domingo, 25 de febrero de 2018

Terceras partes

La realidad desmontó mis prejuicios cuando entré en la comisaría. Con cada paso que daba se esfumaba el halo de misterio que siempre ha envuelto el mundo de los casos por resolver. Aquel no era el mítico lugar que el cine y la literatura habían grabado en mi subconsciente, sino un anodino edificio de oficinas. La decepción calmó mi nerviosismo mientras seguía las instrucciones que me dieron en la entrada. Ascensor. Segundo piso. Pasillo de la izquierda. El despacho del agente que llevaba mi caso estaba vacío, así que me senté en una sala contigua. Eran las siete de la mañana y en la desierta planta no encontré a nadie a quien preguntar.

La anécdota sucedió hace tres años y vino a mi memoria la semana pasada, cuando relaté las segundas partes de algunas historias de este blog y muchas se quedaron en el tintero. Así, a pesar de que desvelé quién apuntó con un láser a una escuela judía en “unos centímetros a la izquierda” (19/2/2017), no conté las consecuencias de la inspección policial de mi domicilio descrita en “agitado, pero no revuelto” (12/2/2017). El agente responsable de la misma dijo que debía declarar para confirmar mi versión de los hechos, pero, al no tener nada concluyente que aportar, intenté escurrir el bulto. Sin embargo, la policía no pensaba lo mismo y no tardé en recibir la llamada que me convocó a un interrogatorio en comisaría.

Elegí aquella temprana hora para no dar explicaciones en el trabajo. No quería ensombrecer la buena relación que tenía con mi jefe, con quien trabajaba desde hacía apenas cuatro meses. El agente apareció con cara de sueño y una taza de café en la mano. Las preguntas que siguieron a una grave descripción de los hechos fueron tan previsibles como aburridas, espaciadas por silencios que permitían al hombre teclear mis respuestas. No solo estaban relacionadas con la noche del fatídico martes en que alguien apuntó con un láser al militar que hacía guardia frente a la escuela judía, sino que pretendían averiguar qué tipo de persona era yo. Además me sirvieron para comprobar cuán aburrida era mi vida, pues a la hora de los hechos me encontraba durmiendo desde hacía un buen rato. Acabé conversando con el agente, descubriendo que era de Dijon y que, curiosamente, ambos habíamos pasado allí el último fin de semana. Imprimió la declaración, la firmé y ya no volví a saber nada más del tema. Le pregunté si tenían otros sospechosos, pero no desveló nada y se limitó a decir que la investigación avanzaba a buen ritmo. La comisaría dejó de ser para mí el lugar donde se resuelven intrigantes casos y se convirtió en la aburrida oficina donde se registran declaraciones de quien no tiene nada interesante que decir.

Otra tercera parte que no quiero olvidar es la del artículo “encuentros rutinarios” (4/9/2016), en que describí a los personajes que me acompañaron cada día en mi antiguo barrio de Lyon. Uno de ellos no entró en la página, pero merece un pequeño y digno hueco. Dignidad es, precisamente, la mejor palabra con que puedo aludir a aquella mujer. Su arrugado y poco agraciado rostro delata una avanzada edad. Aunque su pequeño y esquelético cuerpo carga con más de ochenta años, luce los modelos más extravagantes. Colores estridentes, sombreros enormes, pañuelos estampados con todo tipo de motivos, pulseras y collares de grandes tamaños, combinaciones improbables... Las prendas son de calidad y nunca la vi repetir una, por lo que deduje que no le falta dinero ni espacio en su personal ropero. La curiosidad me hizo reparar en ella la primera vez. Cautivado por su original presencia, me fue fácil distinguirla de forma cotidiana y descubrir que en ella había algo más que una marcada personalidad. Muchas veces la vi esperando al tranvía o al autobús y llegué a pensar que aquella distracción le permitía exhibirse durante más tiempo. Como si ejecutara una memorizada coreografía, la vi coger un autobús para bajar en la siguiente parada y esperar al próximo que llegara. Después cruzaba la calle y hacía lo propio con el bus que iba en sentido contrario. Así pasaba sus días, siempre en el mismo barrio, siempre en las mismas calles, como si su brújula interior se hubiera desorientado y estuviera condenada a repetir los mismos movimientos para no perderse. 

