Todos tenemos un punto de partida que
nos es familiar, el origen de muchos sueños, que no esconde secretos
para nosotros. Es el aeropuerto más cercano a nuestro domicilio,
donde empezamos incontables viajes con paso firme. Sin embargo,
cuando cogemos el avión de vuelta desde un lejano destino, el
aeropuerto se convierte en un desconocido lugar en donde debemos
desenvolvernos con rapidez si queremos llegar a buen puerto. La
séptima edición de anécdotas viajeras de este blog va dedicada a
esos momentos de desasosiego que ponen a prueba nuestra capacidad de
reacción.
Cae la noche en Pekín. Nuestro vuelo
sale de madrugada y no conseguimos averiguar a qué hora cierra el
metro, que asegura la conexión con el aeropuerto. En una ciudad
desconocida, el arte de estimar el tiempo que podemos perder en los
medios de transporte se aproxima a un juego de azar. Y como en todo
juego, conviene controlar al máximo cuanto depende de nosotros y
gestionar con rapidez e inteligencia las variables que se nos
presentan de improvisto. Cuando viajamos tan lejos, los vuelos son
tan largos y sus precios tan elevados, que las nefastas consecuencias
que conlleva su pérdida se multiplican. Así que preferimos no
arriesgar y confiar en la recepcionista del hotel, que reservó un
taxi. Era un buen coche, pero no tenía el pequeño letrero con las
clásicas luces, ni el taxímetro en el salpicadero. Antes de subir
ya conocíamos el precio de la carrera (bastante elevado respecto al
nivel de vida local) y yo empezaba a olerme algo raro, aunque la
recepcionista nos dijo que era un hombre de confianza y solía dar
aquel servicio a los huéspedes del hotel. Mis sospechas se
confirmaron cuando llegamos al aeropuerto o, mejor dicho, cuando
estuvimos en los alrededores. El conductor, que no hablaba inglés,
nos explicó como pudo que no llegaría hasta la puerta, pero que nos
dejaría cerca. Paró en medio de la oscura carretera que llevaba al
aeropuerto, nos señaló las luces que marcaban la entrada y
desapareció. Si te he visto, no me acuerdo. Como suponía, se
trataba de un taxista ilegal que no quería ser inculpado por los
profesionales del oficio, que esperaban, pacientes, la llegada de
nuevos viajeros. Seguramente habíamos pagado el doble que una
carrera habitual, gracias al negocio que hotel y conductor llevaban
entre manos. Poco importaba ya, pues de nada servía el
arrepentimiento.
No tardamos en llegar al desierto
vestíbulo. Nunca habíamos visto un aeropuerto tan vacío, así que
nos temimos lo peor. Analizamos, ávidos, las pantallas, para
comprobar que el último vuelo había salido a las doce de las noche.
Salvo las luces que iluminaban todo, no encontramos signo de vida
alguno a nuestro alrededor. Los huérfanos mostradores de facturación
nos hacían imaginar que éramos los únicos supervivientes de una
catástrofe nuclear o nos encontrábamos en un sueño. ¿Nos habíamos
equivocado de día? ¿Habíamos confundido la madrugada con la tarde
y nuestro avión ya había salido? Uno de los taxistas que se
encontraba en la puerta adivinó nuestra angustia y se nos acercó.
Tras una extraña conversación (quien haya estado en el país del
sol naciente sabe que el inglés no está muy extendido),
comprendimos que estábamos en la terminal de vuelos nacionales. El
hombre aprovechó para decirnos que nuestro verdadero destino (las
salidas internacionales) estaba muy lejos, que tardaríamos unos tres
cuartos de hora en llegar a pie y que perderíamos nuestro vuelo. A
aquellas horas los autobuses que conectaban las terminales ya no
pasaban y no teníamos otra opción que subirnos a su taxi. Si una
cosa habíamos aprendido en el bien llamado gigante asiático, es que
todo es desmesuradamente grande: las calles, las plazas, los
edificios..., así que no nos sorprendía que el aeropuerto de la
capital tuviera unas dimensiones descomunales. Después recordamos el
timo del taxi que nos llevó hasta allí, sin ni siquiera especificar
que había varias terminales ni preguntar adónde íbamos, y no
quisimos repetir experiencia. Lo último que necesitábamos era que
alguien más se aprovechara de nuestra mala fortuna. Todavía
teníamos cierto margen hasta la hora del despegue y decidimos andar.
No tardamos en ver los habituales carteles que indican el tiempo
restante a pie: quince minutos para llegar a nuestra terminal.
La situación volvía a estar bajo
control, respiramos aliviados y redujimos el alocado ritmo de los
últimos minutos. Recordamos que a veces conviene llegar con bastante
antelación al aeropuerto, aunque solo sea para dejar un hueco a las carreras de obstáculos de última hora y tener algo más que contar al volver a
casa.