domingo, 31 de octubre de 2021

Una habitación doce años vacía

 Quien se va, olvida el vacío que deja atrás. Porque no lo ve. Porque obvia que su propia presencia es importante. Porque, sin saberlo, es responsable de mantener un invisible equilibrio, alterado por su ausencia, que solo perciben quienes se quedan.

 

El tiempo pasa y la visión de esos espacios huérfanos puede resultar insoportable, pues nos recuerdan demasiado a quienes los habitaron. Hay quienes los conservan tal y como se dejaron, cual auténticos museos que invocan el alma de sus dueños, a los que podríamos imaginar entrando por la puerta, de un momento a otro. También hay quienes los transforman para evitar ese sentimiento de aflicción que surge al pasar ante la habitación vacía. Para que la ausencia se haga más llevadera, pero, sobre todo, para permitir que la vida siga su curso, cerrando un ciclo y empezando otro, comprendiendo que todo cambia en este mundo.

 

En mi caso, la habitación que dejé cuando cambié de país sigue exactamente igual, doce años después. Como si el tiempo se hubiera detenido en el momento de cerrar las maletas. Cada vez que vuelvo allí, me reencuentro con quien fui antes de partir. Como quien se observa en una foto de niño y piensa que se trata de una persona distinta. Y, juntos, recuperamos recuerdos aletargados, esos que cuesta desenterrar cada vez más.

 

Como viene siendo habitual, dedico un artículo al año a celebrar el paso del tiempo. A hacer balance y contar los años que llevo viviendo en el extranjero. A cerrar los ojos y volver a esa habitación vacía. Puede parecer un acto nostálgico y quien me lea por primera vez puede pensar que vivo en un continuo recuerdo del pasado, pero lo cierto es que la melancolía se queda en este blog. Para mí, escribir esta página es un acto de liberación y un ejercicio de salud mental, con el que, además, se siente identificada mucha gente. Porque cuando recordamos, nos sorprendemos a menudo sonriendo: cierta anécdota nos lleva a otra y nos saca del agujero de la nostalgia. Y acabamos con la gratificante sensación de valorar lo ya vivido. Hay que luchar cada día para mantener el pasado a raya, para darle la importancia que merece, ni más, ni menos; para aprender de la experiencia, sin olvidar que lo mejor siempre está por llegar. La existencia de ese pasado nos debe ayudar a confiar en el futuro. A contar con la certeza de poder resolver cualquier problema, o al menos relativizar su importancia, y de crear nuevas anécdotas que sucederán a las antiguas.

 

En el caso de un emigrante, el futuro pasa por una adaptación cada vez mayor al entorno. Pero por más tiempo que pasemos en otro país, nunca dejaremos de ser extranjeros. Aunque dominemos la lengua local u obtengamos la nacionalidad. Y no es algo malo, sino todo lo contrario, porque el hecho de ser extranjeros nos distingue de nuestros conciudadanos y nos aporta una valiosa ventaja: una mirada distinta. Una mirada que relativiza lo que sucede a su alrededor. Los cambios políticos o legislativos, las adversidades locales… nos afectan menos, porque comparamos esas dificultades con las que forman parte de nuestro propio bagaje o con lo que sucede, o ha sucedido, en nuestro país. Porque siempre tenemos la vista puesta en esa habitación que lleva tantos años vacía.

 

Y cuando todo se tuerce o un imprevisto nos obliga a cambiar de vida, los extranjeros estamos mejor preparados. Ya tenemos las maletas preparadas mentalmente para cuando se presente la ocasión de utilizarlas. O sabemos cómo hacerlas en el menor tiempo posible, listos para salvarnos cuando el volcán de turno (siempre hay uno cerca) entre en erupción. Ya las hicimos una vez y no nos da miedo volver a hacerlas. Nos ahorramos la duda, la incomprensión y la tristeza que siente quien nunca ha dejado su lugar de origen, quien se ha acostumbrado demasiado al mismo paisaje y no concibe vivir en otro sitio.

 

En definitiva, todo tiene sus ventajas y sus inconvenientes. La línea que divide lo bueno y lo malo es difusa e incluso inexistente en muchos casos, porque vivimos en una red tejida por los matices. Cualquier lugar es perfecto para vivir. Ya sea una habitación que lleve doce años vacía u otra a mil doscientos kilómetros de distancia.