El
tiempo acaba desvelando todos los secretos. Poco a poco, limpiando
primero el polvo más superficial y quitando luego cada capa. Como un
implacable juez convencido de que siempre encontrará la verdad. Ocho
años de vida en Francia me han permitido conocer la lengua de
Molière desde dentro y hacer un pequeño e incompleto balance. Para
recordarme que cada día aprendo algo nuevo y que el tiempo siempre
guarda una sorpresa en la recámara.
Son
cosas que no se aprenden en los libros y ningún profesor se atreve a
enseñar. Tal vez porque no son indispensables y sólo se usan en el
lenguaje coloquial, que curiosamente es el que usamos la mayor parte
del tiempo. Así que sólo gracias a la casualidad, las
conversaciones, los libros y las películas se pueden advertir esos
matices que un ojo atento no tarda en encontrar. Como es el caso de
las siglas y los acrónimos, recursos
muy utilizados por los franceses. En mi profesión, cualquiera sabe
de lo que hablo si menciono un CCTP, una DPGF, un RICT o un PIGC, al
igual que otros entornos cuentan con sus específicas siglas. Al
principio nos resultará muy difícil seguir una conversación que
las incluya, sobre todo si no conocemos su origen, pero acabaremos
agradeciendo tal economía de palabras. Otros términos nos chocarán
nada más escucharlos. Todavía me cuesta asimilar que "Mano"
es un nombre propio de mujer. Diminutivo de Marie-Noëlle, para ser
más exactos, que no tiene equivalente en español, pero que
podríamos traducir por "María Navidad".
En
el ámbito de las onomatopeyas, comprobamos que de poco sirven los
sonidos aprendidos en la infancia. Todavía no sé por qué extraña
razón los gallos franceses no cantan "quiquiriquí", sino
"cocoricó",
palabra que precederá toda reivindicación patriótica (no olvidemos
que el gallo es el símbolo nacional) y que se parece bastante al
canto de sus homólogos rumanos, "cucuricú".
No creo que este detalle haya contribuido a que la
lengua francesa haya vuelto a ser nombrada la más sexy
del planeta. Seguramente
quienes piensan que es tan romántica es porque no la han escuchado o
hablado lo suficiente. Yo la considero
una lengua demasiado melosa, en la que todo se suaviza en exceso. No
sólo los sonidos, sino las expresiones reflejan una dulzura
característica, como, por ejemplo, "se
faire plaisir",
que traduciríamos literalmente por "hacerse placer",
aunque el verdadero equivalente es "darse el gusto". Si en
español emplearíamos esta expresión en contadas ocasiones, en
francés es muy usual. Toda elección parece condicionada por esa
hedonista actitud. Y es que la lengua de Voltaire está plagada de
"mots
doux"
(palabras suaves) que suavizan cualquier situación, por dura que
pueda ser, en esa búsqueda del placer a toda costa.
Pero
a veces el francés traspasa la frontera de la cursilería con
bastante frecuencia y hace que el exceso de azúcar se vuelva
indigesto. Si nos referimos al vocabulario relativo a los bebés (al
que no he podido evitar recurrir), comprobamos cómo abundan las
palabras creadas por la repetición de una simple sílaba. Un niño
se suele llamar de forma cariñosa "loulou",
de la misma manera que "nounou"
se refiere a una niñera o "doudou"
al peluche que acompaña de forma permanente a la criatura, sobre
todo cuando duerme (hace "dodo").
Así, podemos componer frases tan monas como "le
loulou a fait dodo avec son doudou chez sa nounou"
(el niño ha dormido con su peluche en casa de su niñera). Hay
muchas palabras que siguen en la misma línea, pero me resultan
bastante ñoñas y las evito siempre que puedo.
Otras,
sin embargo, siempre me han atraído por su fina ironía, como es el
caso de "belle
famille"
(bella familia), que equivale a "familia política". Porque
cuando los franceses llaman "belle
mère"
a su suegra, no es porque piensen que sea más guapa que su propia
madre... La cortesía implícita en la lengua de nuestros vecinos
gabachos les lleva a llamar "beau
frère"
o "belle
soeur"
(hermano guapo o hermana guapa) a su cuñado/a. De la misma manera
abundan las fórmulas de agradecimiento que, aunque nos parezcan
construcciones artificiosas, son de uso obligado. Y si no las
utilizamos con la debida frecuencia nos arriesgamos a ser socialmente
sancionados. Incluso si a veces me resulta difícil usarlas o
encontrar la frase más adecuada para cada situación, reconozco que
la educación nunca debe perderse. Porque, como decía mi padre, mi
primer profesor de francés, recurrir a ella no cuesta dinero, nos
abre todas las puertas y hace la vida más soportable.
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