domingo, 26 de abril de 2020

Largo domingo de confinamiento

Acabamos aceptando las contradicciones como única forma de explicar la realidad. Admitiendo que la lógica es incapaz de dar coherencia al mundo. Rindiéndonos ante la paradoja como única certeza para justificar lo que escapa a la razón. Para explicar que nunca hayamos estado tan aislados y, a la vez, tan conectados. Esta crisis nos ha enseñado a normalizar lo que, hasta hace muy poco, habría sido impensable.

Nuestra situación es una gran metáfora de la sociedad contemporánea, cuyos dispositivos electrónicos y formas de comunicación convierten al contacto físico en algo prescindible. Como si el mundo le hubiera dado la razón, de un día para otro nos hemos visto encerrados en ese entorno individualizado. Y cuando el aislamiento nos fue impuesto, la tecnología se convirtió, para la mayoría, en la única forma de soportarlo. Nos separamos tanto, que la distancia parece ahora insalvable. Me pregunto si volveremos a ser como antes. Si, tras haber comprobado que casi todas nuestras necesidades pueden ser saciadas a distancia, volveremos a tolerar el contacto físico. Si el hecho de pisar la calle tendrá el mismo valor que antes o si, a pesar de poder reencontramos, seguiremos tan aislados como ahora, que rehuimos a quien se nos acerca. Imaginemos que esta pandemia nos hubiera pillado hace treinta años: sin teléfonos móviles, ordenadores, internet, ni la posibilidad de trabajar desde casa; con un teléfono fijo que se habría colapsado y cinco canales en la televisión. 

Así que no tenemos tantas razones para quejarnos como creemos. Al fin y al cabo, quedarse en casa no es tan terrible como parece. Aun cuando lo más duro vendrá después, una vez que el tsunami económico nos ahogue, estoy harto del discurso pesimista difundido en los medios y quiero romper una lanza a favor del optimismo, de las oportunidades que ahora se nos abren. Personalmente, tengo la suerte de poder trabajar a distancia. Aunque con mi hijo al lado resulta difícil y debo controlar que haga lo que le mandan desde el colegio, también puedo disfrutar más de él. Para evitar la monotonía, cada semana me impongo un desafío que superar: tanto profesional como personal. El fin de semana hago balance, renuevo retos o propongo otras metas. Y el domingo, tras superar la inercia de la semana, dejo que surja lo inesperado. 

Antes había más posibilidades, pero ahora pesa el lado malo de vivir en el extranjero. Las vídeo-llamadas no son nuevas para nosotros. Lo que cambia es la posibilidad de coger un avión para aparecer tras unas horas en el lugar que nos vio nacer. En lo que a mí respecta, esta crisis me ha impedido vivir las fiestas de mi querida Murcia y pisar una tierra que no veo desde hace seis meses. Si bien la experiencia me ha enseñado a no depender de estos efímeros viajes de retorno y a no contar los días que los preceden, siempre duele cuando los planes se cancelan. No conviene perder el tiempo pensando en lo que pudo ser y no fue, pero me entristece no saber cuándo será. Porque, con el proteccionismo que se avecina y el regreso de las fronteras, parece difícil volver a movernos libremente. Porque el domingo es cuando más cuesta ocupar el tiempo, cuando más pensamos en los encuentros con familia y amigos, en los aviones perdidos, en las vacaciones que no llegan y en los abrazos que no damos. Porque ya no somos dueños de nuestras vidas, sino esclavos de la salud, que podemos perder en cualquier momento, y del dinero, que perderemos con la crisis.

Por eso, para animarme, me quedo con el confinamiento de Caleb, Margaux y Léon, una familia que, en el puerto de Paimpol, en Bretaña, vive en un pequeño velero. Sueñan con la visión del horizonte, con el sonido del casco deslizándose sobre el agua, con las sacudidas de las olas, con el viento hinchando las velas y silbando en la jarcia, con atardeceres mágicos y con noches estrelladas. Extienden el brazo y hunden su mano en esa misma agua que no tardará en sacarles de su encierro. Sueñan que son libres y yo sueño con ellos.