domingo, 8 de abril de 2018

Carreras de obstáculos

Todos tenemos un punto de partida que nos es familiar, el origen de muchos sueños, que no esconde secretos para nosotros. Es el aeropuerto más cercano a nuestro domicilio, donde empezamos incontables viajes con paso firme. Sin embargo, cuando cogemos el avión de vuelta desde un lejano destino, el aeropuerto se convierte en un desconocido lugar en donde debemos desenvolvernos con rapidez si queremos llegar a buen puerto. La séptima edición de anécdotas viajeras de este blog va dedicada a esos momentos de desasosiego que ponen a prueba nuestra capacidad de reacción.

Cae la noche en Pekín. Nuestro vuelo sale de madrugada y no conseguimos averiguar a qué hora cierra el metro, que asegura la conexión con el aeropuerto. En una ciudad desconocida, el arte de estimar el tiempo que podemos perder en los medios de transporte se aproxima a un juego de azar. Y como en todo juego, conviene controlar al máximo cuanto depende de nosotros y gestionar con rapidez e inteligencia las variables que se nos presentan de improvisto. Cuando viajamos tan lejos, los vuelos son tan largos y sus precios tan elevados, que las nefastas consecuencias que conlleva su pérdida se multiplican. Así que preferimos no arriesgar y confiar en la recepcionista del hotel, que reservó un taxi. Era un buen coche, pero no tenía el pequeño letrero con las clásicas luces, ni el taxímetro en el salpicadero. Antes de subir ya conocíamos el precio de la carrera (bastante elevado respecto al nivel de vida local) y yo empezaba a olerme algo raro, aunque la recepcionista nos dijo que era un hombre de confianza y solía dar aquel servicio a los huéspedes del hotel. Mis sospechas se confirmaron cuando llegamos al aeropuerto o, mejor dicho, cuando estuvimos en los alrededores. El conductor, que no hablaba inglés, nos explicó como pudo que no llegaría hasta la puerta, pero que nos dejaría cerca. Paró en medio de la oscura carretera que llevaba al aeropuerto, nos señaló las luces que marcaban la entrada y desapareció. Si te he visto, no me acuerdo. Como suponía, se trataba de un taxista ilegal que no quería ser inculpado por los profesionales del oficio, que esperaban, pacientes, la llegada de nuevos viajeros. Seguramente habíamos pagado el doble que una carrera habitual, gracias al negocio que hotel y conductor llevaban entre manos. Poco importaba ya, pues de nada servía el arrepentimiento.

No tardamos en llegar al desierto vestíbulo. Nunca habíamos visto un aeropuerto tan vacío, así que nos temimos lo peor. Analizamos, ávidos, las pantallas, para comprobar que el último vuelo había salido a las doce de las noche. Salvo las luces que iluminaban todo, no encontramos signo de vida alguno a nuestro alrededor. Los huérfanos mostradores de facturación nos hacían imaginar que éramos los únicos supervivientes de una catástrofe nuclear o nos encontrábamos en un sueño. ¿Nos habíamos equivocado de día? ¿Habíamos confundido la madrugada con la tarde y nuestro avión ya había salido? Uno de los taxistas que se encontraba en la puerta adivinó nuestra angustia y se nos acercó. Tras una extraña conversación (quien haya estado en el país del sol naciente sabe que el inglés no está muy extendido), comprendimos que estábamos en la terminal de vuelos nacionales. El hombre aprovechó para decirnos que nuestro verdadero destino (las salidas internacionales) estaba muy lejos, que tardaríamos unos tres cuartos de hora en llegar a pie y que perderíamos nuestro vuelo. A aquellas horas los autobuses que conectaban las terminales ya no pasaban y no teníamos otra opción que subirnos a su taxi. Si una cosa habíamos aprendido en el bien llamado gigante asiático, es que todo es desmesuradamente grande: las calles, las plazas, los edificios..., así que no nos sorprendía que el aeropuerto de la capital tuviera unas dimensiones descomunales. Después recordamos el timo del taxi que nos llevó hasta allí, sin ni siquiera especificar que había varias terminales ni preguntar adónde íbamos, y no quisimos repetir experiencia. Lo último que necesitábamos era que alguien más se aprovechara de nuestra mala fortuna. Todavía teníamos cierto margen hasta la hora del despegue y decidimos andar. No tardamos en ver los habituales carteles que indican el tiempo restante a pie: quince minutos para llegar a nuestra terminal.


La situación volvía a estar bajo control, respiramos aliviados y redujimos el alocado ritmo de los últimos minutos. Recordamos que a veces conviene llegar con bastante antelación al aeropuerto, aunque solo sea para dejar un hueco a las carreras de obstáculos de última hora y tener algo más que contar al volver a casa.     

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