domingo, 29 de septiembre de 2019

Un verano árabe

En el coche no cabe un bulto más. Maletas y bolsas repletas se agolpan hasta hacer inservible el retrovisor. Sobre la baca, una lona oculta más de lo mismo. Los padres delante, los tres hijos y la abuela detrás completan el monovolumen. Aunque dos mil kilómetros les separan de Argelia, sus rostros no reflejan cansancio alguno. Parecen cegados por una luz que les guía hacia sus orígenes, donde el espejismo creado por una memoria evocadora hace que el desierto sea menos árido de lo que parece. 

Reconozco que antes de vivir en Francia no me había interesado demasiado por la comunidad árabe y poco sabía de ella. Algo difícil de creer para mis amigos franceses, sobre todo para quienes les gusta insinuar que Europa se termina en los Pirineos. Y de poco ayuda ver que las indicaciones de la autovía aparecen en árabe al llegar a la Jonquera, para guiar a quienes cogen el ferry en Alicante. Bromas aparte, en España seguimos arrastrando las consecuencias de un pasado que condiciona ciertos roles sociales. No se trata de mala fe, sino de una forma de relacionarnos transmitida de generación en generación. Y acostumbrados al paisaje existente, nuestra pasividad ha contribuido a perpetuarlo. Poco queda de una ocupación que duró setecientos años, que se dice pronto. Ahora las comunidades árabes se agrupan en barrios bien delimitados y, aunque no siempre es así, suelen realizar trabajos de poca importancia o mal remunerados. Les reservamos las tareas que nadie quiere hacer y, a pesar de ello, muchos se atreven a mirarles mal.

En Francia la situación es distinta y el mestizaje está a la orden del día. Aun cuando también tienen barrios propios, donde abundan cafés y comercios frecuentados solo por árabes fieles a sus tradiciones, y están las conflictivas “banlieues" (afueras), convertidas en caldo de cultivo yihadistaen más de una ocasión. Fuera de esos lugares es fácil ver algún velo por la calle y advertir conversaciones que mezclan francés y árabe sin reparo. La convivencia es pacífica y la explicación la encontramos en el periodo de ocupación francesa del Magreb, en que Argelia incluso llegó a ser un departamento francés. Las mujeres y los hombres árabes desempeñan todo tipo de trabajos y sus impronunciables apellidos se mezclan con los más chovinistas. 

Todos ellos repiten un ritual tan sagrado como cualquier otro: vuelven a su país de origen durante el mes de agosto, si su economía se lo permite y no les obliga a ahorrar hasta el próximo año. Un mes para reencontrar a familia y amigos, para mostrar a hijos y nietos que las historias contadas antes de dormir eran reales. Un mes para convertir en omnipresente la lengua que hablan en círculos cerrados. Un mes para rescatar imágenes, sonidos, sabores y olores que les convirtieron en lo que hoy son. Un mes para recuperar cuanto añoran y hacer más llevadera la lucha diaria lejos del que fue su primer hogar. Un mes para saciar las ganas de volver.

Yo también hago un larga ruta en coche para volver a mi tierra una vez al año. Aunque antes la hacía de un tirón, cuando el cansancio pesa demasiado me veo obligado a parar y dormir a medio camino. Una vez paré en un hotel de carretera y les volví a ver. Eran las once de la noche y, sobre los asientos del monovolumen aparcado en la gasolinera, toda la familia dormía. Cuando pasé a su lado, eché un rápido vistazo y los ojos protectores del padre se abrieron para analizar el peligro, como una alarma bien calibrada. No era la única familia árabe que dormía en el aparcamiento. Cuando al día siguiente retomé el camino, el lugar estaba vacío. Habían partido tras el primer rezo de la mañana. Pensé en ellos antes de arrancar el coche. En su coraje y en su capacidad de resistencia, de defender sus orígenes pase lo que pase. Les volví a ver en la autovía y les adelanté decenas de veces. Y cuando llegué a mi destino, ellos seguían su ruta, incansables. Guardianes de una cultura que sobrevivirá a pesar de cualquier traba.