domingo, 27 de noviembre de 2016

Ayudar a soñar

Sus arrugadas manos sostienen una bandeja de mimbre llena de golosinas. Su gran sonrisa ilumina un rostro que más de setenta años se han encargado de esculpir. Una tira atada a la bandeja rodea su cuello y le ayuda a mantener su contenido horizontal mientras camina entre las filas de asientos rojos, gritando lo que puede ofrecer. Al otro lado de la gran sala, otra mujer de su misma edad hace lo propio con un importante cargamento de helados. Sus figuras se recortan sobre la gran pantalla blanca y hacen crujir el antiguo parqué bajo sus pies. Observo, divertido, el entrañable espectáculo y doy gracias al azar por haberme mostrado un mágico lugar donde el tiempo se detuvo hace más de ochenta años. Estoy en un auténtico cine de barrio y la película va a empezar.

Se llama "Cinéma Bellecombe", recibe el nombre de la iglesia de Lyon junto a la que se encuentra, pero bien podría llamarse "Cinema Paradiso", pues no tiene nada que envidiar a la sala de la mítica película de Giuseppe Tornatore. Aunque sigue perteneciendo a la iglesia, una asociación de ancianos se encarga de darle vida cada miércoles tarde y fin de semana. La cartelera no es variada, pero los precios son atractivos. Hay una única sala y dos películas cada semana, que llegan cuando ya han dejado de proyectarse en los cines convencionales. La asociación se guarda el derecho de elegirlas, por lo que sólo veremos títulos para toda familia, con poca violencia, muchas comedias, producción nacional y algún que otro clásico de la historia del cine. Los éxitos de la temporada también pasarán por esta atípica sala donde la calurosa acogida de su personal hará que nos sintamos como en casa. El geométrico estilo art déco nos hará viajar en el tiempo hasta reencontrar el modesto teatro que en los años treinta fue reconvertido en cine. A pesar de las vetustas butacas de las primeras filas, de las que se acordará nuestra espalda tras dos horas de inmovilidad, el sonido es impecable y la calidad de la imagen delata la presencia de un proyector digital. Todos los ingredientes para ayudarnos a soñar y dejar volar nuestra imaginación en la cómplice oscuridad.

Éste es mi cine de barrio, el que está al lado de mi casa, pero no es el único en Francia y esa es la moraleja de esta historia. También están los cines de arte y ensayo, más numerosos, que proyectan películas imposibles de ver en los círculos comerciales. Allí encontraremos los filmes premiados en conocidos festivales o los más destacados de cualquier país del mundo, que veremos en versión original subtitulada. Porque, por bueno que sea el doblaje, es imposible sustituir las respiraciones, pausas y entonaciones de los actores. Además, estos cines suelen organizar retrospectivas sobre un director determinado, proyecciones en presencia de actores y director, debates animados por críticos, cortometrajes, cursos, talleres... Pequeños detalles que dignifican al cine, tratándolo como un arte más y no como un objeto que consumir según modas o gustos de productoras.

Descubrí este tipo de cines cuando llegué a Dijon, donde contaba con dos (El Dorado y Devosge) cerca de mi casa. Tras la gala de los Goya, siempre estaban las películas premiadas, como después de cada festival de Cannes o de Berlín. Había ciclos interesantes y la posibilidad de ver en versión original las mejores películas de los círculos comerciales. Lejos de lo que pueda pensarse, estos cines no son pequeños o cochambrosos, sino que tienen todas las comodidades imaginables y, además, son más baratos que los convencionales. Cuando dejé la capital de la mostaza, pensé que los echaría de menos, pero en Lyon no he tenido razones para quejarme: hay muchos más cines de arte y ensayo. Fue en esta ciudad donde los hermanos Lumière inventaron el cinematógrafo y el Institut Lumière se ha encargado de reformar muchas salas, con una programación muy interesante.

