domingo, 29 de noviembre de 2020

La paella deslocalizada

 Algo no encaja, sabemos qué es, pero no queremos reconocerlo. Hacemos la vista gorda porque, por algún motivo, nos conviene: hay algo que nos gusta y no estamos dispuestos a renunciar a ello. Si ese pequeño engaño toma la forma de una buena paella, nos dan igual los argumentos a rebatir, porque cualquier excusa es buena para reencontrar esas sensaciones que nunca deben ser olvidadas.

 

Cuando, una vez en Francia, pasó el tiempo suficiente como para añorar mi tierra y sus sabores, me lancé a cocinar mi primer arroz. Reconozco que empecé cocinando cosas más sencillas, como la clásica tortilla de patatas, que perfeccioné en mi época de estudiante y tanto apreciaron mis amigos franceses, o el tradicional zarangollo murciano. Podía haber aprovechado para hacer mis pinitos en la cocina francesa, que cada día conocía más, pero mi primer reflejo, el más natural, fue recuperar esos sabores que ya echaba de menos. No soy de los que no pueden vivir sin jamón serrano, pero sí de los que asocian un sabor a un determinado recuerdo del pasado y no quieren que se pierda en el olvido.

 

Digamos que eché mano del recetario de mi vida, sirviéndome de internet, pero también de unas pequeñas hojas en donde apuntaba sugerencias de familiares y amigos, que me fueron tan útiles en mis tiempos de estudiante. Entre esos papeles encontré los pasos para preparar un buen arroz, dictados por mi madre, que siempre hacía todo “a ojo”. Difícil tarea tenía por delante si quería reencontrar esos sabores que, una vez por semana, educaron el paladar de mi infancia y hacer perdurar ese saber local, transmitido de forma oral, que tiende a desaparecer.

 

Además, no pude evitar que las primeras dificultades fueran técnicas: el arroz cocinado con una básica placa eléctrica no era comparable al obtenido con un buen quemador de gas. Huelga decir que el resultado no estaba a la altura de lo esperado, con demasiados granos duros y sin sabor alguno. Me hicieron falta unos cuantos intentos antes de poder hacer una paella comestible y que, en todo caso, no tenía nada que ver con la que hacía mi madre. Cometí muchos errores, de ésos que solo se pueden evitar repitiendo el proceso una y otra vez. Incluso si a mis amigos les gustaba el resultado, o al menos eso decían, yo sabía que no se podía comparar con un buen arroz a banda alicantino ni con un sabroso caldero del Mar Menor. A veces me preguntaba por qué me complicaba tanto la vida, pues mi nivel de frustración aumentaba con cada intento fallido. Había algo superior a mí que me empujaba, una extraña sensación que solo podía calmar de una manera. Quienes vivimos en el extranjero nos sentimos muchas veces como pez fuera del agua y yo buscaba una rápida vía de escape, algo que me devolviera el equilibrio necesario para afrontar la lucha diaria, sin tener que coger un avión y recorrer cientos de kilómetros.

 

También estaban los problemas con los ingredientes, más éticos que otra cosa, sobre todo cuando vi que las gambas que encontraba en Francia procedían del Pacifico, de Madagascar o de Ecuador… Algo inconcebible para mí, acostumbrado a los frescos pescados de las costas murcianas y alicantinas. Acabé asumiendo que ahora vivo lejos del mar y el Mediterráneo francés no exporta gambas tan buenas como las de Santa Pola. Además, los pimientos, los limones y las especias venían de mi querida huerta murciana y no me quedó más remedio que aceptar que los ingredientes de mi deslocalizada paella recorrieran más kilómetros de los deseados. Así que, cada semana, cuando los encuentro en el mercado, hago la vista gorda y recuerdo que siempre hay un precio que pagar, nos guste o no, si queremos alcanzar nuestros objetivos. Ahora incluso hay plataformas, como Gastronomic Spain, especializadas en acercar a quienes vivimos lejos de nuestra tierra productos que no podríamos encontrar de otra manera.

 

Al final, gracias a un quemador de gas que instalé en la terraza de mi piso, a una equilibrada mezcla de ingredientes y a la experiencia que dan diez años de intentos, he llegado a cocinar algo que merece ser llamado arroz. Que sigue sin parecerse al que comía en mi infancia, pero que me sirve para reconciliarme con el mundo cuando pierdo la esperanza.