domingo, 17 de diciembre de 2017

La sangría francesa

En un mundo globalizado como el nuestro, donde las fronteras han perdido el sentido que un día tuvieron (aunque muchos se empeñen en demostrar lo contrario), todo se mezcla de forma natural. Lenguas, culturas, experiencias, formas de ver la vida, olores y sabores. Si combinamos sabores, utilizando las dosis adecuadas y sazonando con cuidado, nuestro paladar se enriquece gracias a una simbiosis inevitable. Porque detrás está el placer que experimentamos al sentir algo nuevo y vivir de una forma más completa.

Podemos dar la vuelta al mundo sin abandonar nuestra propia ciudad. Basta con salir a la calle y entrar en cualquiera de los establecimientos que importan exóticos sabores. Incluso los restaurantes locales incluyen cada vez con más frecuencia especialidades extranjeras, en muchos casos convertidas en una sutil pincelada. Y cuando vivimos lejos de nuestra tierra, la distancia se hace más llevadera gracias a esos pequeños guiños: a las tiendas o bares españoles que encontramos a nuestro paso o a los cocineros locales que asumen nuestras tradiciones como un estimulante reto.

Me serviré de una curiosa anécdota para ilustrar esa forma de mezclar culturas. Sucedió hace más de un año, pero no viene mal recordar el calor de una tarde de agosto ahora que el frío ha llegado para quedarse. Buscaba la terraza de un bar junto con unos amigos franceses, cuando la sombra de un toldo nos llamó a gritos. La pizarra extendida en la calle nos invitó a probar la sangría casera o "fait maison", apelativo que adoran los franceses, como si el simple hecho de haber sido producida in situ fuera garantía de algo, obviando la destreza o torpeza de su autor. Y cuando se trata de un producto español elaborado en el extranjero, soy más que escéptico. Tras la paella con chorizo, miedo me da ver lo que los galos han hecho con nuestra veraniega bebida. Aún así cedí y pedimos una ronda de sangría francesa. Cualquier excusa es buena para mirarse a los ojos y gritar santé.

Entonces llegó la sorpresa: la sangría estaba de muerte. Refrescante, muy sabrosa, con un toque generoso de fruta y con el punto perfecto de alcohol. En los ocho años que llevo en Francia no había probado una sangría tan buena. Incluso cuando voy a España me cuesta encontrar algo parecido entre el aguachirle que sirven a los turistas. Así se lo dije al dueño del bar cuando volvió a la mesa y le pedimos otra ronda. Chapeau, como decís vosotros, y olé, como decimos nosotros. Le pregunté si era español, había vivido al sur de los Pirineos o tenía familia allí, pero ninguna de mis suposiciones resultó acertada. No hace falta ser español para hacer una buena sangría, me dijo, tajante. Y hasta nos invitó a venir en septiembre para probar su paella, que prepara cada año durante las fiestas del barrio. Le pregunté si le echaba chorizo y me respondió con una sonrisa. El punto justo, dijo.

Volvió al otro lado de la barra y me quedé pensativo. Qué razón tenía. Cuando algo, como una receta, trasciende al subconsciente colectivo, cualquiera puede usarlo a su conveniencia. Al igual que descargamos información de una nube de datos, podemos enriquecernos gracias a ese saber mundial y hacerlo nuestro, añadiendo un personal toque. No significa que desvirtuemos el original, sino que nuestra aportación debe suponer el digno complemento a una centenaria tradición. Podemos echarle chorizo a una paella, o lo que nos apetezca, siempre que el resultado valga la pena. Al igual que podemos hacer un coulant au chocolat, un wok o sushi. Y aunque repruebo la mayoría de las consecuencias de la globalización, reconozco mi debilidad por un privilegio al que nuestros antecesores no tuvieron acceso. Me gusta comer japonés una vez al mes, ir a un restaurante chino o tailandés para celebrar una ocasión especial o recurrir a un kebab cuando no tengo tiempo para cocinar.