En España la realidad es bien distinta, pues siempre que comparemos la política cultural de nuestro país con la de Francia, saldremos muy mal parados. Siguiendo con ejemplos que conozco de cerca, diré que en Murcia el panorama es más que desolador: en el centro sólo quedan tres salas apenas rentables, acosadas por los enormes multicines de los centros comerciales, donde ver una película pasa a ser un acto consumista más. La única esperanza es la Filmoteca Regional, aunque la programación sea menos actual y animada que en los cines franceses. Recuerdo con cariño cuando mi padre me hablaba de los desaparecidos cines de arte y ensayo de los años setenta, cuando el cine representaba un útil instrumento que ayudaba a soñar y ver el mundo con otros ojos.

domingo, 20 de noviembre de 2016

Y ahora, ¿qué?

A veces tengo la extraña impresión de que todo sigue igual. Y digo extraña porque la naturaleza se esfuerza en mostrarnos cada día que todo cambia. La estabilidad es un concepto relativo que utilizan quienes no toman la distancia suficiente ante un determinado acontecimiento, se empeñan en mirar las cosas de forma parcial y reconocen un fragmento de realidad como el único existente. Hemos cambiado de gobierno, pero la palabra cambio ha perdido todo su significado. Hace tiempo que no hablo de política porque me he quedado sin palabras para describir el panorama nacional y utilizar sólo insultos no es lo mío. Pero ha llegado el momento de decir algo sobre el bochornoso espectáculo que se escenifica en el congreso de los diputados.

Diez meses han hecho falta para conseguir un gobierno casi idéntico al anterior. Entonces, ¿para qué ha servido todo este tiempo? Diez meses en que no ha pasado nada aparte de constantes descalificaciones, inútiles reuniones o cómicas representaciones para hacer creer que alguien buscaba un acuerdo. Durante diez meses parecía que nuestros políticos, más incompetentes que de costumbre, esperaban que la situación se resolviese sola. Diez meses han bastado para acabar con cualquier esperanza en el fin del bipartidismo o en el auge del sentido común. Diez meses después de las primeras elecciones, ya nadie se acuerda de los verdaderos problemas de la sociedad.

Desde la distancia me pregunto por qué no ha habido ninguna huelga general durante este tiempo en que nuestros políticos no han dejado de cobrar sus abultados sueldos y en que escandalosos casos de corrupción no han dejado de aparecer. ¿Dónde quedó el indignado espíritu del 15-M? Ahora había muchas más razones para movilizarse que entonces: las que instigaron aquel movimiento siguen existiendo y se ven acompañadas por una crisis política sin precedentes. ¿Por qué no ha habido una cadena de manifestaciones para exigir un acuerdo en menos tiempo? Por menos motivos hemos visto revoluciones y hasta guerras aparecer. Pero esta España conformista y callada del "si hay que ir, se va..." le ha venido muy bien a una clase política falta de soluciones.

En mi caso, si la sangre empieza a hervirme, recurro a un infalible método: dejo de ver Televisión Española y de leer periódicos digitales. Cuando vivimos en el extranjero, es fácil desconectar y cortar los lazos que nos unen a nuestro país de origen. Aunque nunca lo hago de forma permanente, en pequeñas dosis es un analgésico bastante eficaz. Así, cuando vuelvo a encender el televisor, lo hago incluso con cierta ternura, esperando ansioso el último escándalo creado por nuestros políticos, que a veces tienen más sentido del espectáculo que un productor de hollywood.

Hace poco me encontré, tras el telediario de las nueve, con un anuncio de mi querida "marca España" que ya conocía. Un grupo de niños muestra los puntos fuertes de nuestro país, con imágenes espectaculares y una música que mantiene una tensión constante. La primera vez que lo vi me sentí orgulloso de mi patria, pero la euforia dio paso a la nostalgia, después a la tristeza y, al fin, a la frustración y a la indignación. El anuncio abusa de una demagogia barata que sólo utiliza verdades a medias. Si nuestro país fuera tan maravilloso, yo no llevaría trabajando siete años en Francia. Si existieran tantas oportunidades, ya tendría mi billete de vuelta comprado. Hasta llegué a creer que el anuncio me reprochaba haber abandonado un lugar tan estupendo.

