domingo, 30 de agosto de 2020

Una cuestión de honor

Todo en esta vida se puede reducir a un trozo de papel firmado. Es un acto de síntesis tan potente, que parece irreal. Tan fácil de usar, que nos lleva a abusar de esa capacidad de transformar la complejidad del mundo en insolentes cuartillas garabateadas.

Cuando somos pequeños nos inculcan la importancia de escribir la carta a los Reyes Magos, o de estudiar durante años para obtener un diploma. Después conseguimos un trabajo regulado por un contrato firmado. Ingresamos el dinero ganado en un banco, donde nos sepultan bajo montañas de formularios, sobre todo si queremos, y podemos, comprar una casa. Cuando no queda más remedio que alquilar, el casero nos ofrece otro tipo de contrato. Si nos casamos, pasamos por el ayuntamiento a rellenar otro papel y nos precipitamos a inscribir a nuestros hijos en el libro de familia y en el registro civil. Si el amor se acaba, los papeles del divorcio nos permiten pasar página. Y cuando llega el final, gracias al seguro de vida afrontamos los gastos del funeral y garantizamos que el último papel, el certificado de defunción, quedará sellado como debe.

Siempre me ha dado risa firmar esos documentos, pues los veo como simples trozos de papel, que en nada se pueden comparar con una situación real. Porque cuando todo va bien y creemos que la vida puede ser maravillosa, nuestra propia fuerza de voluntad nos basta para superar cualquier obstáculo. Pero cuando las cosas se tuercen, tal vez ese trozo de papel es lo único que nos queda, un fiable testigo que sobrevive al olvido y nos recuerda, para bien o para mal, lo que un día dijimos, lo que un día aceptamos o lo que un día nos prometieron. Un antídoto contra la mala memoria del que, a veces, nos gustaría prescindir. Asociamos, en definitiva, cada etapa de la vida con un papel determinado, cuya firma nos obliga a cumplir las condiciones necesarias para cruzar un umbral predefinido. Si el escenario vital cambia, el papeleo evoluciona con él.

Y ahora que el coronavirus ha venido para quedarse, la nueva normalidad nos ha traído todo tipo de nuevos certificados. Así que este verano, en el habitual viaje de vuelta a casa por vacaciones, me tuve que enfrentar al previsible formulario de rigor. Había que indicar el asiento ocupado en el avión, el motivo del viaje, los países visitados en los últimos catorce días, si tenemos algún síntoma o si hemos estado en contacto con algún contagiado de COVID-19. Una pequeña firma para declarar que todas las informaciones son ciertas y listo.

Al final todo se reduce a eso, me dije, a una simple declaración de honor, como si fuera garantía de algo. Porque siempre hay personas más “honorables” que otras. Y si alguien descubre que ciertos honores están por los suelos, aparecen las malas memorias (no sé por qué me viene a la cabeza el “no lo recuerdo” de Iñaki Urdangarín). De todos modos, reconozcamos que nadie en su sano juicio, una vez subido en un avión, declararía que tiene síntomas compatibles con coronavirus, aunque tuviera que beber un botellín de agua cada cinco minutos para disimular la tos y lo más honorable hubiera sido no ir a ningún sitio. Pues el generalizado miedo al virus nos hace sentir culpables cada vez que estornudamos de forma involuntaria y provocamos una onda expansiva de miradas acusadoras, que nos tratan cual criminal recién escapado de la cárcel. 

Pero volvamos al avión, a ese momento en que la azafata distribuye los formularios y mi compañero de asiento, de unos cincuenta años de edad, le dice que no sabe escribir. La azafata se acercó, hizo como quien no había escuchado bien, le dijo lo que tenía que escribir y siguió su camino. Como era de esperar, me tocó rellenar su papel. El hombre me acercó su DNI para completar sus datos personales y entonces lo comprendí todo, pues al ser de origen marroquí sabía escribir en árabe, pero no en español. Cuando llegué al final de la hoja, me disponía a indicar de forma automática que no tenía ningún síntoma, pero preferí preguntarle antes. Al fin y al cabo, era su honor el que estaba en juego. “No, claro que no”, me dijo. Y le devolví la hoja para que, al menos, garabateara una firma, confiando ciegamente en el honor de aquel desconocido y esperando que, por el bien de mi familia, ese simple trozo de papel, como tantos otros, no tuviera que servir nunca para nada.