Si no pedimos una tercera ronda de sangría fue porque ya empezaban a subir a la cabeza las dos anteriores. Antes de irnos, una música familiar me sacó de mi pensamientos. Al principio me pareció una melodía habitual, pero después me sorprendió reconocer un ritmo que hacía tiempo no escuchaba. Era un pasodoble. Me dí la vuelta y el dueño me sonrió desde el interior del bar. Poco importaba que personalmente aborreciera aquella cantinela. Además de buen cocinero, el tipo era un cachondo. Chapeau, amigo. Algún día vendré a probar tu paella. Aunque le pongas chorizo.  

domingo, 10 de diciembre de 2017

Matices del francés

El tiempo acaba desvelando todos los secretos. Poco a poco, limpiando primero el polvo más superficial y quitando luego cada capa. Como un implacable juez convencido de que siempre encontrará la verdad. Ocho años de vida en Francia me han permitido conocer la lengua de Molière desde dentro y hacer un pequeño e incompleto balance. Para recordarme que cada día aprendo algo nuevo y que el tiempo siempre guarda una sorpresa en la recámara.

Son cosas que no se aprenden en los libros y ningún profesor se atreve a enseñar. Tal vez porque no son indispensables y sólo se usan en el lenguaje coloquial, que curiosamente es el que usamos la mayor parte del tiempo. Así que sólo gracias a la casualidad, las conversaciones, los libros y las películas se pueden advertir esos matices que un ojo atento no tarda en encontrar. Como es el caso de las siglas y los acrónimos, recursos muy utilizados por los franceses. En mi profesión, cualquiera sabe de lo que hablo si menciono un CCTP, una DPGF, un RICT o un PIGC, al igual que otros entornos cuentan con sus específicas siglas. Al principio nos resultará muy difícil seguir una conversación que las incluya, sobre todo si no conocemos su origen, pero acabaremos agradeciendo tal economía de palabras. Otros términos nos chocarán nada más escucharlos. Todavía me cuesta asimilar que "Mano" es un nombre propio de mujer. Diminutivo de Marie-Noëlle, para ser más exactos, que no tiene equivalente en español, pero que podríamos traducir por "María Navidad".

En el ámbito de las onomatopeyas, comprobamos que de poco sirven los sonidos aprendidos en la infancia. Todavía no sé por qué extraña razón los gallos franceses no cantan "quiquiriquí", sino "cocoricó", palabra que precederá toda reivindicación patriótica (no olvidemos que el gallo es el símbolo nacional) y que se parece bastante al canto de sus homólogos rumanos, "cucuricú". No creo que este detalle haya contribuido a que la lengua francesa haya vuelto a ser nombrada la más sexy del planeta. Seguramente quienes piensan que es tan romántica es porque no la han escuchado o hablado lo suficiente. Yo la considero una lengua demasiado melosa, en la que todo se suaviza en exceso. No sólo los sonidos, sino las expresiones reflejan una dulzura característica, como, por ejemplo, "se faire plaisir", que traduciríamos literalmente por "hacerse placer", aunque el verdadero equivalente es "darse el gusto". Si en español emplearíamos esta expresión en contadas ocasiones, en francés es muy usual. Toda elección parece condicionada por esa hedonista actitud. Y es que la lengua de Voltaire está plagada de "mots doux" (palabras suaves) que suavizan cualquier situación, por dura que pueda ser, en esa búsqueda del placer a toda costa.

Pero a veces el francés traspasa la frontera de la cursilería con bastante frecuencia y hace que el exceso de azúcar se vuelva indigesto. Si nos referimos al vocabulario relativo a los bebés (al que no he podido evitar recurrir), comprobamos cómo abundan las palabras creadas por la repetición de una simple sílaba. Un niño se suele llamar de forma cariñosa "loulou", de la misma manera que "nounou" se refiere a una niñera o "doudou" al peluche que acompaña de forma permanente a la criatura, sobre todo cuando duerme (hace "dodo"). Así, podemos componer frases tan monas como "le loulou a fait dodo avec son doudou chez sa nounou" (el niño ha dormido con su peluche en casa de su niñera). Hay muchas palabras que siguen en la misma línea, pero me resultan bastante ñoñas y las evito siempre que puedo.


Otras, sin embargo, siempre me han atraído por su fina ironía, como es el caso de "belle famille" (bella familia), que equivale a "familia política". Porque cuando los franceses llaman "belle mère" a su suegra, no es porque piensen que sea más guapa que su propia madre... La cortesía implícita en la lengua de nuestros vecinos gabachos les lleva a llamar "beau frère" o "belle soeur" (hermano guapo o hermana guapa) a su cuñado/a. De la misma manera abundan las fórmulas de agradecimiento que, aunque nos parezcan construcciones artificiosas, son de uso obligado. Y si no las utilizamos con la debida frecuencia nos arriesgamos a ser socialmente sancionados. Incluso si a veces me resulta difícil usarlas o encontrar la frase más adecuada para cada situación, reconozco que la educación nunca debe perderse. Porque, como decía mi padre, mi primer profesor de francés, recurrir a ella no cuesta dinero, nos abre todas las puertas y hace la vida más soportable.