Pero la realidad es bien distinta a lo que pretende vender (recordemos que el anuncio busca lavar nuestra dañada imagen externa y atraer turistas). Vemos a un grupo de niños, pero nadie dice que las ayudas del estado a las familias son irrisorias y el crecimiento demográfico es negativo. Cuando uno de los críos afirma que quiere ser científico, nadie le dice que tendrá que dejar España para ejercer esa profesión, pues el presupuesto dedicado a investigación es escaso. Cuando dicen que somos el segundo país con mayor esperanza de vida, se olvidan de indicar que la edad de jubilación tendrá que prolongarse por el descenso de la natalidad y la salida de jóvenes que, como yo, no encuentran un trabajo digno. Pero como todos estos problemas no parecen preocupar a un gobierno que ha tardado diez meses en formarse, no salen en el anecdótico anuncio. Aunque precisamente eso, el arte de escurrir el bulto y de ignorar las tareas más importantes, también es marca España.

domingo, 13 de noviembre de 2016

Grisoscurocasinegro

Parece un tema de conversación trivial al que recurrimos en situaciones incómodas, cuando no tenemos nada mejor que decir, pero si vivimos en el extranjero, la meteorología pasa a ser un importante factor a tener siempre en cuenta. Los que, como yo, viven al norte de los Pirineos ya han sufrido la llegada de los reglamentarios seis meses (o más) de frío y saben a lo que me refiero, pues tras el más obvio de los lugares comunes se esconde un arma de doble filo que condiciona nuestra salud física y mental y es uno de los principales motivos de regreso de cualquier emigrante español.

En España estamos acostumbrados a un tiempo privilegiado, sobre todo cuando vivimos en la mitad sur, donde el sol es casi omnipresente todo el año y el cambio climático ha instalado un permanente verano. Los días de lluvia son raros y se reciben con alegría, pues rompen la monotonía, refrescan la atmósfera y cambian los colores del paisaje. Pero como sucede con todo lo bueno que tenemos, somos incapaces de valorarlo y sólo somos conscientes de su valía cuando lo perdemos.

Cuando hace siete años llegué a Dijon por primera vez, me recibió un día gris. Era un mes de noviembre, pero la temperatura era idéntica a un invierno de mi Murcia natal. Al principio no le di importancia y la excitación por descubrir un lugar nuevo ocultó toda adversidad. Después pasé una época en que me sentía cansado sin encontrar un motivo. Una amiga francesa achacó el problema a la falta de sol. Sin darme cuenta, mi mente se había acostumbrado a los días cubiertos, pero mi cuerpo no conseguía funcionar igual que antes sin la misma cantidad de vitamina D. Me recomendaron tomar vitaminas, pero como no me gusta depender de un medicamento, preferí aceptar la situación y esperar a que mi cuerpo se acomodara a las nuevas condiciones.

Después llegaron las temperaturas negativas, el viento helado golpeando la pequeña parte de mi cara que quedaba al descubierto, la sensación de frío permanente y los choques térmicos al entrar en cualquier local cerrado. Y es que cuanto más frío es el país en que nos encontramos, más friolera es la gente. Más de una vez me he sorprendido al entrar en alguna casa francesa donde, en pleno invierno y con diez grados bajo cero afuera, la temperatura interior es casi tropical y sus moradores van en manga corta. Así que, al volver a la calle y entrar más tarde en un comercio o restaurante, es raro quien no pilla un buen resfriado. Menos mal que después llegaron las nevadas, que convirtieron la ciudad en una amable tarjeta postal e hicieron más llevaderas las bajas temperaturas.