En sus ojos encontré una mirada perdida en un lejano lugar, incapaz de reconocer su entorno inmediato. Aunque durante un tiempo pensé que estaba loca, acabé imaginando que estaba más despierta que quienes la miramos con escepticismo. Tal vez sus ojos vean un mundo al que los nuestros no llegan. Como tantos genios juzgados por la incomprensión, cuya visionaria actitud solo fue apreciada por las siguientes generaciones. Ahora que ya no vivo en el mismo barrio, me gustaría coger un autobús para volver a encontrarla en una parada, bajar y hacer más amena su espera. Para preguntarle qué ven sus ojos y averiguar por qué los míos no ven lo mismo.


domingo, 18 de febrero de 2018

Segundas partes

Cuando decimos que segundas partes nunca fueron buenas, nos referimos a la continuación de una obra que pensábamos acabada. La siguiente página era una hoja en blanco o el próximo fotograma empezaba una interminable lista de nombres. La llegada de una continuación nos alegraba o decepcionaba, dependiendo de la calidad de la misma. Las series, sin embargo, utilizan la prolongación para profundizar en los personajes y acercarse a nuestra forma de percibir la realidad. Porque la vida no se para tras un supuesto final y siempre sigue, inconmovible, a nuestro pesar o a nuestro favor. Por eso quiero mostrar hoy las segundas partes de historias que relaté un día en este blog y que siguieron vivas después de su publicación.

Si en “la biblioteca del emigrante” (5/11/2017) hablaba de la curiosa existencia de la “partagère” (también llamada “givebox”), una estantería que, en medio de una plaza, facilitaba el intercambio de cualquier objeto de segunda mano, hoy tengo que lamentar su desaparición. En la pasada nochevieja, un desaprensivo quemó parte de la misma. Tras el triste acontecimiento, los vecinos de mi barrio no tardaron en movilizarse para desmontarla, repararla y darle así una segunda vida. En la página de facebook “Givebox Saint Louis La Partagère” podemos seguir el estado de la restauración y contribuir a la causa aportando madera o pintura. Resulta emocionante ver cómo el espíritu de la partagère sigue presente a pesar de su ausencia. Los bancos cercanos se han convertido en el nuevo e improvisado soporte de la humana necesidad de compartir. Aunque apena ver los libros, la ropa o los objetos de turno expuestos a la lluvia de este húmedo invierno, en su favor diré que el cambio de dueño no dura mucho tiempo.

En mi antiguo barrio de Lyon, del que me mudé hace exactamente un año, no existía semejante iniciativa. A pesar de haber dedicado a aquel familiar rincón tres artículos, “encuentros rutinarios” (4/9/2016), “agitado, pero no revuelto” (12/2/2017) y “unos centímetros a la izquierda” (19/2/2017), muchas cosas se quedaron en el tintero. Como, por ejemplo, que el piso en donde viví durante dos años y medio fue alquilado antes por otra pareja multicultural, francés él y española ella. Les resultamos simpáticos y nos eligieron como sus sucesores entre todas las visitas que recibieron. Además, descubrí que ella era de Alicante y habíamos estudiado en la misma universidad, aunque en distintas épocas y facultades. Estaba embarazada, razón por la que dejaron el piso, y la siguiente vez que la vimos iba acompañada por su hijo. Fue cuando nos recomendó su pediatra, que antes le recomendaron otras amigas. Era alguien que trataba muy bien a los niños y se tomaba el tiempo necesario para aclarar cualquier duda y responder cada llamada de los desesperados padres. Con tales referencias, no dudamos en contactarle cuando nació nuestro hijo. Esta singular red de relaciones siguió tejiéndose cuando descubrí que mi socio llevaba a sus hijos al mismo pediatra, pero sobre todo cuando el propio médico nos confesó que su mujer era arquitecta y buscaba un estudio en donde hacer una temporada de prácticas para validar su título. Nosotros necesitábamos a alguien que nos echara una mano y no nos lo pensamos dos veces.       


Así fue como descubrimos que la pareja era de origen sirio (imposible reconocerlo en el perfecto francés que habla el marido) y acabé dedicando un artículo a la mujer, “que no nos lo cuenten otros” (9/7/2017), en que hablaba de la triste suerte del colectivo sirio. La casualidad, llamémosla así, quiso que otro becario sirio, que también mencioné en el artículo, llamara a nuestra puerta. Lo que no dije fue que, para nuestra sorpresa, apenas duró una jornada en el estudio. Nos preocupamos cuando no dio señales de vida al día siguiente: llamamos varias veces a un móvil, que parecía apagado, y acabamos recibiendo un mail en donde explicaba que no podía compatibilizar el ritmo del estudio con un trabajo de verano. Si bien hemos tenido becarios de todo tipo, ninguno es comparable al que hizo las prácticas más cortas de la historia y nos dejó un amargo sabor de boca, una mezcla de falta de seriedad y escasa motivación. Su compatriota, la mujer del pediatra, deploró la imagen que el joven dio de su país, que poco me importó, pues no soy de los que generalizan fácilmente. Ella nos dejó unos meses más tarde, al término de su contrato. Tal vez vuelva algún día, si el trabajo del estudio lo permite, para demostrar que las segundas partes, buenas o malas, son meras conexiones con el complejo y vasto mundo que nos rodea, tan inesperadas como inevitables.

