domingo, 10 de diciembre de 2017

Matices del francés

El tiempo acaba desvelando todos los secretos. Poco a poco, limpiando primero el polvo más superficial y quitando luego cada capa. Como un implacable juez convencido de que siempre encontrará la verdad. Ocho años de vida en Francia me han permitido conocer la lengua de Molière desde dentro y hacer un pequeño e incompleto balance. Para recordarme que cada día aprendo algo nuevo y que el tiempo siempre guarda una sorpresa en la recámara.

Son cosas que no se aprenden en los libros y ningún profesor se atreve a enseñar. Tal vez porque no son indispensables y sólo se usan en el lenguaje coloquial, que curiosamente es el que usamos la mayor parte del tiempo. Así que sólo gracias a la casualidad, las conversaciones, los libros y las películas se pueden advertir esos matices que un ojo atento no tarda en encontrar. Como es el caso de las siglas y los acrónimos, recursos muy utilizados por los franceses. En mi profesión, cualquiera sabe de lo que hablo si menciono un CCTP, una DPGF, un RICT o un PIGC, al igual que otros entornos cuentan con sus específicas siglas. Al principio nos resultará muy difícil seguir una conversación que las incluya, sobre todo si no conocemos su origen, pero acabaremos agradeciendo tal economía de palabras. Otros términos nos chocarán nada más escucharlos. Todavía me cuesta asimilar que "Mano" es un nombre propio de mujer. Diminutivo de Marie-Noëlle, para ser más exactos, que no tiene equivalente en español, pero que podríamos traducir por "María Navidad".

En el ámbito de las onomatopeyas, comprobamos que de poco sirven los sonidos aprendidos en la infancia. Todavía no sé por qué extraña razón los gallos franceses no cantan "quiquiriquí", sino "cocoricó", palabra que precederá toda reivindicación patriótica (no olvidemos que el gallo es el símbolo nacional) y que se parece bastante al canto de sus homólogos rumanos, "cucuricú". No creo que este detalle haya contribuido a que la lengua francesa haya vuelto a ser nombrada la más sexy del planeta. Seguramente quienes piensan que es tan romántica es porque no la han escuchado o hablado lo suficiente. Yo la considero una lengua demasiado melosa, en la que todo se suaviza en exceso. No sólo los sonidos, sino las expresiones reflejan una dulzura característica, como, por ejemplo, "se faire plaisir", que traduciríamos literalmente por "hacerse placer", aunque el verdadero equivalente es "darse el gusto". Si en español emplearíamos esta expresión en contadas ocasiones, en francés es muy usual. Toda elección parece condicionada por esa hedonista actitud. Y es que la lengua de Voltaire está plagada de "mots doux" (palabras suaves) que suavizan cualquier situación, por dura que pueda ser, en esa búsqueda del placer a toda costa.

Pero a veces el francés traspasa la frontera de la cursilería con bastante frecuencia y hace que el exceso de azúcar se vuelva indigesto. Si nos referimos al vocabulario relativo a los bebés (al que no he podido evitar recurrir), comprobamos cómo abundan las palabras creadas por la repetición de una simple sílaba. Un niño se suele llamar de forma cariñosa "loulou", de la misma manera que "nounou" se refiere a una niñera o "doudou" al peluche que acompaña de forma permanente a la criatura, sobre todo cuando duerme (hace "dodo"). Así, podemos componer frases tan monas como "le loulou a fait dodo avec son doudou chez sa nounou" (el niño ha dormido con su peluche en casa de su niñera). Hay muchas palabras que siguen en la misma línea, pero me resultan bastante ñoñas y las evito siempre que puedo.


Otras, sin embargo, siempre me han atraído por su fina ironía, como es el caso de "belle famille" (bella familia), que equivale a "familia política". Porque cuando los franceses llaman "belle mère" a su suegra, no es porque piensen que sea más guapa que su propia madre... La cortesía implícita en la lengua de nuestros vecinos gabachos les lleva a llamar "beau frère" o "belle soeur" (hermano guapo o hermana guapa) a su cuñado/a. De la misma manera abundan las fórmulas de agradecimiento que, aunque nos parezcan construcciones artificiosas, son de uso obligado. Y si no las utilizamos con la debida frecuencia nos arriesgamos a ser socialmente sancionados. Incluso si a veces me resulta difícil usarlas o encontrar la frase más adecuada para cada situación, reconozco que la educación nunca debe perderse. Porque, como decía mi padre, mi primer profesor de francés, recurrir a ella no cuesta dinero, nos abre todas las puertas y hace la vida más soportable.

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