba en el aeropuerto donde había hecho escala y llegaría
en el próximo vuelo. Querían enviarla a su casa al día siguiente,
pero Sara se resistía a reencontrar a su familia con las manos
vacías. No podía abandonar su preciada maleta. Tal vez fue el
cansancio del viaje lo que nubló su juicio y habló por ella, pero
decidió pasar aquella noche en el aeropuerto para esperar la llegada
de su equipaje. Llamó a sus padres y les anunció que su vuelo se
había retrasado, pero confiaba en estar en la cena de Nochebuena. Se
acomodó entre dos asientos, cerró los ojos y soñó con esos
regalos que con tanto cariño había elegido, con las personas a las
que iban dirigidos. Tenía demasiadas ganas de iluminar sus caras con
la alegría de los reencuentros sinceros.
Cuando al día siguiente recuperó su
querida maleta, la miró con recelo. ¿Dónde había estado durante
el tiempo en que se habían separado? Traía consigo una energía que
Sara no reconocía, una fuerza invisible que le empujaría a su hacer
algo que nunca habría imaginado. Esa extraña sensación le acompañó
mientras se dirigía en taxi hacia la casa de sus padres. Pasó junto
a los humildes barrios del extrarradio, que habían sufrido las
peores consecuencias de una dura crisis económica. Los habitantes de
aquellos bloques habían tenido menos suerte que ella, no habían
podido pagar el alto precio de un vuelo de ida y, lejos de escapar de
aquella difícil realidad, la habían afrontado como habían podido.
Tenían menos dinero que nunca y llevaban horas sin salir de la
cocina para sustituir con esfuerzo lo que ya no podían comprar.
En la tarde de aquel veinticuatro de
diciembre, Sara pidió al taxista que parara ante uno de esos grises
edificios. Cogió su maleta, subió por las escaleras y dejó un
regalo frente a cada puerta. Aunque le costaba desprenderse de sus
pertenencias, sabía que aquella decisión no dependía de ella.
Cuando sus padres le preguntaran qué había pasado con su equipaje,
ella diría que se había perdido en el aeropuerto donde hizo escala
y que esperaba noticias de la compañía aérea. Su familia y amigos
no necesitaban aquellos regalos. Sólo querían verla de nuevo,
tocarla y abrazarla: sentir que seguía viva y era algo más que una
fría imagen en una pantalla. Las familias de los suburbios
necesitaban, en cambio, un pequeño empujón. Que lo inesperado les
mostrara la luz que se esconde tras la oscuridad. Siguió colocando
cada regado hasta dejar sólo su ropa de invierno en la maleta.
Entonces la cerró y la dejó ante la última puerta del bloque. No
sabía quién sería su próximo dueño, pero sólo deseaba que esa
caja de tela pudiera conducirle a aquel mágico lugar en donde había
estado durante apenas unas horas. Donde cualquier cosa es posible y,
a pesar de un difícil presente, siempre se puede extender un asa de
plástico y arrastrar una maleta llena de sueños e ilusiones.
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