domingo, 11 de febrero de 2018

La vuelta al mundo en 80 bocados

Inspiramos con fuerza y sentimos cómo nuestros pulmones se llenan de un extraño aire. No lo podemos ver, pero sabemos que contiene algo distinto. Un aroma impregna el ambiente, lo define y cambia con cada temporada. Nos recuerda sensaciones pasadas y nos hace revivir momentos casi olvidados. Espiramos y empezamos de nuevo, intentando distinguir esta vez los ingredientes del postre que acabamos de probar, iniciando un inevitable viaje a un destino que nos es familiar.

Si en Francia enero sabe (y huele) a galette des rois (torta de hojaldre y crema de almendras, equivalente a nuestro roscón de reyes), febrero sabe a crêpes. Como manda la tradición, el día de la Candelaria (2 de febrero) se preparan toneladas de esa fina masa que podemos rellenar a nuestro antojo: azúcar, mermeladas de todo tipo, caramelo, chocolate, nata, helado... Siendo una de las combinaciones más acertadas (y clásicas) los deliciosos crêpes con caramelo a la mantequilla salada. Este irresistible postre procede de la región de Bretaña, aunque se consume en todo el país, ya sea en los socorridos puestos de comida ambulantes o en las cuidadas "crêperies". En éstas encontraremos también los crêpes salados o "galettes", hechos con harina de trigo sarraceno y rellenos con embutido, cebolla, champiñones, varios tipos de queso y muchos más ingredientes que explotan la versatilidad de una masa cuya utilización se ha extendido por todo el mundo. Y, como es costumbre, acompañaremos nuestros crêpes con una buena sidra bretona, servida en un pequeño bol (o bolée). Siempre me ha gustado esta particular manera que tienen los franceses de empezar el año. Las galettes de rois o los crêpes son meras excusas para organizar una merienda o una cena entre familiares y amigos, para combatir con calor humano y buenos momentos en torno a una mesa el frío, la lluvia y la nieve del rudo invierno.

Febrero también sabe a "bugnes" (buñuelos de carnaval), un postre típico de Lyon que la tradición manda comer en mardi gras (o martes de carnaval). Se trata de una masa, hecha con harina, huevos, mantequilla, azúcar y levadura, que no tiene mucho misterio y que podemos encontrar en muchos otros países, como en Italia, en Rumanía o en España, por citar tres ejemplos. En el fondo no nos diferenciamos tanto como creemos y lo que pensamos que son especialidades locales, son, en realidad, manifestaciones del subconsciente colectivo, que cambian de nombre o forma dependiendo de donde nos encontremos. Basta con viajar o conversar con personas de distintos orígenes para rebajar un poco nuestro orgullo hacia todas las cosas que imaginamos genuinas de nuestra tierra. Fue así como me dí cuenta de que las torrijas también se comen en Francia (donde se llaman con acierto "pan perdido", "pain perdu"), en Rumanía y en muchos otros sitios. Una amiga china me explicó que la leche frita también se puede probar en su país, así como el arroz con leche, que procede precisamente de Asia, desde donde se exportó a todo el planeta.

También hay productos que, aunque los encontremos en otros lugares, no se utilizan de igual manera. Un claro ejemplo son los jarabes (sirops en francés), que en España asociamos más a los medicamentos, pero que en Francia son bebidas muy consumidas, sobre todo entre el público infantil. Estos concentrados de innumerables sabores (fresa, granada, menta...) se mezclan con agua para preparar bebidas refrescantes o acompañar postres. Fue una de las sorpresas que me deparó el país galo y que, todo hay que decirlo, no termina de convencerme. Aún así, combinados con ciertos licores dan lugar a cócteles que no están nada mal, como el kir (vino blanco con crème de cassis).


Y a pesar de que las bugnes no sean tan lionesas como nos quieren vender, Lyon sí que puede presumir de un chef local fuera de lo común, que llevó la cocina tradicional a un ámbito superior, al de la llamada "nouvelle cuisine". Se trata de Paul Bocuse, considerado como "el chef del siglo" y cuyo principal mérito fue el de dignificar a los cocineros. Aunque murió el pasado veinte de enero, le sobrevive un legado que nunca desaparecerá. Su cocina ya forma parte del subconsciente colectivo, como todas esas recetas que dan la vuelta al mundo y que hoy he querido repasar. Esas que hablan del choque cultural entre varios países, pero nos demuestran que todos pisamos la misma tierra y nos reconocemos en ella. Y no hay que despreciar o ensalzar unas respecto a otras, sino asumirlas como un rico patrimonio que solo nuestro personal gusto se encargará de ordenar. 