domingo, 3 de diciembre de 2017

Pretextos

Siempre están ahí, respaldándonos, aunque no queramos admitirlo. Unas veces nos preceden y otras quedan atrás. Inventamos pretextos para hacer (o no hacer) lo que queremos. Pueden ser razones legítimas o manipulaciones al servicio de nuestra conveniencia. Quien quiere arriesgar, siempre encontrará un argumento que le empuje a dejarlo todo, cambiar de país y buscar un futuro mejor. Y quien prefiere la continuidad, conservar lo que ya tiene o permanecer en su círculo de seguridad, también hallará una razón a su favor.

Vivimos rodeados de excusas, que utilizamos tanto para justificar acciones (por muy arbitrarias que puedan parecer) como para eludir obligaciones (o todo aquello que no queremos hacer). Cuando las ganas nos abandonan, forman una barrera entre nosotros y el resto del mundo que hace aún más difícil cualquier movimiento. También las necesitamos para forzarnos a hacer algo que nos beneficia, pero nos cuesta demasiado. Las excusas son ambiguas y actúan cual arma de doble filo que, como todo en esta vida, conviene usar en su justa medida. Aunque a veces son actos reflejos que nos ayudan en nuestro camino, en más de una ocasión se transforman en un gran lastre que nos resta velocidad. Cuando llegamos a mentirnos a nosotros mismos, entramos en un círculo vicioso del que resulta difícil salir.

Los ejemplos abundan en un mundo tan superficial como en el que vivimos, donde nada es lo que parece y la verdad se sepulta bajo espesas capas de pretextos. Vemos a diario cómo los políticos abusan de excusas para respaldar cuestionables decisiones o cómo en las redes sociales cualquier argumento es bueno para apoyar indefendibles causas. Pero me centraré en mis personales motivos. Cuando alguien me pregunta por qué dejé mi país, le hablo de construir una vida, de trabajar en lo que un día estudié, de tener un sueldo digno o de disfrutar de derechos sociales. Si bien son razones de peso para mí, no significan lo mismo para otros, que me comentan casos de quienes se enfrentaron a la misma encrucijada y decidieron quedarse. Ellos encontraron sus propios pretextos y siguieron el camino que les indicaron. Es una opción igual de válida que partir, porque ninguna decisión sirve de nada si no nos convence a nosotros mismos. Otros viven frustrados por no haber encontrado la excusa que les permita dar el salto y cambiar de país. Y también hay quien vive en el extranjero deseando hallar el pretexto que le obligue a regresar a su tierra.

Una triste película francesa, "Juste la fin du monde" ("sólo el fin del mundo"), adaptación de una obra de teatro homónima, narra precisamente el regreso a su pueblo natal de un escritor tras doce años de ausencia, período durante el cual no vio a ningún miembro de su familia. El pretexto que le empujó a volver es incontestable: estaba enfermo y moriría en poco tiempo. En su fugaz viaje para notificar su suerte se enfrenta a viejas rencillas, a tensiones familiares y a las razones que le sacaron de allí y le mantuvieron alejado. Aunque el paso del tiempo las aletargó, la vuelta le sirvió para constatar que seguían existiendo. La película es desgarradora e incómoda, pues es tan real que todos podemos identificarnos con las difíciles situaciones que se suceden.

Aunque a veces nos sentimos obligados a hacer algo, a inclinar la balanza de un lado determinado, siempre hay elección. Siempre hay otra posibilidad. Siempre podemos decir que no. Por mucho que nos asuste o no queramos reconocerlo. Entonces pensamos en la vida que hubiéramos llevado de haber tomado el otro camino, el que tanto nos tentó, pero que al final declinamos. Nos preguntamos si habríamos conocido a las mismas personas, si nuestra personalidad se habría afirmado de la misma manera o si habríamos sido más felices. Si, en definitiva, las alternativas eran mejores que la opción finalmente elegida. Al final nos damos cuenta de que ningún camino es mejor que otro y que todos nos enseñan algo importante.


Todos buscamos el pretexto que nos permita realizar nuestros sueños y concretar nuestras más íntimas convicciones. Esperamos que un día llegue y nos coja de la mano, sin saber que podemos construirlo con un mínimo, pero continuado esfuerzo. Sólo debemos ser capaces de reconocerlo cuando se presente ante nosotros y tener la suficiente valentía como para permanecer a su lado.