Consultar la previsión del tiempo se convierte en un acto obligatorio para preparar la jornada, que puede alcanzar tintes dramáticos si decidimos improvisar. Sin ir más lejos, un día salí a la calle en Dijon con una soleada mañana, después el cielo se cubrió, cayó un aguacero (y yo sin paraguas) y más tarde sufrimos una buena nevada. Aun cuando el invierno queda atrás, parece que hemos pasado lo peor y la previsión anuncia un esperado sol, nos podemos encontrar con una imprevista enemiga: la niebla. He llegado a pasar semanas enteras perdido en una espesa bruma que no deja ver el final de la calle, que nos sorprende cuando nos vemos atrapados en ella y nos afecta más a nivel psicológico. No hace falta mencionar cómo la meteorología moldea nuestro carácter y nos vuelve más fríos e indiferentes o más alegres y abiertos. Y descubrir que en tu ciudad natal hay un sol radiante y una temperatura veinte grados superior, no ayuda a subir la moral.

Al final conseguí adoptar los buenos reflejos, como llevar siempre un pequeño paraguas encima, que se olvida con frecuencia en cualquier lugar. Pero más allá de las connotaciones negativas del mal tiempo, yo me quedo con los curiosos hábitos que cada región o país adopta para hacerle frente. A veces me sorprendo deseando la llegada del invierno para volver a probar una irresistible tartiflette (gratinado de patatas, bacon, cebolla, vino blanco y queso) una simpática raclette (queso que se funde en un aparato y se mezcla con embutidos y patatas cocidas), una contundente fondue (mezcla de quesos en una cacerola donde se bañan trozos de pan) o un buen vin chaud (vino caliente con especias), manjares tras los cuales será raro sentir frío. Y lo mejor de todo es poder recibir con ganas la primavera y celebrar la llegada del sol como bien se merece, valorando cada minuto que dora nuestra piel y nos carga con la energía necesaria para afrontar un nuevo invierno.  

miércoles, 2 de noviembre de 2016

Morir sin miedo

Cuando escuchó el primer grito de pánico, Iván tuvo la certeza de que su muerte estaba cerca. Era la sensación de quien se encuentra en un callejón sin salida y espera que el final llegue sin demora. Sabía que en un reducido avión cualquier contratiempo es mortal y deja poco espacio a la esperanza. Escuchó un ruido seco y tembló el suelo. Aunque se agachó cuanto pudo para protegerse tras los asientos delanteros, desde su posición junto al pasillo pudo ver el cuerpo de la tercera víctima, con un corte limpio y profundo en la garganta, del que brotaba un constante río de sangre.

Un charco rojo rodeaba el cadáver y manchaba los zapatos del asesino, que blandía su improvisada arma: un utensilio de madera en el que había insertado varias hileras de cuchillas de afeitar, de ésas de usar y tirar que pueden pasar sin problemas cualquier control de aeropuerto. Yo mismo tengo un par en mi equipaje de mano, pensó Iván, que unos minutos antes había sido el compañero de asiento de Najim, el barbudo joven de origen marroquí que se había revelado como un terrorista kamikaze más. Había pasado un buen rato en el aseo para preparar el mortal artilugio que, desmontado y con las afiladas hojas en sus originales soportes, superó con éxito el examen de la máquina de rayos X.

Tras el despegue ambos habían entablado una animada conversación, pues curiosamente vivían en la misma calle de Lyon, la ciudad de origen del vuelo. El barrio de La Guillotière es una colorida mezcla de emigrantes donde musulmanes, africanos, asiáticos y europeos conviven en perfecta armonía. Los alquileres son baratos y el choque entre culturas tan diferentes no da lugar a la inseguridad que los prejuicios pueden suponer. Iván acostumbraba pasear por sus vivas calles, comprar dulces en una pastelería árabe, tomar té en una terraza donde es raro oír hablar francés o examinar las interminables estanterías de delicias orientales de Bahadourian, una de las épiceries más antiguas de Lyon. Hacía dos años que Iván había dejado España en busca de un trabajo digno y en aquel atípico barrio se sentía como en casa. Los atentados islamistas no habían afectado a la pacífica convivencia: allí todos sabían que los verdaderos musulmanes se alejan de la imagen radical que muchos quieren vender. Por eso había conversado con Najim, un tipo simpático que, como él, acababa de cumplir los treinta. Pero cuando vio sus manos manchadas de sangre, Iván pensó que había sido demasiado ingenuo al confiar en el buen corazón de la humanidad y obviar el recelo hacia los musulmanes que transmitían ciertos medios.