domingo, 4 de febrero de 2018

Una historia de odio (más)

Es difícil amar a la especie invasora. A lo extraño o a lo desconocido. Porque hacerlo significa arriesgar, salir de nuestro mundo de seguridades, romper prejuicios y entrar en el terreno de la duda, donde podemos no ser bien recibidos. Odiar es, en cambio, fácil. No requiere asumir ningún riesgo, pues siempre hay una excusa por que llevar la contraria al prójimo y evitar que cambie nuestra inamovible vida. Sobre todo si es la mayoría la que señala con el dedo y tira la primera piedra.

La historia sucedió en Pedrera, un pueblo de Sevilla, hace unas semanas, pero pudo haber sucedido en cualquier lugar de España. El detonante fue un accidente de tráfico leve, dos españoles por un lado y tres rumanos por otro, que acabó en pelea. La conducción no saca lo mejor de nosotros mismos y si hay un accidente de por medio, apaga y vámonos. La trifulca acabó con un herido, el conductor español, y encendió la chispa de un brote xenófobo de nefastas consecuencias: una decena de coches de rumanos volcados, protestas en la calle, gritos frente a las casas de familias rumanas... Y para calmar los ánimos, al alcalde no se le ocurrió otra cosa que hilar una fina ironía que nadie comprendió, se descontextualizó y acabó siendo viral en internet. "A mí me gustaría ver a gente fusilada", fue la frase de la polémica. Si bien hay que ver el discurso total para entenderla, fue muy desafortunada y me recuerda a quienes hablan diciendo cuanto se les pasa por la cabeza y, si alguien se ofende, improvisan un "eso son bromas, hombre, son maneras de hablar" (respuesta literal que dio el alcalde para aclarar el malentendido).

Estas escenas hacen pensar en un pasado no muy lejano, pues sus protagonistas han olvidado que estamos en pleno siglo veintiuno. Y eso no sólo significa que podemos grabar las ocurrencias de un alcalde con nuestro teléfono y subirlas a la red para escarnio público, sino que tenemos más de veinte siglos a nuestras espaldas de los que hay que aprender. Que poco a poco y con mucho esfuerzo nos hemos convertido en una sociedad tolerante. Y aunque ahora somos políticamente correctos, por nuestras venas no ha dejado de correr la envidia y el odio. Cuando nos cuesta contenerlos, salen a la luz en twitter o en situaciones como la vivida en Pedrera. A sus habitantes les daré sólo dos consejos, ya mencionados otras veces en este blog, para acabar con sus enfrentamientos: que lean y viajen. Leer es una posibilidad barata e incluso gratuita (para algo están las bibliotecas municipales). Gracias a los libros podemos entender el pasado y aprender de nuestros errores: servirnos de la cultura para amueblar nuestra mente. Estudiar todos los puntos de vista para crear el nuestro. Incluso internet nos puede ayudar, si usamos la red de un modo adecuado, en la difícil tarea de comprender nuestro mundo con toda su complejidad.

Viajar nos permite conocer otras realidades de primera mano y nos aporta una visión global de las cosas. Lo mejor es vivir durante una temporada en otro país y formar parte de esa pequeña comunidad extranjera que es mirada con recelo por los habitantes locales. Viajar ayuda a tirar por tierra ideas preconcebidas y comprobar que Rumanía es un país como el nuestro, con sus luces y sus sombras, que no merece el desprecio al que es sometido de forma generalizada. Precisamente esta semana, un gran amigo (español y arquitecto para más señas) me hablaba de las oportunidades laborales que hay allí. Tras la represión comunista, el país de Drácula ha ido despertando poco a poco de su letargo hasta llegar al efervescente presente. Los cambios se suceden a gran velocidad y facilitan la construcción de un mundo nuevo. Algo que no deja de recordarme a los años que siguieron a la transición española, en que nuestro país cambió profundamente y nos recordó que todo es posible si creemos en ello.


Así que, frente al saturado panorama de la arquitectura española del que hablé la semana pasada, Rumanía ofrece una solución real. La vida ha acabado invirtiendo las tornas y demostrando, una vez más, que la historia es, ha sido y será, cíclica. Tal vez algunos habitantes de Pedrera encuentren allí mejores oportunidades que en su pueblo. Hacer las maletas y empezar desde cero en un país extranjero es un ejercicio de humildad que todo el mundo debería hacer al menos una vez en la vida. La lucha nos curte y nos ayuda a ver el futuro con esperanza, aun cuando ciertos actos mermen nuestra confianza en el género humano.