domingo, 28 de junio de 2020

La historia de Carlos, con C de Chile

Los encuentros fortuitos nos recuerdan que todo sucede por una razón. Que los caprichos del destino no son tales y que toda persona que se cruza en nuestro camino tiene algo que aportarnos. Y mi encuentro con Carlos no hizo sino reafirmar una teoría que hace tiempo convertí en uno de mis más arraigados principios.

Él es un cerrajero de mi barrio, aunque hace un poco de todo. Acudí a él para inscribir la palabra “pulpo” en la placa de mi buzón, por raro que pueda parecer (tal vez algún día cuente por qué, pero esa es otra historia). Si bien empezamos a hablar en francés, cuando leyó “pulpo” cambiamos de idioma. Esto es español, me dijo. Y entonces, como si un telón se hubiera levantado, lo vi todo claro (una bandera de Chile pegada a la pared, un mapa del país y unos dibujos de indios que completaban el decorado), reconocí su acento y empezamos una larga conversación. Desde que vivo en Francia busco historias de emigrantes, cuyos protagonistas, al igual que yo, reemplazaron certezas por incertidumbres y comparten una corazonada: lo mejor siempre está por llegar. Simpatizo con esas personas que me encuentro por la calle, en el súper, en el colegio de mi hijo o en el parque, y me identifico con ellas, porque todos pasamos por ese punto de inflexión que lo hizo cambiar todo. Y porque cuando llegan esos momentos en que la lucha diaria nos pilla con menos armas que de costumbre, reconforta encontrar una mano amiga. 

Cuando me encontré con Carlos, había empezado en Chile el llamado “estallido social”, que acabó llevando la cumbre del clima a Madrid. Él me habló del origen de todo aquello, de las protestas que, cuatro décadas antes, se alzaron contra el gobierno de Pinochet. A él le tocó vivir esa difícil época en que la dictadura impuso un duro servicio militar, al que se vio abocado su hermano mayor, que nunca había pegado a nadie. Pero aquella mili era una trampa: un largo periodo en que la dictadura se servía de la población civil como estimaba oportuno. Su familia nunca volvió a verle y se convirtió en uno de esos desaparecidos que no aparecen nunca. 

Carlos no quiso esperar a jugar la misma ruleta rusa, así que decidió desaparecer por su cuenta y riesgo. Llegó a Brasil con los bolsillos vacíos y una mochila al hombro. Consiguió un trabajo humilde y empezó a ganarse la vida, hasta que descubrió que aquella nueva vida no era lo que esperaba. No omite detalle alguno cuando describe esas terribles mañanas en que un autobús le llevaba al trabajo y, en medio del largo trayecto, un grupo de hombres subía para elegir a alguien al azar y, a punta de pistola, pedirle todo el dinero que tuviera. Y si no tenía nada, le obligaban a bajar del autobús. Recuerda perfectamente el ruido del disparo, el reguero de sangre y la indiferencia de sus compañeros de asiento. Por poco que ganara con aquel trabajo, siempre procuraba llevar algo de dinero encima, sin saber si sería suficiente para salvar su vida. Cada día se repetía la misma rutina, la misma incertidumbre de no saber si sería el último, el mismo miedo por estar en el lugar y en el momento equivocados. La inseguridad de Brasil y la certeza de que su vida no tenía valor allí, le recordaron que no había abandonado su país para jugar cada día a una nueva ruleta rusa.

Un amigo suyo conocía a alguien en Francia y le propuso cruzar el Atlántico con él. Carlos no se lo pensó dos veces y aceptó. Al otro lado del charco recordó lo que significaba ser respetado. Aunque empezó con un humilde trabajo en el campo, se sentía seguro. Fue cambiando de ciudad y de ocupación, hasta acabar inmerso en una confortable rutina. Ya no volvió a Chile. Algunas cosas han cambiado, pero, en el fondo, todo sigue igual, me dice. Y ahora que se acerca su jubilación, quiere pasarla en España. Como no le gusta el calor del sur, quiere comprar una casa en Galicia, algo que pueda dejarle a su hijo cuando él ya no esté. 

Le pregunto si quiere regresar a Chile y sacude la cabeza. La única vez que volvió fue para ver a su padre en el lecho de muerte. Aunque quisiera volver, no podría permitírselo: todo está tan caro allí, que la pensión no le bastaría. Y ése fue precisamente el origen de las grandes desigualdades del país y de las protestas que acabaron con la promesa de una nueva y más justa constitución. Tal vez las cosas cambien algún día y Carlos se entere en la mesa de un bar, tomando un buen pulpo a la gallega, levantando una copa de Albariño y brindando por quienes ya no tengan que elegir entre exiliarse o quedarse para protestar y reivindicar un futuro mejor.