Levántate, Iván, gritó Najim, sin dejar su estratégica posición frente al desolador paisaje de asientos vacíos y pasajeros escondidos. A su espalda quedaba sólo la cabina en donde se habían atrincherado el piloto y el copiloto. Dudó en responder, pero al final Iván se puso en pie. Ven aquí; confío en ti y tú serás quien elija a la próxima víctima, continuó el terrorista. Había amenazado con matar a todo el pasaje, uno a uno, si el piloto no le daba el control de la nave. Y su segura actitud parecía indicar que cumpliría su palabra. Si no vienes aquí, degollaré a las dos personas que quedan en la primera fila, sentenció Najim ante la inmovilidad de su reciente amigo. 

Una nueva oleada de aterradores gritos surgió entre los pasajeros y obligó a Iván a avanzar por el pasillo. Mientras retardaba el encuentro, pensaba en cómo acabar con aquel chantaje, pero su indefensión no facilitaba un desenlace favorable. Evitó los cadáveres de las primeras víctimas como pudo, sin perder el equilibrio. Una vez junto al asesino, notó que sus piernas temblaban visiblemente. ¿Y bien? Insistió Najim. Al obtener un silencio por respuesta, el corpulento terrorista ejecutó un movimiento rápido e inesperado: se abalanzó sobre los dos pasajeros de la primera fila, los cogió como animales y sesgó sus gargantas con mecánica frialdad. Iván podía haber intentado inmovilizarle, pero los alaridos de las víctimas le dejaron helado, sin la menor capacidad de reacción. Me has decepcionado, dijo Najim cuando volvió a su lado, jadeante por el esfuerzo realizado. Pensaba que conocías nuestra causa y sabías que esto es sólo un mal menor, un simple trámite. Te veo tan asustado que prefiero acortar tu angustia. Tu serás el siguiente.

Cuando Iván supo que el final había llegado, pensó en su familia y amigos, que en aquellos momentos le estaban esperando en el aeropuerto de Barcelona. Hacía cuatro meses que no les veía y la última borrosa imagen que recordaba de ellos procedía de una conversación a través de una pantalla. El tiempo había convertido sus rasgos en trazos imprecisos y le dolía saber que ya no volvería a verles, que las personas que tanto quería se habían transformado en un velado recuerdo. Lamentó no poder decirles adiós o abrazarles por última vez.

Todo pasó demasiado rápido. Mientras Najim cogía hábilmente su cuello con una mano e Iván forcejeaba para evitar el artilugio de afiladas cuchillas, la puerta de la cabina se abrió a escasos metros. Piloto y copiloto saltaron sobre el terrorista, le quitaron el arma y, con la ayuda de Iván, lograron reducirle tras una tensa lucha.

Un año después de aquella aventura, Iván toma asiento en un avión y recuerda la historia de Najim. Sigue trabajando en Lyon, viviendo en el barrio de La Guillotière y cogiendo un avión cada cuatro meses para reencontrar a su familia y amigos. Tras una experiencia tan traumática, podía haber decidido regresar a la casa de sus padres, no volver a coger un avión y manifestar su odio hacia los musulmanes, como muchos le sugirieron, para alejar ese mal recuerdo. Sin embargo, ha preferido seguir afrontando la vida como siempre lo ha hecho, asumir los riesgos que no puede evitar y creer en las personas que merecen su respeto, sin importar su raza, origen o religión. Ha elegido vivir, y morir, sin miedo.